Se titulaba “Rosumori Umelí Roboti” (Robots artificiales –o universales– Rossum), pero Karel Capek, su autor, es sobre todo recordado por acuñar en dicha obra de teatro el término “robot”, derivado del checo robota y que significa ‘trabajo duro’.
La obra nos sitúa en una fábrica de humanoides sintéticos, una especie de ciborgs a la inversa, que, buscando liberar a los humanos de la atadura del trabajo se acaban convirtiendo ellos mismos en una clase oprimida. Es un alegato contra el maquinismo surgido al final de la primera revolución industrial que soñaba con excluir al hombre de los procesos productivos.
Con el tiempo, la ficción ideada por Capek se ha hecho en parte realidad.
Se puede llamar Roomba o Google Maps pero, en cualquier caso, los robots de nuestro tiempo obedecen todos a un mismo concepto e idénticos fundamentos. Son máquinas programables capaces de realizar determinadas tareas de manera autónoma y responden a una tecnología preparada para recoger datos, interpretarlos y actuar según se ha programado previamente.
Si nos fijamos, los humanos hemos aplicado a la robótica, tomada aquí como representante de la tecnología digital en general, nuestra misma estructura y construcción. Salvando los matices que luego veremos, un robot es una réplica de parte de nuestras capacidades, al que hemos conseguido incluso dotar de una cierta percepción del error y la autocorrección.
Nosotros recibimos los datos del exterior a través de los sentidos, al modo en el que el Roomba “siente” un obstáculo en su recorrido por medio de sus sensores. La elaboración “inteligente” que le permite a éste interpretar la información y decidir un comportamiento, representa de forma bastante fiel el propio funcionamiento de nuestra inteligencia. En definitiva, nuestra vida es un bucle continuo que va de los datos que traducimos según nuestro “saber y entender” al comportamiento que decidimos como respuesta. Nuestra relación con el entorno —incluido el interno—se basa en dicha secuencia.
Pero hay matices y son importantes, porque donde la máquina termina es donde empieza lo que a los seres humanos nos hace diferentes. La réplica, por tanto, es solo parcial. Aún no hemos sido capaces de alimentar a un robot con los algoritmos de la libertad, la voluntad o la emoción. Ni con el poder de elección, la autonomía de decisión y la inclusión del sentimiento como desencadenante posible de las dos anteriores.
PREGUNTA 1.- Y el hombre creó máquinas a su imagen y semejanza… ¿o va camino de ser al revés?
Hablemos de educación…
Cuando hacemos un robot nos miramos en el espejo de nuestra naturaleza pero el desarrollo tecnológico nos tiene tan obnubilados que nos hemos dejado auto-seducir por él. Estamos aplicando a nuestra responsabilidad más decisiva, la educación, esquemas propios del maquinismo.
Ginni Rometty, presidenta y CEO de la compañía IBM hasta marzo de 2020, aducía que los problemas de inserción laboral de los egresados de escuelas y universidades residían en un exceso de foco en la tecnología y, por contra, en el escaso valor formativo dado a las habilidades que el próximo futuro requería. A partir de ahí, lanzó la idea del New Collar, un programa formativo que… “It’s not about degrees, it’s about SKILLS”. Ella misma lo justificaba así:
«A medida que las industrias son remodeladas por la ciencia de datos y la computación en la nube, se están creando empleos que exigen nuevas habilidades, lo que a su vez requiere nuevos enfoques para la educación, la capacitación y el reclutamiento».
Según esto, parece lógico aspirar a que la respuesta docente adopte las exigencias del futuro productivo inmediato como “programa”. ¿No habíamos quedado en que la formación ha de perseguir, sobre todo, garantizar la empleabilidad futura de nuestros hijos? Pues no parece ésta mala fórmula para lograrlo.
Sin embargo, me temo que el protagonismo de las “habilidades” en la formación no hace sino reproducir en los seres humanos lo que ya incluimos en las máquina inteligentes, progresivamente más sofisticadas y capaces:
nuestro robot no solo aspira sino que también escanea las habitaciones, friega, se controla desde el móvil y va solo a su estación de carga…, como a los aspirantes a un puesto de trabajo ya no solo se les pide carnet de conducir sino también dos idiomas, programación en SQL y don de gentes.
Esta visión tecnologizada de la educación —que no se queda en las herramientas sino que llega hasta sus fundamentos– se nota también en la preeminencia de la estadística como recurso de valoración cualitativa. El Big Data ha llegado al sistema docente de forma que estudiante y profesor han de someterse a una mutua evaluación. Como apunta D. Verene (The art of Humane Education):
“El profesor se ha convertido en un miembro más al servicio de la industria de consumo que debe demostrar que los servicios que aporta están funcionando correctamente, de ahí que necesite el ser evaluado con buenas puntuaciones”.
PREGUNTAS 2 y 3.- ¿Acaso entendemos la educación como una simple “programación” y su valor como un porcentaje estadístico? ¿Nos hemos olvidado que si somos humanos somos distintos a un robot?
Para el futuro les damos una caja de herramientas, no un manual de instrucciones.
De acuerdo. Podemos aceptar que el trabajo en las aulas tiene similitudes con la labor en una fábrica. A fin de cuentas, hay materia prima, procesos, una suerte de control de calidad y un “producto” terminado que ha de salir al mercado en este caso laboral. Sé que suena raro, pero esto es lo que se deduce de la visión meramente “habilitadora” de la educación. Por ello, conviene recordar que la vida útil de un producto no llega hoy a los cinco años porque la dinámica de cambio es una constante, en especial respecto al talento con el que cuentan las empresas. Los retos actuales y los previsibles a corto plazo serán pronto engullidos por una realidad distinta pero nos acomodamos a ella con mismos esquemas con los que adaptamos nuestras máquinas a funciones nuevas.
Estamos innovando en la forma de enseñar y es bueno que así sea. Lo mismo ha hecho Amazon con la forma de vender y ahí está su éxito tras situar el valor de una venta no solo en el producto, sino también en el servicio. Pero lo cierto es que el producto adquirido online, una vez en nuestras manos, no hace nada distinto por haberlo comprado ante una pantalla. De igual forma, creo que la formación, su contenido y su valor no progresan necesariamente por cambiar la tiza por el lápiz digital. Se mejora el formato educativo, sin duda, pero a nuestros alumnos no se les va a juzgar por la forma en que fueron enseñados sino por lo que aprendieron. Habrán adquirido ciertas habilidades que luego resultarán provechosas pero, citando a Bunk, se les pedirá algo más:
“un conjunto de conocimientos, destrezas y actitudes necesarias para ejercer una profesión, resolver problemas de forma autónoma y creativa y estar capacitado para colaborar en el entorno laboral y en la organización del trabajo”. Creatividad, colaboración, actitud… son cosas nuestras (y dejemos al Roomba limpiando el suelo).
PREGUNTA 4.- ¿Nos olvidamos de las enseñanzas que NO tienen una obsolescencia programada?
Debemos enseñar conocimientos, estructurar los datos que moldean una buena formación y ofrecerlos al alumno en el envase que le resulte más cómodo y atractivo, pero también educar en la libertad, en la voluntad y en las emociones. El filosofo Diego Garrocho lo explicó bien en esta entrevista en Sintetia.
Aprender es, por definición, un proceso acumulativo, precisamente porque lo ya aprendido solo seguirá vigente en la medida en que lo actualicemos. En esto internet es básico, pero conviene recordar las palabras de Nicholas Carr (“Qué está haciendo internet con nuestra mente”)
“la red nos hace más inteligentes siempre y cuando definamos la inteligencia según los estándares de la red. Si adoptamos una perspectiva más amplia de la inteligencia —si pensamos en la profundidad de nuestro pensamiento y no solo en su velocidad— la conclusión es diferente y considerablemente más negra”.
Si en la educación convertimos a Google en nuestra universidad y a Zoom en nuestro paradigma de aula formativamente enriquecedora haremos buena la sospecha de Nicholas Carr olvidando que Google se dedica a convertir nuestra distracción en dinero, y Zoom nuestro aislamiento en un consuelo pixelado.
No me define qué y cuánto sé, sino la calidad de mi pensamiento, la lógica de mi razonamiento, mi creatividad, mi capacidad para escuchar y seguir aprendiendo. Y eso, no es un robot.
Con otras palabras, lo dejó escrito el poeta Walt Whitman: “Yo soy mucho más que eso que se alarga entre mi sombrero y mis zapatos”.