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En el anterior artículo de esta serie repasamos la utilización de la tasa Tobin como herramienta para hacer pagar al culpable de la actual “contaminación financiera” (deudas generadas de la presente crisis financiera). Ahora, repasaremos el caso de los impuestos pigouvianos.
Hay quien argumenta que este impuesto Robin Hood se justificaría como solución a un fallo de mercado: para internalizar las externalidades negativas que, dicen, ha demostrado tener el sistema financiero. Se articularía de manera que las empresas financieras incluyesen en su función de costes este nuevo coste social identificado: el «riesgo sistémico» de los productos financieros.
Está claro que existe dicho riesgo sistémico inherente a la actividad financiera. Y la crisis ha evidenciado que el impacto del mismo sobre la estabilidad financiera global es realmente severo. Por lo tanto, hay quien dice que este fallo de mercado debe atajarse ya. Para conseguir un consumo socialmente óptimo del mismo, se utilizan los argumento de A.Cecil Pigou, quien siguiendo la línea del famoso artículo de Ronald Coase “The Problem of Social Cost” desarrolla la idea de los impuestos pigouvianos como herramienta para la internalización de los costes sociales por las empresas causantes de los mismos. Hablamos de internalizar el coste social de una potencial quiebra sistémica derivada de la producción de activos financieros. Para ello se trataría ahora de gravar la propia actividad bancaria: el consumo de productos financieros.
Aquí, los argumentos de un impuesto pigouviano toman cierto sentido teórico. Se puede asemejar al caso de las empresas industriales que contaminan, en las que la aplicación de un impuesto pigouviano es directa. Por cada unidad producida podemos medir la contaminación medioambiental (externalidad negativa) que causa a la sociedad. Mediante el gravamen de esta producción conseguimos que la empresa asuma dentro de su función de costes este denominado coste social, consiguiendo llegar a una producción óptima (contaminación incluida) de ese bien. Trasladado al mundo financiero, ahora trataríamos de cobrar a las entidades financieras por su producción de activos que causan una “contaminación financiera”.
A diferencia del caso de la tasa Tobin, este gravamen no buscaría evitar la especulación o hiperactividad, sino encarecer por igual todos los productos financieros para conseguir un tamaño óptimo del mercado (corregir una teórica sobre-producción).
Aquí surge un problema central, que en mi opinión no nos permite utilizar los argumentos pigouvianos para el sistema financiero: la externalidad negativa del sistema financiero, si bien existe, es incierta, en su cuantía, y en su materialización temporal. Es decir, si una empresa industrial contamina, como dijimos, podemos estimar el impacto de la contaminación por unidad de bien producida que provoca sobre la sociedad. Esta externalidad es cierta y medible. Pero en las finanzas no estamos en la misma situación. El riesgo sistémico de los productos financieros no tiene por qué darse nunca. La “contaminación financiera” es sólo probable: difícil de medir y más difícil todavía de predecir.
Si fijásemos una tasa sobre la actividad financiera por una externalidad negativa que “sólo” es probable, estaríamos apostando sobre esa externalidad; deberíamos usar algún tipo de distribución que nos permitiera medir estadísticamente esa externalidad. Además, esta externalidad negativa tiene una causa, un comportamiento presumiblemente indebido o excesivo, que la puede desencadenar.
Podríamos llegar a cobrar “por si” ocurre algo. Y además, cobraríamos sin atajar el problema de raíz. Cobraríamos por comportamientos indebidos en vez de regularlos. A ello se suman los inconvenientes derivados del gravamen de los productos financieros en la primera parte del artículo (caída de la liquidez, incremento de la volatilidad, etc…).
Al menos, ahora hemos localizado el verdadero problema. Existe un (potencial) fallo de mercado: externalidades negativas de la actividad financiera. En realidad se trata de un fallo de mercado “estadísticamente posible”. Llegamos a la conclusión que un impuesto pigouviano tampoco parece la herramienta adecuada para atajar el problema. Sólo nos queda, para la última parte del artículo, proponer un conjunto de medidas que potencialmente se ajustenn mejor a nuestro objetivo: limpiar la actual “contaminación financiera” y, sobre todo, evitar que se vuelva a contaminar.
Andrés Alonso