En la universidad hay talento. Hay mucho talento. De hecho, tanto que muchos son conscientes de que el buque de la disrupción igual ya ha zarpado, también el de la educación superior. La resiliencia de la universidad como institución es importante y su resistencia al cambio acostumbra a ser muy elevada. Aún y así, los que quieren ver constatan que algo serio debe cambiar cuando el conocimiento al que tiene acceso la humanidad se duplica en pocos meses. Lo único consistente es ofrecer a los estudiantes la posibilidad de aprender a aprender (y a desaprender).
La universidad se enfrenta a grandes dilemas que escoden aún mayores desafíos. Muchos equipos de dirección de universidades, preocupados por mantener su liderazgo social, se plantean dilemas como los siguientes:
—Adaptar ágilmente los conocimientos en función de su evolución constante o mantener unos contenidos estáticos, vinculados a las pautas de la acreditación académica por parte de administraciones cada vez más anacrónicas.
—Definir procesos de aprendizaje flexibles y personalizados o mantener propuestas de formación rígidas y estandarizadas.
—Formar para la hiperespecialización o formar para aprender a aprender.
—Ser locales o ser globales, adoptar formas académicas transnacionales para proveer una formación lo más global posible a sus estudiantes.
—Priorizar en instalaciones o en la captación de talento.
—Ser muy sociales y no ser rigurosos con la excelencia, o apostar por la excelencia a riesgo de parecer elitistas.
—Ser muy exigentes con los alumnos (por ejemplo, un buen modelo de Flipped Board Class) y por consiguiente también con los profesores o aceptar un dedicación discreta de unos y otros.
—Aupar los propios doctorandos a plazas de profesor (endogamia asegurada) o apostar por una meritocracia dura —no contratar ningún doctorando de la universidad hasta al cabo de unos años y en el marco de la competencia internacional.
—Plegarse a multiplicar la normativa propia y la de la administración o emprender un camino radical de desburocratización. Burocracia o Agilidad.
—Apostar por el máximo consenso interno o bien hacerlo por la máxima diferenciación posible. A más consenso menos diferenciación.
—Repartir los recursos de la universidad igualitariamente para todos o hacerlo parcialmente, recursos en función de resultados.
—Estrategia o planificación.
—Corporativismo (inercias del statu quo) o innovación.
—Mantenerse en el paradigma de la complicación —enfrentar problemas— o abordar el nuevo paradigma de la complejidad —enfrentar dilemas—.
—Ver a los alumni como potenciales clientes esporádicos o verlos como personas necesitadas de cubrir transiciones profesionales frecuentes y complejas.
—Considerar el Big Data y la Inteligencia Artificial un campo de estudio o hacerlo como herramientas clave para cualquier docencia o investigación de calidad.
—Adherirse a la letanía de la triple hélice —que funciona bien en muy pocos ecosistemas de innovación— o buscar un camino genuino de relación con la empresa que realmente ofrezca resultados.
—Confundir la libertad de cátedra a la hora de investigar con un buen diseño de la investigación. La libertad nunca debería ser excusa para la falta de calidad.
—Transitar o emprender.
—Inspirar a la sociedad o darle lecciones.
En esta universidad de los dilemas hay gente que no continua. Que dimite de la alta autoexigencia que supone adaptarse a un conocimiento que cambia aceleradamente y a unas tecnologías que reescriben la relación de las personas y las máquinas. El peor día de un profesor es el que pierde su pasión por aprender. ¿Cómo personas despojadas de anhelo por estar al día pueden trasladar a los estudiantes aquello que será fundamental para sus vidas: aprender a aprender?
Fuera de focos, en conversaciones privadas, muchos directivos universitarios están muy preocupados por esta franja de profesores que se acomodaron —no es cuestión de edad, es apego a la zona de confort. Protegidos por culturas corporativistas, algunos profesores transitan por la universidad ocultando su dimisión de aprender con una gran actividad política interna. Quizás no investiguen, pero acostumbran a ser creadores compulsivos de normas. Cómo si haciendo norma sobre norma quisieran levantar un muro al tsunami de cambios que nadie puede esconder. Nadie los va a echar, pero el daño que hacen a la institución es enorme. Todos saben quien son, pero la universidad no es de señalar. Repito, no es cuestión de la edad, es cuestión de autoexigencia.
Por suerte hay otra cara de la universidad. El talento que, en cualquier edad, lo da todo. Son esos profesores e investigadores que ven su vida como un sendero marcado por el aprendizaje. Un sendero que recorren invitando a sus alumnos a compartir algunos tramos. Dan clases magistrales pero sobretodo son un ejemplo magistral. Son esos maestros que saben que la humildad es el camino a la sabiduría, igual que la arrogancia es un pacto con la mediocridad a medio o largo plazo.
En la universidad, hay quien hace las cosas bien y dejan huella —sus clases son memorables, aconsejan a sus alumnos, investigan, publican, divulgan, son capaces de trabajar con empresas. Están a las antípodas de los que exigen que se les motive para todo. En la universidad anidan verdaderos maestros y son los que, casi sin tiempo para asistir a los claustros, la rescatan de la mediocridad.
La diversidad de talento que hay en una universidad solamente es comparable a la diversidad de sus esfuerzos. Hay personas sabias y autoexigentes que conviven con quien dimitió de cualquier aspiración de excelencia y hace lo mínimo —y en algunas universidades lo mínimo es para sonrojarse.
La universidad tiene un futuro enorme si sabe resolver sus dilemas del lado de la exigencia de los tiempos. Esta vocación de adaptación a contextos muy cambiantes requiere más de liderazgos transformadores que de asambleas donde tan sólo se perfecciona la queja y nunca se enarbola la autoexigencia. Ante lo que viene, que no es poco, muchas universidades se bloquearán a sí mismas. Enfilarán la estrategia de la queja continua, estructural. Cuando quieran afrontar los dilemas será tarde. Se producirán con grandes prosopopeyas pero acabarán provincianas y mediocres. Se escudarán en que hacen una apuesta por la proximidad, por lo social, por lo inclusivo. Serán cada vez más insignificantes. De la única forma que una universidad puede servir a su comunidad es desde la autoexigencia y la excelencia, nunca desde la endogamia y la mediocridad.
La mediocridad en la universidad es una decisión colectiva cómoda, indolora, casi imperceptible. Por el contrario, afrontar la nueva complejidad es emprender una ruta de gran autoexigencia personal y colectiva. Sin autoexigencia no hay adaptación. Sin liderazgos consistentes capaces de dar ejemplo, no hay autoexigencia.