«Uno es de donde estudia el bachillerato.» Max Aub
Durante estos años, y más concretamente desde la eclosión digital en nuestra vida contemporánea, he acumulado buenas prácticas y experiencias sobre la relación entre los lenguajes artísticos y el activismo. De ahí, el título de este libro.
Este trabajo humilde es una aproximación a cómo la renovación de los lenguajes políticos, con el injerto artístico y la dimensión digital, pueden renovar no solo la comunicación política… sino, incluso, la práctica política. Esta es la tesis de las páginas que siguen a continuación.
Pero debo hacer una pequeña confesión: este libro tiene anclajes y trazas en mi vida personal y profesional. Quiero advertir de ello a las personas lectoras para que sepan, anticipadamente, que las reflexiones y pistas aquí recogidas son parte de una intuición y obsesión vital sobre la trascendencia del lenguaje —y sus formas— en los procesos de renovación y transformación social. Pido disculpas por esta intimidad. Es un libro personal de un profesional, más que uno académico. No se preocupen, mi historia no aparece más allá de estas primeras líneas, pero sí explica mi motivación por este libro y mis intereses.
Era un buen dibujante. Bastante bueno. Nací en 1960 y mi formación con los salesianos fue definitiva. Los carteles de las aulas y tableros de la escuela eran una poderosa ventana al exterior. Nunca unos muros abrieron tantas mentes. Con 13 años ya estaba muy implicado en una visión del mundo comprometida en lo social y activa en lo político. Desde la Teología de la Liberación hasta la lucha por las libertades políticas en Catalunya y España. Aportaba algo singular, personal. Una muy buena capacidad artística y gráfica, buena caligrafía y gestualidad, lo que me llevó a diseñar y ejecutar todo tipo de soportes: desde pancartas, pintadas, murales, octavillas, revistas con ciclostil e intervenciones plásticas diversas.
De la parroquia a los partidos políticos. De la escuela al asociacionismo vecinal. Era popular por ello. De aquella época recuerdo el Letraset como un arma revolucionaria imbatible.
Y hacía fotocopias de aquellas láminas para multiplicar las letras disponibles, retocarlas y rellenarlas de negro, recortarlas minuciosamente y engancharlas con las originales para alargar el material. No sé si se pueden imaginar aquello…
Acabé el bachillerato en plena ebullición personal y decidido a profundizar en mis habilidades, pero todavía más, a ponerlas al servicio de causas diversas que me excitaban y me interpelaban. Me matriculé en La Massana (escuela universitaria de arte y diseño de Barcelona) y no culminé ni el primer curso. Había quedado atrapado en la vorágine activista y en una desbordante militancia que me absorbía sin descanso. Más diseños, más dibujos, más carteles, más acciones. Aquello no acabó muy bien, pero eso es otra historia que no tiene ya interés. Nunca más volví a la universidad, lamentablemente.
Admiraba la capacidad de conmover con la síntesis artística. De concienciar con el trazo, de movilizar con el lenguaje.
Me instalé como diseñador gráfico. Con una concepción minimalista y, siempre, con una fuerte carga ideológica en mis soluciones. Mis diseños eran una extensión de mis palabras y reflexiones. Diseñaba lo que escribía. Por eso fue fácil —y natural—, con los años, volver a lo esencial, a lo nuclear: el lenguaje. Por esa época, la poderosa influencia de la poesía visual de Joan Brossa, las obras caligráficas de Antoni Tàpies, o el enorme talento del caricaturista e ilustrador Saul Steinberg, entre otros, me marcaron con una gran pasión.
Gozaba descubriendo —o creyendo que lo conseguía— las palabras ocultas, las ideas subyacentes a aquellas obras. Entender más allá de lo que veía o sentía. Descubrir el enigma, el secreto del artista, su magia.
Y ahí sigo, como asesor de comunicación. Atrapado entre las palabras y sus metáforas, como un poderoso vínculo emocional con aquellas imágenes que diseñaba y me hicieron crecer y ser feliz. «Somos lo que hacemos cada día. De modo que la excelencia no es un acto, sino un hábito», decía Aristóteles.
Ludwig Wittgenstein, el pensador austríaco que intentó definir la lógica del pensamiento humano escribía, ya en 1921, «que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo». Definitivamente, el mundo ha cambiado mientras que el lenguaje político parece haberse reducido en una versión inservible, caduca y previsible.
La política democrática y reformadora se ha quedado sin vocabulario, sin sintaxis, parece que se conforma con la gestión de la ortografía. Volvamos a las palabras y a sus texturas, formas y plasticidades. Avancemos, sin temor, a reencontrarnos con los lenguajes artísticos para renovar nuestra visión del mundo. Para romper los límites: los autoimpuestos, los forzados.
Muy pocos años antes de Aristóteles, Confucio ya nos advertía de la importancia del lenguaje. En el libro XIII de los Anales, Tzu-Lu pregunta a Confucio: «Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? El Maestro dijo: La reforma del lenguaje». El filósofo chino otorgaba al lenguaje un papel esencial en el gobierno de una nación. Los preceptos básicos de esta corriente son esencialmente humanistas y hablan de cómo debe relacionarse el ser humano con sus semejantes. Hace referencia a los valores, virtudes, relaciones… a cómo desarrollar una buena conducta en la vida y un buen gobierno basado en la caridad, la justicia, y el respeto.
Valores que tienen en el lenguaje un pilar fundamental, ya que este expresa la calidad moral del que habla:
«Si el lenguaje carece de precisión, lo que se dice no es lo que se piensa. Si lo que se dice no es lo que se piensa, entonces no hay obras verdaderas. Y si no hay obras verdaderas, entonces no florecen el arte ni la moral. Si no florecen el arte y la moral, entonces no existe la justicia. Si no existe la justicia, entonces la nación no sabrá cuál es la ruta: será una nave en llamas y a la deriva. Por esto no se permitan la arbitrariedad con las palabras. Si se trata de gobernar una nación, lo más importante es la precisión del lenguaje».
Como ven, el tema no es nuevo.
Mi aproximación es que el deterioro de la política democrática —y de su comunicación, de la que hablaremos más adelante— es debido, en parte, al deterioro de las palabras, del lenguaje. Por eso, no es irrelevante ni extraño que, desde la crisis de 2008, los movimientos sociales y políticos, que van desde el 15M, Occupy Wall Street o Ni una menos, hayan explorado el activismo con una fértil renovación del lenguaje y de los formatos.
Estos activismos usan la plasticidad estética de las artes (escénicas, literarias, plásticas, entre otras) para despertar, señalar, conmover y movilizar. De ahí, el nuevo palabro: ARTivismo (arte + activismo).
No es la intención de este libro debatir sobre qué es, y qué no es el ARTivismo. Sé que su definición genera per se un debate que tiene diferentes abordajes. Tampoco va de arte político, ni de los y las artistas comprometidos, aunque muchas acciones están inspiradas en sus obras y experiencias. Va de los activistas que, en todo el mundo, hibridando lo analógico y lo digital, exploran sus potencialidades artísticas para ser más efectivos y visibles en su compromiso social y político.
Este trabajo va de los y las artistas anónimos que descubren el potencial de lo estético y se descubren a sí mismos con talentos inéditos. Intentaré aproximarme, con ejemplos muy diversos, a un repertorio de plasticidades que muestren un itinerario posible para la renovación de la política, a través de la reinvención de la comunicación.
Es también un pequeño homenaje a los que miran, acompañan, difunden. Por cada actividad, hay el reconocimiento de la labor por parte del que no es protagonista. Es decir, un cartel no es solo de quien lo pinta, también están todos los demás colaboradores y luego el público que lo ve. Este libro es para todas estas personas, para las que no se conforman con lo establecido, conocido y previsto. Para las que quieren cambiar el mundo, aunque sea un milímetro. Como dice James Baldwin, uno de mis referentes: «Escribimos para cambiar el mundo […] El mundo cambia en función de cómo lo ven las personas y si logramos alterar, aunque solo sea un milímetro, la manera como miran la realidad, entonces podemos cambiarlo».
Espero que este libro ayude.
Este artículo forma parte de la introducción del libro ARTivismo. El poder de los lenguajes artísticos para la comunicación política y el activismo, de la mano de Editorial UOC.
Te invito a ver el vídeo de su presentación.