Marco Pancini, responsable de Asuntos Públicos de YouTube en Europa, Oriente Medio y África afirmó recientemente que, mediante herramientas machine learning y el apoyo de sus propios expertos, la empresa había detectado y eliminado más de 200.000 videos relacionados con información peligrosa o engañosa sobre el coronavirus. Eso supone, según él, actuar sobre nueve de cada diez mensajes falsos.
Por su parte, un equipo de investigadores de Oxford analizó más de un millón de vídeos sobre el coronavirus publicados en dicha plataforma durante varios meses en la primera ola de la pandemia —entre octubre de 2019 y junio de 2020—. Concluyeron que, a pesar de los esfuerzos de You Tube, estos vídeos fueron vistos por cientos de miles de personas, sobre todo porque la compañía tardó un promedio de 41 días en señalarlos y eliminarlos.
Si retrocedemos unos años, hasta la guerra de Afganistán, el profesor Jörg Becker en un reciente artículo, “Comunicación en tiempos bélicos”, dice textualmente:
“En la guerra de Afganistán se transformaron definitivamente en algo normal y cotidiano la propaganda, las desinformaciones intencionadas, las mentiras, las falsificaciones, las disipaciones, las manipulaciones, la retención de informaciones, la censura, las presiones en contra de periodistas críticos y dueños de medios menos dóciles, las escuchas estatales del tráfico de telecomunicaciones, los vídeos de aviones de combates producidos con anticipación por el Pentágono, etc.”
En esta particular “marcha atrás”, todos parecen coincidir en que fue en la Guerra del Golfo, en 1991, cuando se inició el camino de la desinformación. La profesora Martha Cabrera lo plantea sin dudar: “El cambio en la estrategia comunicacional en la Guerra del Golfo descansa básicamente sobre la premisa de que toda la información que se transmitiera desde el terreno debía ser sometida a control.”
En la terrible pandemia que estamos padeciendo, algunos de nuestros políticos se han empeñado en convencernos de que esto es una guerra que solo venceremos si obedecemos ciegamente sus órdenes.
Evito detenerme en las distintas viñetas que este comic propagandístico nos ha deparado en los últimos meses, pero las reseñas de esta historia reciente nos sitúan ante un modelo de comunicación en el que los hechos tienen ya el significado y la interpretación que previamente se ha decidido. Dado que no todos los acontecimientos son controlables –la historia se construye a medias entre la improvisación y un guion previsible— la “adaptación” ha de producirse en el paso siguiente, ese en el que el hecho se transforma en noticia… que sí se puede fabricar “a medida”. Tal y como hemos visto, ha ocurrido antes pero también está ocurriendo ahora. De hecho, el asunto de estas líneas es aproximarnos a las características y consecuencias reales que, en mi opinión, está teniendo la estrategia de comunicación seguida por el Gobierno y los Medios de comunicación a propósito de la COVID-19.
Todo bajo control
Es curioso que en estos tiempos convivan en aparente armonía dos formas de comunicación tan dispares como normalizadas. Ponemos cualquier programa informativo en TV y es fácil que nos encontremos con noticias que se ilustran con imágenes temblorosas tomadas con el móvil de un ciudadano que pasaba por allí, justo cuando unos vándalos reventaban un escaparate o la policía disparaba a unos supuestos terroristas en búsqueda y captura.
Es el hecho convertido en noticia sin efectos ni disfraces. Información pura y dura, como mucho complementada por el contexto que aporta el periodista. Sin embargo, la noticia siguiente consiste en un gráfico con simples cifras: 483 muertos por el coronavirus el día de hoy, 43.723 fallecidos en España en los últimos 5 meses, contagiados el 63% de ancianos en las residencias… y así otras infografías animadas con diversos cálculos, porcentajes, estimaciones, etc.
La diferencia entre una y otra información es la que hay entre los hechos que vemos y la noticia que nos cuentan.
Los buenos publicistas saben que controlar la mente humana, y por tanto la respuesta de la masa, no es demasiado difícil. Hay que acertar, eso sí, con la tecla emocional que produzca las oportunas reacciones químicas y neuronales conducentes a la reacción buscada. Una de las emociones más fuertes es el miedo al dolor en sus múltiples variantes. El dolor se puede explicar pero cuando se enseña de la forma más fiel posible, aunque sea tras el cristal de una pantalla, el efecto miedo es inmediato.
Aquí, los emisores de la información sobre la pandemia (Gobierno y medios de comunicación) han intentado explicarnos el dolor que produce, y muchas semanas después aún hay millones de ciudadanos insensibles al miedo que deberían sentir, a juzgar por su comportamiento.
Es porque la forma racional en que nos lo cuentan no da con la tecla emocional reactiva: no hemos visto apenas féretros, solo alguna imagen lejana de UCIS, apenas alguna lágrima y, eso sí, hileras de camas vacías en instalaciones recién inauguradas.
¿Dónde están los muertos, los huérfanos, las familias rotas, los médicos y enfermeras extenuados, los cementerios…?
Se ha producido, como ocurre cada vez con más frecuencia, una burbuja informativa que desbroza y filtra los hechos y su representación mediática conforme a los intereses de unos y otros, que se arrogan el poder de dosificar los derechos del resto.
Los números ya no cuentan
Hay que reconocer, sin embargo, que la pandemia se está retransmitiendo en directo, diría que no tanto en versión completa sino en formato “tráiler”. Es la primera evidencia que se constata: su omnipresencia como noticia de cabecera en todos los medios, todos los días.
Ello deriva en hastío y cansancio por parte de los ciudadanos y, lo que es peor, a partir de ahí, el efecto es la distorsión del impacto, que se difumina entre mensajes y puestas en escena repetitivas.
Los 2.996 muertos en los atentados del 11-S fueron un trauma colectivo y a nivel mundial. En España, los atentados de Atocha produjeron 193 fallecidos y este país se encogió de dolor y rabia. Hasta estos primeros días de Diciembre el Coronavirus ha provocado 46.038 muertos y la reacción colectiva es cuando menos tibia. La diferencia es obvia: los anteriores los vimos, estos nos los han contado.
La burbuja informativa y la reducción de los hechos a unos datos numéricos provoca la pérdida de noción de la realidad. Estamos en una sociedad cada vez más sustentada por eslóganes y estadísticas. Se está desvirtuando la verdad a base de gráficos y cifras.
Ya no hay pobreza sino PIB, no hay muertos por la pandemia sino curvas que doblegar, no hay democracia sino mayorías, no hay frustración sino ciclos históricos. El lenguaje se está tuneando al gusto de intereses que buscan anestesiar a la sociedad edulcorando los hechos, filtrando la verdad, disfrazando el lenguaje en todas sus versiones.
Por eso también los debates en torno a esta pandemia son de alguna forma ficticios, porque se sustentan sobre medias verdades que desvirtúan cualquier intento de opinión bien fundada.
Creímos que con la instantaneidad informativa que hoy disfrutamos gracias a la tecnología y la globalización ya nunca más iba a ser necesario revisar la historia cuando este presente que vivimos se vaya alejando hacia el pasado.
Me temo que no será así. Nuestros descendientes llegarán a la verdad de la pandemia que el mundo sufrió en los años veinte del siglo XXI solo si se olvidan de lo que entonces se contó de ella.