A propósito del libro de Colin Mayer, “Firm Commitment»
Colin Mayer es un respetable profesor de una reputada escuela de negocios que ha escrito un libro lleno de apreciaciones inteligentes, pero engañoso en dos sentidos. En primer lugar, porque se abre con referencias a las grandes empresas pero su contenido es estrictamente jurídico. Se ocupa del gobierno corporativo de las sociedades de capital disperso, en concreto, de los problemas del Derecho de sociedades y del mercado de valores. En segundo lugar, porque describe un terrible problema en las primeras páginas del libro (expresado en el propio subtítulo <<why the corporation is failing us and hoy to restore trust in it>>) que se revela, más adelante, como un “pequeño” problema (los efectos disruptivos sobre los contratos implícitos de una sociedad anónima de capital disperso derivados de la existencia de un mercado de control societario, esto es, de la aparición de terceros que realizan una oferta sobre las acciones de la sociedad que es aceptada por los accionistas sin tener en cuenta los perjuicios que dicho cambio de propiedad provoca sobre otros stakeholders como los empleados, los clientes, los proveedores o los acreedores en general de la compañía). Este “pequeño” problema afecta, probablemente, a un pequeño número de compañías anónimas: las que cotizan en el mercado londinense y carecen de accionistas de control. Lo más decepcionante es que las soluciones que propone para ese “enorme” problema son soluciones menores ajustadas, – es un individuo inteligente – a la magnitud del problema. Obsérvese cómo expone el problema: (p. 67-68)
“Así como (la sociedad anónima) ha proporcionado extraordinarios beneficios en forma de productos, servicios, avances técnicos y prosperidad a nuestras vidas, hogares y familias, también ha originado enormes desastres medioambientales, comerciales y sociales”
Parecería que Mayer nos está hablando, no de la sociedad anónima, sino del capitalismo. Es el capitalismo el que ha proporcionado beneficios incontables en términos de bienestar de la Humanidad y, a la vez, desastres cuantiosos en términos medioambientales, de daños a consumidores y a otros grupos sociales. Continúa señalando que la sociedad anónima – el interés social – obliga a los que la gestionan a hacer prevalecer el interés de los accionistas, frente a lo cual, los demás interesados se protegen – cuando pueden – mediante contratos y, si no, los protegen la preocupación de la sociedad anónima por su reputación y la regulación, pero que estos tres mecanismos son insuficientes, en particular, la regulación porque los reguladores son capturados y porque las sociedades anónimas invierten, no en cumplir con la regulación, sino en defraudar su aplicación.
Tras este planteamiento tan general, se centra Mayer en las sociedades anónimas cotizadas de capital disperso, donde considera que se encuentra el problema más serio de desatención a los intereses distintos de los accionistas. Estos desean maximizar la rentabilidad en el corto plazo de sus inversiones reflejada en el valor de cotización. Y dentro de éstas, el interés de Mayer se concentra en el caso británico (“British exceptionalism”). Narra la OPA sobre Cadbury y la adquisición fallida de Airgas que considera paradigmáticos en cuanto el comprador en el primer caso – Kraft – prometió respetar la producción sita en Gran Bretaña para desdecirse inmediatamente después de haber adquirido el control. Este y otros casos le sirven para realizar un análisis “moderno” y muy crítico del mercado de control societario.
Como es sabido, las OPAs hostiles se han reducido extraordinariamente desde su apogeo en los años 80 y 90 del pasado siglo. El mecanismo de control de mercado por excelencia en estos últimos años es el de los accionistas activistas que, aliados con los inversores institucionales, presionan a los gestores de las compañías cotizadas para que modifiquen su gobierno corporativo o alteren su estrategia empresarial. Su interés no es ya sustituir al management previa toma del control de la compañía – en los EE.UU., al menos – sino forzar modificaciones estratégicas. Diríamos, pues, que Mayer se ocupa de un problema que ha devenido menos relevante en nuestros días. Su punto, sin embargo, es que el temor de los gestores a ser desplazados o criticados (la rotación en los puestos de consejero-delegado se ha acelerado en los últimos años) ha llevado a estos a la obsesión por los beneficios financieros inmediatos y está destruyendo la capacidad de estas grandes compañías para asumir compromisos a largo plazo, compromisos que son imprescindibles para que estas empresas cumplan con su “función social”. Los nuevos “malvados” son los “arbitradores”, los accionistas que adquieren acciones cuando se “huele” una oferta de toma de control y, por tanto, necesitan que ésta tenga lugar para poder realizar las ganancias, ya que han comprado a precios que incorporan la información sobre la posibilidad de una OPA de manera que venderán – aceptarán la OPA – aunque el precio ofrecido sea inferior al “valor real” de la compañía, esto es, al valor que le atribuyen los accionistas de largo plazo o inversores institucionales:
“Las OPAS hostiles no tienen por objeto tanto corregir una gestión deficiente o disciplinar a los malos gestores como cambiar la estrategia de los gestores medianos con el objetivo de que se conviertan en empresas muy rentables. Reflejan, por tanto, un desacuerdo sobre la estrategia future mas que una crítica de los resultados obtenidos en el pasado. Cuando los gestores son realmente deficientes, reciben un tratamiento distinto por parte de los gestores de fondos activos… En los casos de Airgas y Cadbury existía preocupación respect del papel de los arbitradores que convirtieron el resultado – la adquisición hostil – en una profecía que se autocumplía”
Si la sociedad anónima objeto de una OPA hostil está poco endeudada, las OPAs hostiles siguen cumpliendo su salutífera función de control de los costes de agencia de los gestores. Pero si está muy endeudada – dice Mayer –
“el mercado de las OPAS… es una inducción a implementar estrategias muy arriesgadas de inversión en perjuicio de los acreedores. Ir a la caza del valor para el accionista sin límites ha dejado de ser algo valioso. No es más valioso en sentido ético que el consumo en el reino animal” (p 114).
Este planteamiento es absolutamente excesivo y falto de pruebas. Se puede admitir que, efectivamente, muchos cambios de control se producen por razones exclusivamente financieras y que, a menudo, transfieren rentas de los acreedores sociales a favor de los accionistas. Así puede ocurrir cuando el que toma el control utiliza el endeudamiento para realizar la adquisición para transferir la deuda asumida, a continuación, a la sociedad adquirida (leveraged buy out). Pero la cuestión ha sido muy estudiada y no parece que los acreedores resulten especialmente perjudicados. Y, lo que es peor para el planteamiento de Mayer, este tipo de operaciones se realiza, con más frecuencia, entre las compañías que no cotizan en bolsa. Familias que venden el paquete de control a fondos de inversión que, a menudo, cargan de deuda a la compañía para recuperar su inversión. Los acreedores cobran (o no), pero, a menudo, los trabajadores y proveedores de la compañía acaban pagando en forma de reducciones de plantilla y empeoramiento de las condiciones laborales o de precio por sus insumos.
Mayer, que es muy sensato, pasa a las recomendaciones desde una perspectiva bastante liberal: no se trata de prohibir las OPAS hostiles. Ni de prohibir las operaciones de toma de control. Se trata de permitir a las compañías mostrar su compromiso con los grupos de interesados en una determinada “misión” u objetivos de la compañía:
“El defecto de la sociedad anónima es su incapacidad para proteger los intereses de los partícipes distintos de los accionistas… (hay que) encontrar mecanismos a través de los cuales las compañías puedan demostrar un mayor sentido de la responsabilidad… un mayor compromiso con estos partícipes
Your are as good as your last deal
Y, a partir de aquí es cuando Mayer “entra en razón”. El problema no está en la corporation. El problema está en el sistema británico de gobierno corporativo de las sociedades cotizadas – modelo para todo el mundo – que limita las posibilidades de las compañías para demostrar y hacer creíble sus compromisos con los demás interesados en la empresa social distintos de los accionistas y con la Sociedad en su conjunto. El Derecho inglés tiene una obsesión por garantizar a los inversores en bolsa la posibilidad de liquidar – con ganancias – su inversión y poder adquirir libremente acciones
“elimina sistemáticamente cualquier sentido de compromiso de los inversores con las compañías, de los ejecutivos con los empleados, de los empleados con las empresas para las que trabajas y de las empresas con los inversores y con las comunidades y de esta generación con cualquier generación futura o pasada” (pp 143-144).
En síntesis, Mayer considera que hay que mejorar los mecanismos de gobierno corporativo de las sociedades de capital disperso para permitir a este tipo de organizaciones adoptar compromisos implícitos – no contractualizados – con sus stakeholders distintos de los accionistas, esto es, para asegurar que la sociedad de capital disperso puede hacer promesas creíbles a sus empleados, a sus acreedores y a las Sociedades en las que desarrollan sus actividades de que respetarán sus compromisos con ellos cuando éstos no han quedado incluidos en los correspondientes contratos de trabajo, de préstamo o en obligaciones impuestas jurídicamente por el Estado.
Las sociedades de capital disperso que cotizan en un mercado – como el londinense – donde las medidas anti-OPA están vista con disfavor, donde las acciones con voto privilegiado están prohibidas y donde, en general, los accionistas dispersos y los institucionales no tienen más interés que el de maximizar el valor – financiero – de sus acciones son compañías que no pueden contraer compromisos creíbles con sus empleados, con sus acreedores, con sus clientes y con la Sociedad en la que desarrollan su actividad a largo plazo porque esas promesas quedarán incumplidas en cuanto aparezca una oferta que valore la compañía por encima de su precio de cotización. El Derecho de Sociedades, en tal caso, obliga a los administradores de la compañía, al menos aparentemente, a hacer prevalecer el interés financiero de los accionistas aún a costa de incumplir las promesas implícitas que la compañía hubiera hecho a los demás stakeholders.
Las soluciones pasan por inducir a las sociedades de capital disperso a explicitar una “visión” y una “misión”, es decir, a declarar públicamente cuáles son los objetivos que persigue la organización (en el caso de New York Times Corporation, el de hacer el mejor periódico del mundo). Maximizar el valor para el accionista no debe ser el objetivo, sino el resultado de la labor de los administradores. En este punto, Mayer se apunta a las tesis de Henry Ford: Ford Motor Co. se funda para hacer posible que los norteamericanos disfruten de los mejores coches al mejor precio. Hacer ricos a los accionistas de Ford se “ dará por añadidura” si consigues hacer los mejores coches y venderlos al mejor precio.
Estamos bastante de acuerdo con el “consejo”. Los administradores de sociedades de capital disperso se han obsesionado, a menudo, con las variables financieras de su actividad. La denuncia del “cortoplacismo” inducido, en buena medida, por la forma y la cuantía de las retribuciones es general. A mi juicio, además, el predominio de los financieros y los abogados sobre los ingenieros y personal técnico en la gerencia de las empresas ha influido en tales resultados. Sería deseable que las sociedades de capital disperso – preferentemente en la OPV u OPS – declararan públicamente cuáles son los objetivos de la empresa. Para velar por el cumplimiento de los principios y valores de la compañía, Mayer propone – cuando sea deseable – la constitución de una suerte de patronato u órgano voluntario en las sociedades anónimas con tal objetivo.
Mayer también está en “buena compañía” cuando afirma que el cumplimiento de sus deberes de lealtad con la compañía les impone el deber de cumplir con los compromisos contraídos por ésta (explícita o implícitamente) con los demás stakeholders y, por tanto, que los administradores deben sentirse en terreno seguro cuando adoptan decisiones que, aparentemente, benefician a trabajadores, clientes o a la Sociedad, a costa de los accionistas si esas decisiones están justificadas por dicha contratación implícita. Pero pueden hacerlo incluso aunque no lo hagan en cumplimiento de contrato alguno sino porque consideren, de buena fe, que esas medidas pueden redundar en el aumento del valor a largo plazo de la empresa.
Además, Mayer propone ofrecer a los accionistas bursátiles la posibilidad de “declararse” accionistas de largo plazo, es decir, comprometidos a largo plazo con la empresa social. Estas acciones tendrían más derechos de voto y verían restringida su transmisibilidad.
Sobre el autor:
Jesús Alfaro. Catedrático de Derecho Mercantil Universidad Autónoma de Madrid He trabajado en temas de Derecho de Sociedades, contratos y Derecho de la Competencia. He escrito dos libros (Las condiciones generales de la contratación e Interés social y derecho de suscripción preferente) y varias decenas de artículos y trabajos en libros colectivos. Síguelo en Twitter.