En las geniales «tiras» de Mafalda que Juan Salvador Lavado, más conocido por Quino, nos regaló durante nueve años, desfilan un compendio de perfiles sociales, eso que hoy llamamos target, en formato menudo y cuyas vivencias ayudan a entender nuestra realidad humana y social bastante más que muchos libros, cátedras y tertulias. En ellas, cada personaje representa una forma de ver la vida. Manolito, por ejemplo, a través de sus intuiciones comerciales simboliza la visión más empresarial de la misma y por ello, a veces, hasta compite con la propia Mafalda en lógica y sentido de la realidad.
Pues bien, en uno de sus encuentros, Mafalda le pregunta a Manolito sobre un recorte de periódico que le tiene absorto. Éste responde que es la cotización del mercado de Valores.
– ¿De qué valores? -pregunta Mafalda-. ¿Morales, espirituales, artísticos, humanos…?
– No, no. De los que sirven -contesta él.
La ética es el fundamento racional de eso que llamamos un «comportamiento moral», derivado de un momento histórico, una cultura y una educación determinados. Ese soporte está en buena medida formado por valores. Los que cada uno vamos interiorizando y poniendo en práctica a lo largo de nuestra vida.
Pero con nuestras buenas y «valiosas» convicciones no siempre basta. Los seres humanos a veces necesitamos la amenaza de la sanción para mantenernos en el camino correcto. De eso se encargan las leyes que casi siempre llegan después, a modo de terapia para un mal ya extendido. La ética, sin embargo, es patrimonio de cada uno, no viene ni impuesta ni del exterior. Por eso, antes que la ley, la primera herramienta con la que contamos para ser «buenas personas» es la ética que, a diferencia de lo que Manolito pensaba, es un valor que sí sirve, y mucho.
Virtual, de virtus = virtud
En estos tiempos, condicionados por un sinfín de nuevas tecnologías con el denominador común de la digitalización de los datos y la comunicación y de la automatización de cada vez más actividades, surgen más y más dilemas y conflictos de carácter ético a los que hemos de dar una respuesta ya, puesto que las leyes que les afectan, en el mejor de los casos, aún están en periodo de gestación.
Cierto es que, al menos, la preocupación por este tema va sumando adeptos. De hecho, incluso las Naciones Unidas, ya el 30 de Junio de 2014, emitió un informe de su Comisionado para los Derechos humanos, titulado «El derecho al a privacidad en la era digital». Los escritos al respecto, sean institucionales, científicos, periodísticos… se suceden. Académicos de prestigio como Alfonso Gambardella reconocen textualmente que «el impacto de la tecnología está cambiando nuestros esquemas éticos y sociales». En suma, la ética, a la vez que da respuestas de urgencia a los nuevos interrogantes de nuestra digitalizada sociedad, se va esculpiendo con el propio cincel de los tiempos.
Tomaré tres de los exponentes principales de este nuevo mundo hiperconectado para trazar algunos apuntes sobre la necesidad cada vez más perentoria que, tanto personal como socialmente, tenemos de poner un contrapunto ético a los conflictos que ya se están provocando.
La nueva comunicación o la intimidad devaluada
Hace algún tiempo, y bajo el título «La comunicación ha cambiado, amigo Sancho» intentaba explicarlo enfrentando a nuestro Don Quijote con realidades como el hipertexto, el share o la multipantalla que son algunos de los renglones que orientan ahora nuestra comunicación. De ellos, quizá la necesidad de compartir, casi impuesta por las redes sociales en forma de share, like, retuit etc. es la que más problemas de tipo ético genera. Decía entonces que «la privacidad está casi dejando de ser un valor, para convertirse en algo innecesario o al menos prescindible; al contrario, el éxito está en que tú y todo lo tuyo se conozca y comente».
En esta afirmación me refería solo a la dejación de nuestro derecho a la privacidad por decisión voluntaria: nos exhibimos de forma consciente, aunque también a veces ridícula, peligrosa e innecesaria. Sea como fuere, ejercemos nuestra libertad personal como emisores y solo en la medida en que tenemos también el poder de dispersar sin control (share) la información que alguien nos ha confiado, nos topamos con la urgencia de aplicar criterios éticos a nuestro comportamiento.
Pero hay otra vertiente conflictiva de la privacidad que es su conversión en precio por parte de las empresas que, a cambio, nos ofrecen sus servicios digitales. Si nos tomáramos la molestia de bucear en los permisos que concedemos a Google, Facebook y, en fin, a cuantas aplicaciones inundan nuestros ordenadores y smartphones, sentiríamos el reflejo instintivo de tapar nuestras partes pudendas para preservar al menos algo de nuestra intimidad. Se dirá que también aquí la concesión es voluntaria. Cierto. Pero no lo es menos que la ética empresarial de algunas de estas empresas queda, si existe, bastante desvirtuada al dejar que prevalezca su afán de acumulación de datos sobre un «valor» como el respeto a la intimidad y actividades de sus usuarios que debería contemplarse por defecto. Ejemplo: la aplicación que convierte mi móvil en una linterna no tiene por qué exigirme el acceso a mis contactos, mi ubicación y mis imágenes almacenadas. Legalmente nada se lo impide, pero no es ético.
La nueva comunicación, sus formas y soportes, ponen por tanto a la ética en permanente exigencia de marcar pautas correctas de comportamiento. Podremos equivocarnos, pero no evadirnos.
El E-commerce, un mercado para conquistar
Ahora el escaparate por antonomasia está formado por una superficie iluminada Full HD, AMOLED, 4K… a la que nos podemos asomar con un simple toque. A través de plataformas como Ebay, además, se diluyen los roles de vendedor y comprador porque en el «comercio» con E todos podemos ser de todo. Así, si en el comercio tradicional el mercado funcionaba con un cierto orden y era el cliente quien buscaba y elegía a su proveedor, ahora el comercio electrónico ha hecho saltar por los aires dichas reglas de juego. Es el vendedor quien debe reconocer y conquistar a su cliente, al igual que ocurría en los mercadillos medievales y aún antes (la profesión de heraldo proviene del kerux griego, como la de pregonero es herencia del praeco romano). La «hipersegmentación» que, por ejemplo, ofrece Facebook a través de sus Custom Audiences van en esa línea. Hemos avanzado en las formas para regresar al principio en el fondo.
Esta captura sigue un proceso: funnel a la búsqueda de leads, lo llaman. Requisito básico para que dicho embudo llegue a buen puerto es la relación de confianza cada vez más estrecha entre comercio y cliente potencial; y dicha empatía, de nuevo, puede lograrse de manera taimada o con criterios éticos apoyados en información veraz sobre el producto y compromiso formal de cumplimiento del acuerdo comercial alcanzado.
El comercio electrónico español vio crecer su facturación un 20,3% interanual en el segundo trimestre de 2016, alcanzado los 5.948 millones de euros según CNMCData. De cara a 2017 se esperan crecimientos superiores al 20%. La magnitud, pues, del fenómeno debería obligarnos a complementar la legislación dedicada nacional y supranacional que ya existe, con algo más, porque, en palabras del profesor Alvaro Pezoa: «una acción empresarial será verdaderamente buena sólo si, al mismo tiempo, lo es desde el punto de vista económico-productivo y moral. Y la rectitud ética implica, a su vez, bondad en la intención, en los fines perseguidos y en los medios utilizados para conseguirlos.»
El internet de las cosas … que van a lo suyo
En la reciente feria CES 2017 se han presentado los artilugios tecnológicos que se supone nos van a acompañar en un plazo más o menos breve de tiempo. Cierto que hay algunos de difícil «digestión» como la sartén que te dice la cantidad y las consecuencias de ingerir lo cocinado en ella, el collar para mascotas que te informa de SU estado de ánimo, o la caña de pescar con mini-submarino incluido para informarte puntualmente de dónde están los peces en busca de anzuelo. Sin embargo, parece que el protagonismo en serio se lo han llevado los coches conectados, por un lado, y Alexa por otro.
Ambos son ya un hecho, aunque con distinto grado de difusión. Los automóviles cada vez tienen más pantallas y menos botones y su funcionamiento depende ya más de un software que de su motor. Para el coche autónomo, no obstante, parece que aún falta.
Alexa es la versión de asistente virtual de Amazon (Apple y Google tienen sus equivalentes en Siri y Google home). Su planteamiento no es otro que permitirnos, mediante la voz y a través suya, ordenar acciones a otros aparatos de un hogar que se supone domotizado. La orden, además, puede emitirse vía móvil. ¿Suena bien, no?
Pero surgen dudas. Por ejemplo: ¿qué hace Amazon con los mensajes acumulados en Alexa? Porque la frecuencia con la que yo ordeno pasar el aspirador o encenderse la cafetera pertenece a mi vida privada… ¿Y qué pasa con todo el resto de información que puede captar a través de sus 7 micrófonos, siempre abiertos salvo que nos tomemos la molestia expresa de anularlos? Amazon asegura que la única constancia de lo grabado queda en el propio aparato y, además, se autodestruye en 60 segundos. Ya, pero en un minuto tales datos en manos de Alexa/Bezos pueden dar varias veces la vuelta al mundo.
Item más, anecdótico pero significativo. Una niña «jugó» con Alexa a comprar, con una simple orden de voz, una casa de muñecas. Naturalmente (recordemos, hablamos de Amazon), a los pocos días la recibía en su casa con la sorpresa que suponemos en sus padres. La travesura se convirtió en noticia en el canal local de TV de San Diego, pero lo que nadie previó es que la repetición por parte del periodista de la frase usada por la niña activó decenas de Alexas de hogares con la televisión encendida y, por supuesto, generó otros tantos pedidos de la misma casa de muñecas. Amazon respondió que, ante este tipo de «accidentes», la devolución de las compras sería gratuita, respuesta que se me antoja algo pobre.
En cualquier caso, ¿no es cierto que, visto lo visto, se abre un campo inmenso a la ética en empresas que tienen en sus manos aparatos que actúan en nuestro entorno más íntimo, el hogar, y lo hacen con un grado de autonomía que no siempre podemos controlar?
Hace unos meses, Accenture publicó un estudio realizado para el Global e-Sustainability Initiative (GeSI), titulado «SystemTransformation: How digital solutions will drive progress towards the sustainable development goals» en el que se pretende demostrar cómo el impacto de las tecnologías digitales puede repercutir en un futuro más sostenible conforme a los objetivos de dicho desarrollo planteados por Naciones Unidas. El estudio no tiene desperdicio y, con un cierto aire triunfalista, afirma que la expansión de soluciones digitales va a mejorar la vida de las personas, impulsar un crecimiento equitativo (que identifica curiosamente con el aumento de beneficios de las empresas de IOT y robótica) y proteger el medio ambiente. No seré yo quien lo ponga en duda y, es más, me apunto al apostolado de tales previsiones. Pero en todo ello, el factor humano, aunque lo dejemos reducido a su representación ética más elemental que consiste, sencillamente, en «portarse bien», me temo que va a seguir siendo el elemento determinante para alcanzar tales deseados éxitos. Y quien dice humano, dice, por supuesto, empresarial, gubernamental, social…
Si, como decía Walt Whitman, el hombre no sólo es eso que se alarga entre su sombrero y sus zapatos, el desarrollo tecnológico no puede ser sólo eso que nos permite una vida más fácil a costa de parcelas de nuestra identidad y nuestra libertad. Hay, además, valores que habrá que conjugar. Sí, porque para eso están y para eso han de servir, como ya intuía Mafalda.
2 Comentarios
Pues cabe añadir a todo esto la brecha digital, muy importante en la misma Estados Unidos…
http://technologyreview.es/negocios/52681/la-brecha-digital-que-condena-a-los-mas-pobres/
Cuando los derechos humanos no tienen caducidad se llama