Estos días son de evaluación de propósitos logrados, deseos insatisfechos y experiencias desgranadas a lo largo del año. Estamos de examen a la espera de nota… Y la mía es que estamos ensimismados, mirándonos al ombligo de nuestra omnipotencia tecnológica y nos falta, a lo mejor, mirar también al frente, hacia un futuro que va definiendo sus líneas maestras y cuyo control se nos va de las manos.
No sé muy bien cómo llegó a mis manos. Solo recuerdo que fue hace unos años y que venía ya con unos cuantos kilómetros escritos a sus espaldas. Por eso hoy le cuesta encontrar apoyo entre mis dedos, de lo que se ha ido empequeñeciendo con el tiempo. Eso sí, mantiene el orgullo de ostentar sus dos colores, uno a cada extremo, lo que le da un cierto aire de infinitud, de no contar con más límite que la necesidad de girarlo en la propia mano para cambiar en una pirueta la forma de enfrentarse al papel. Y, junto a ello, exhibe satisfecho unas minas que no conocen más afilador que la navaja; si hay que “sacarle punta” deber ser a la vieja usanza, arrancándole las virutas una a una para descubrir el grafito que esconde su envoltura de madera. Es un lápiz cuyos extremos no son límites sino puertas a la escritura, en rojo por un lado, y en azul, por otro.
Lo uso en ocasiones puntuales. De hecho, está especializado en corregir exámenes. Será que me siento más justo con él en mis manos, mientras subrayo en rojo las respuestas correctas, marco errores ortográficos, destaco conceptos o anoto al margen consideraciones que justificarán la calificación. El otro lado, el azul, lo reservo para poner la nota con ese trazo áspero y ancho que me impide dejar lugar a dudas en ese momento definitivo.
En el último examen que hace unos días puse a mis alumnos les pedí comentar la relación que creían que tenía e iba a tener en el futuro la Inteligencia Artificial y la Ética, apuntando algunos casos en los que quedaba claro que, de momento al menos, su convivencia es algo tormentosa. El caso es que, mientras corregía, me vino a la mente que quizá ese lápiz bien podía ser un símbolo de las referencias éticas que necesitamos para no desviarnos de lo correcto, de los valores permanentes, aunque admitan “colores” diversos, de la conducta bien afilada, pero no de manera estándar y uniforme sino asumiendo imperfecciones sin por ello dejar de avanzar… Sí, a lo mejor la Ética es como mi lápiz azul y rojo, útil para evaluar, corregir y calificar comportamientos, tanto personales como colectivos.
… Y si mi lápiz se vestía de Ética ¿dónde encontrar la metáfora de la Inteligencia Artificial con la que se enfrentaba? No tardé en descubrirla en la mirada curiosa y cejijunta de Roy, cuyo rabo se movía al ritmo de sus expectativas de un paseo o una caricia. La Ética como juez; la IA como esperanza. Aquélla, densa e inquisitiva; ésta, como reclamando nuestra atención sin despegarse de nosotros.
El caso es que ahora el examen es otro. No es que me seduzca, pero estos días son de balance desde que aceptamos que doce meses es el plazo idóneo para evaluar propósitos logrados, deseos insatisfechos y experiencias desgranadas a lo largo de 365 días. Es momento de usar el rojo de mi lápiz para marcar, sobrado de osadía por mi parte, lo que creo que ha supuesto el año que termina. No hay otro criterio que mi percepción y el análisis que he venido pergeñando estos días entre el mazapán y los peces en el rio.
Como niños con zapatos nuevos… y alguna ampolla.
Para empezar, creo que seguimos en el intento de descubrir y diseñar la mejor forma de asimilar los cambios que la tecnología digital está introduciendo en nuestras vidas. Nos ha venido así, de sopetón, se ha colado en los recovecos más íntimos de cada uno, ha parido una generación “pixelada” y, lo que es aún más llamativo, nos atrapa de tal forma que hace casi imposible emitir sobre ella un juicio medianamente imparcial y objetivo.
Lo digital ha dejado de estar protegido por el escaparate de la innovación con su etiqueta de “novedad”, para ser saqueado por todos, en el mejor de los sentidos, y aun sabiendo que el precio es nuestra intimidad y no poca dependencia.
Estamos con el juguete nuevo al que hemos colocado ya en el centro de nuestro “bienestar”. Casi cualquier creatura que salga de la imaginación habrá de contar en algún momento con un algoritmo. Podríamos pintar la Gioconda, que hoy no sería casi nada sin pasar antes por Instagram. Ya no hay avance científico que no se apoye en un software. Y nos queda poco margen para conocer a nuestros semejantes sintiendo su aliento y el roce de su piel como no sea de forma virtual.
Por suerte aún hay reductos en los que la euforia digital deja un hueco al análisis crítico para tomar el fenómeno en su justa medida. Y es que los cambios de este calibre siempre han sido de digestión lenta. La historia de la humanidad está llena de “atracones” que luego han necesitado reposo para exprimir sus ventajas y cribar sus errores. Así ha sido desde el descubrimiento de América a la Revolución Industrial, y en esas estamos ahora. Comencemos a escuchar, pues, a quienes diseccionan la tecnología digital para descubrirnos su realidad, en lo bueno y en lo malo, porque –eso me temo—este matrimonio sí va a durar “hasta que la muerte nos separe”.
¡Quién manda aquí!
Hechos como lo acontecido con Cambridge Analityca, las sanciones de la UE a Google por violar las reglas antimonopolio, el uso de la Inteligencia Artificial para el seguimiento e identificación de los ciudadanos por parte de algunos gobiernos, la violación de la intimidad como exigencia de ciertas apps para su funcionamiento y tantos otros, nos dan la dimensión del trasvase de poder que estamos permitiendo en favor de las máquinas. Lo cierto es que confiamos en ellas cada vez para más decisiones, sin que sepamos aún cómo sustituir y justificar en nuestra conciencia esta dejación de responsabilidades.
Facebook, Amazon, Google… deciden qué amigos me convienen, qué compras debo hacer y qué respuestas merecen mis dudas. Yo decido que ellos decidan, y lo hacemos, como los niños pillados en plena travesura, confiando en que el “yo no he sido” o, como mucho, el “ha sido sin querer” nos exima de responsabilidades ante un posible desastre. Tenemos una vida cada vez más programada y eso no sería malo necesariamente si con ello consiguiéramos no tener que preocuparnos por los automatismos de nuestro día a día para disponer así de un margen mayor para la convivencia, la creatividad, el espíritu, en fin, sin más límite que nuestra libertad ni más programación que nuestra responsabilidad.
Economía y política necesitan terapia de pareja.
Se miran con recelo, ¡qué le vamos a hacer! Están condenadas a convivir pero rara vez se les ve ir del brazo, apoyarse una a la otra, lanzarse miradas cómplices (como no sea de esa complicidad malsana y corrupta). Y mientras tanto, el ciudadano sigue acarreando con la fragilidad de la primera y la inoperancia de la segunda.
En realidad, las “malas” no son la Economía y la Política, poco más que entelequias necesarias, incapaces de nada mientras alguien no las toma por su cuenta y las esgrime al socaire de una ideología, un partido o una cuenta de resultados. Los actores son quienes se mueven en los respectivos escenarios, el político y el económico, y quienes con frecuencia se olvidan del público al que solo queda esperar al fin de la representación para expresar su juicio, cuando ya no tiene remedio. El ejercicio del voto, como el del consumo, son siempre una apuesta que puede o no salirnos bien. Al menos la decepción de una compra tiene la posibilidad de la devolución; ¡ojalá los políticos electos fueran también “retornables en su envase original”; pero no, su obsolescencia no está programada porque su tendencia natural es a quedarse.
Siento que me salgo del tiesto de la empresa, el marketing y aledaños en los que debo moverme, pero que arranca un nuevo año –como cuando uno alcanza ya cierta edad—creo saludable expresar mi decepción por no ser capaces de dar el poder político a gente capaz y por mirar a otro lado cuando el mundo económico se atrinchera en su gueto y, lo que es peor, porque hemos convertido este vertedero de hipocresía en nuestra zona de confort. (Fin del desahogo).
El marketing que conocisteis…
En estos últimos tiempos, el marketing se teje –a veces se deshilacha—con multitud de conceptos nuevos, herramientas algorítmicas, previsiones que anulan la intuición para dar protagonismo al dato, y una creatividad en mensajes y estrategias que pugna por hacerse un hueco entre tanto “data driven”. Los insights, en otro tiempo el santo grial de la publicidad, son puro cálculo y el “salto creativo” del briefing al claim es siempre con red. Quizá antes pecábamos de exceso de pirotecnia y ahora no sabemos hacer nada sin un extintor a mano.
Creo que esta ciencia del marketing está avanzando hacia fronteras que aún no imaginamos. Desde David Ogilvy a hoy los eslabones que unen producto con consumidor se han hecho más y más complejos. No es porque nuestras motivaciones, emociones o razonamientos sean diferentes. Que se sepa nuestra masa cerebral apenas ha cambiado en los últimos miles de años y nuestras respuestas emocionales quizá han mejorado en sofisticación y expresividad pero no en su raíz. El motivo es que el campo de batalla en el que las estrategias de marketing deben ahora moverse es infinitamente más complejo y nosotros mucho más distraídos.
Digo esto porque observo un cierto conservadurismo en las estrategias que las empresas ponen en marcha para conquistar su parcela de mercado. La paradoja es que, ante una competencia mucho más abundante y especializada, parece recomendable adoptar posiciones más arriesgadas, pero no; salvo excepciones, a la creatividad parece costarle mucho más sorprender, y a los gurús de la estrategia les da miedo salirse del carril de la analítica. El motivo es obvio: hay mucho en juego. Perder ahora tu nicho suele suponer no recuperarlo nunca. Los errores se pagan más caros y, por si fuera poco, creo que también el marketing está virando hacia lo “políticamente correcto” porque ahora el consumidor tiene línea directa con la marca y ostenta el poder de difundir su opinión, por muy peregrina que sea, sin cortapisas. Las reglas del juego marketiniano están cambiando y nos hallamos en pleno proceso de adaptación.
… Y en 2020, más.
Ignoro qué nos deparará el 2020, pero algo me dice que más de lo mismo. Puestos a desear, me conformaría con que los Reyes Magos (sí, esos tres que llegan en camello y de los que me fio más que del barbudo al que la Coca-Cola disfrazó de tal guisa) nos trajeran bien repartida algo de coherencia y de sentido común. Estamos ensimismados, mirándonos al ombligo de nuestra omnipotencia tecnológica y nos falta, a lo mejor, mirar también al frente, hacia un futuro que va definiendo sus líneas maestras y cuyo control se nos va de las manos. Vamos teniendo claro todo lo que vamos a tener pero no cómo vamos a ser. En un plazo de tiempo no muy largo, el Internet de las cosas, el blockchain y la inserción de procesadores en nuestro cuerpo para reforzar (¿?) nuestra capacidad analítica y de cálculo, así como para aumentar nuestros recursos físicos van a significar una nueva identidad para nuestra civilización y para el mismo ser humano. No es la primera vez que esto ocurre, pero sí está suponiendo el cambio más rápido jamás experimentado.
El año que empieza nos mantendrá atentos a la pantalla, pero conviene que, en vez de simples espectadores, seamos protagonistas de esta revolución. Que, superado el periodo de “jugar a marcianitos”, empecemos a entender que la visión de nosotros mismos y lo que nos rodea, con todas sus novedades, deberá hacerse desde una mirada humana y natural (ni virtual, ni artificial). Solo así, creo desde mi ignorancia y mi inquietud, seguiremos teniendo el control y la posibilidad de hacer con ello algo bueno.
Mi lápiz azul y rojo, una vez más, me ha ayudado a tomar estas notas. Roy, por su parte, se limpia el bigote y parece guiñarme un ojo.