El cambio climático ya está en la agenda. No sólo de políticos. También de los ciudadanos. Y, sin duda, en las empresas. Cuando se empiezan a cambiar los criterios para invertir en compañías. Existen líneas rojas para fomentar el crecimiento o no de ciertos negocios. Y cuando un cliente analiza qué impacto tiene cada decisión de su consumo (en el medio, en la sociedad, en la economía), algo estructural y profundo está cambiando.
Y de todo eso hablamos con un amigo, con una de las mejores mentes en el campo de la Economía de España, Isidoro Tapia. Isidoro es un papá comprometido con el análisis económico riguroso, con sumar con ideas para transformar nuestro mundo y, sobre todo con dejar a sus peques un mundo mejor. Un economista humanista y sensibilizado por cómo el cambio climático es uno de los grandes desafíos de la humanidad y se necesitan herramientas sofisticadas, pero factibles, para abordarlo.
Isidoro Tapia ha escrito un libro —Un planeta diferente, un mundo nuevo: Cómo el calentamiento global está cambiando nuestra vida cotidiana– que, sin duda, es EL LIBRO del año en Economía en España. De lectura obligada en Consejos de Administración de empresas así como en Consejo de Ministros… y por líderes de opinión.
Isidoro es licenciado en Economía y Derecho por la Universidad Carlos III y MBA por la Escuela de Negocios Wharton de la Universidad de Pensilvania. Su carrera profesional se ha centrado en el sector energético, primero como consultor en el despacho Solchaga Recio y Asociados y, más tarde, como asesor del secretario de Estado de Energía y secretario general del Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía (IDAE). Durante este periodo, fue también el representante español en la Agencia Internacional de las Energías Renovables (IRENA).
En la actualidad, trabaja como experto senior en energía en un organismo multilateral de crédito. Y, muy importante, en esta conversación entre amigos inquietos, todo lo que se dice, TODO, son las opiniones de Isidoro y no representa a ninguna institución.
El cambio climático es el tema de nuestro tiempo
—Isidoro, tras una larga trayectoria pensando en el mundo energético y en el medio ambiente, ¿qué te motivó a escribir el libro y no parar hasta lograrlo?
En el libro utilizo una expresión orteguiana, que puede parecer un tanto exagerada pero que en mi opinión es ajustada:
“El cambio climático —digo— es el tema de nuestro tiempo”.
No es algo nuevo: en cada momento histórico, hay una corriente de fondo que enmarca el contexto, aunque por supuesto ninguna fuerza determina por sí sola el sentido de la historia, sino que interactúa con multitud de otros factores.
Hegel creyó ver las capas tectónicas de la historia moviéndose cuando Napoleón entra victorioso en Jena, la derrota del Estado absolutista prusiano y la construcción del Estado liberal moderno. Las siguientes décadas demostrarían que la historia siempre avanza a trompicones, pero lo cierto es que la imagen de Napoleón a caballo sirve para resumir una parte importante de la historia política del siglo XIX.
Si tuviéramos que hacer un ejercicio similar, y resumir con una estampa el siglo XX, me refiero al siglo corto como lo llamaba Hobsbawm, el que transcurre entre el final de la segunda Guerra Mundial en 1945 y la caída del muro de Berlín en 1989, elegiría la imagen de una conflagración nuclear. La famosa nube con forma de seta. La Guerra Fría, la existencia de dos bloques antagónicos con capacidad de destrucción mutua e intereses geopolíticos contrapuestos en prácticamente cualquier rincón del mundo, caracteriza la segunda mitad del siglo XX.
A eso me refiero con el “tema de nuestro tiempo” (por cierto, por casualidad uno de los testimoniales, el de Carlos Solchaga, utiliza la misma expresión):
el cambio climático, por su trascendencia geopolítica (el paso de los “petro-estados” a los “electro-estados”), en los sectores productivos y empresariales, en las ciudades, en nuestra vida cotidiana, e incluso en la discusión pública, va a ser el factor determinante de las próximas décadas.
Por supuesto, no será el único: pero como argumento en el libro, el cambio climático es incluso algo más que una megatendencia. Como lo sería el envejecimiento de la población o la constante urbanización, el desplazamiento de la población a las ciudades.
Estamos ante una “metatendencia”, la del cambio climático, que da origen o acelera a muchas otras que se encuentran ya en marcha.
En el bisturí de la complejidad del análisis económico
—Hay quien no entiende que los economistas nos dediquemos a pensar en temas de sostenibilidad, ¿Por qué el cambio climático, por ejemplo, es algo tremendamente importante para los economistas, y no sólo para ecologistas…?
Siempre he pensado en la economía más como un conjunto de instrumentos de análisis que como el objeto del mismo.
Los médicos hablan a menudo de la complejidad de algunos órganos humanos, como el ojo o el cerebro. Pero la complejidad de las relaciones económicas es muy superior, al fin y al cabo se trata de analizar las interacciones —cada día tomamos millones de decisiones, incluso para las cuestiones más simples— de miles de millones de personas. Lo de la ciencia lúgubre, más que una excusa, es casi una expresión resignada.
Evidentemente, la economía no sirve para entender todas las realidades. Por ejemplo, sirve de poco para analizar el ojo humano. Pero sí ofrece una perspectiva valiosa cuando se trata de analizar realidades que, como el cambio climático, son el resultado de miles de millones de decisiones.
Una forma de verlo es a través de los fallos de mercado clásicos de la teoría económica. El cambio climático reúne casi todos ellos.
Hay problema en la raíz, que es de externalidades:
Durante mucho tiempo, el que contaminaba no pagaba por sus acciones, no había un mercado para internalizar (asumir) este coste. Todavía hoy, incluso en las regiones más avanzadas como Europa, el mercado de derechos de emisión de CO2 cubre menos de la mitad del total de las emisiones europea (ni el sector del transporte ni el doméstico están incluidos).
En segundo lugar, hay un problema de bienes públicos.
De poco sirve que yo haga un esfuerzo gigantesco para reducir mis emisiones si mi vecino no hace nada. Existe una única atmósfera en el planeta, y el clima está estrechamente interrelacionado. Tampoco sirve que Europa haga un esfuerzo descomunal si China no hace nada. De hecho, importa mucho más lo que haga China: sus emisiones representan alrededor del 30% de las totales mundiales, mientras las de la UE apenas alcanzan el 8%.
Y, finalmente, hay un problema de dimensión intertemporal:
el cambio climático exige esfuerzos hoy para preservar el planeta que disfrutarán las generaciones futuras.
Todos estos fallos de mercado nos empujan en la misma dirección: emitimos mucho más CO2 a la atmósfera del socialmente deseable, y llevamos haciéndolo así desde hace décadas.
Nicholas Stern, de hecho, denominó al cambio climático “el mayor fallo de mercado de la historia”.
Para los escépticos del cambio climático…datos
—Para los aún escépticos, ¿cuáles son las grandes métricas económicas que crees que son más relevantes para explicar los desafíos ambientales a los que nos enfrentamos como planeta?
El propio Nicholas Stern publicó hace unos años un libro titulado: “Why are we waiting?”. La tesis principal era el coste de la inacción. Si no reaccionamos ahora, el coste de hacerlo dentro de unos años será muy superior.
El clima no se comporta de forma lineal. Los riesgos asociados a un incremento de la temperatura de 4 grados no son el doble que los de 2 grados, sino muy superiores, porque se pueden producir reacciones en cadena difíciles de revertir. Los denominados tipping points, como la desaparición de los glaciares de Groenlandia, o la ralentización de las corrientes del Atlántico, que transporta aguas cálidas hacia el norte y frías hacia el sur, y es clave para el equilibrio térmico del planeta.
—¿Cómo podemos evitarlo?
El único camino (por el momento) es transformar nuestros modelos productivos y reducir las emisiones de CO2. A grandes rasgos, necesitamos alcanzar la neutralidad climática (reducir las emisiones netas a cero) hacia mediados de siglo, un objetivo al que ya se han comprometido la Unión Europa y Estados Unidos. Esto significa un esfuerzo muy grande.
La Agencia Internacional de la Energía (IEA) acaba de publicar un informe analizándolo. Según sus estimaciones, las inversiones necesarias para completar esta transformación, solo en el sector energético, deben pasar de los niveles actuales –alrededor del 2.5% del PIB– a un 4.5% en 2030. Es decir, debemos dedicar 2 puntos del PIB adicionales, y hacerlo además a una serie de sectores y tecnologías concretas, que permitan la transformación productiva hacia un modelo sin emisiones. Es un cambio industrial con pocos precedentes en la historia. Pero es una inversión, en términos agregados, asumible, y sobre todo merece la pena hacerla cuanto antes.
Ya hemos empezado a luchar contra el cambio climático
—Ante un mundo tan complejo, y millones de personas y organizaciones tomando decisiones individuales, con impacto global… ¿Por dónde empezamos?
Ya hemos empezado. El año pasado se instalaron más de 100.000 MW de tecnología solar fotovoltaica, con un crecimiento superior a los dos dígitos, incluso en un año tan difícil como el de la pandemia. Hace tan solo dos décadas apenas se instalaban un centenar de MW cada año.
Las ventas de vehículos eléctricos alcanzaron en 2020 unos 3 millones de unidades, el 5% de las ventas totales a nivel mundial. Se espera que este año alcancen los 5 millones, alcanzando una cuota del 7% a nivel mundial. El crecimiento está registrando tasas de alrededor del 50% cada año. Es decir, cada dos años se duplican las ventas. Es probable que dentro de apenas unos años, las ventas de vehículos eléctricos ya sean superiores al resto de modelos.
En 2006, Chris Paine dirigió un documental titulado “¿Quién mató al vehículo eléctrico?”, para relatar el fracaso del modelo eléctrico que General Motors había lanzado en la década de los noventa, el EV1. Apenas cinco años después, el mismo Chris Paine dirigió un nuevo documental con el mensaje totalmente opuesto: “La venganza del vehículo eléctrico”. En él contaba cómo una start-up, Tesla, se había atrevido a retomar aquella vieja batalla perdida. Hoy Elon Musk es la persona más rica del planeta y Tesla la empresa con mayor capitalización.
Evidentemente, el camino por recorrer es inmenso. Pero no partimos de cero.
Desde el Protocolo de Kioto, mucho hemos cambiado
—¿Hemos cambiado algo estructural desde 1997 el famoso Protocolo de Kioto?
Hay un dato bastante aterrador, que creo habérselo leído a David Wallace-Wells:
desde que Al Gore estrenó su famoso documental “Una verdad incómoda”, en el año 2006, hemos emitido más CO2 a la atmósfera que en todo el tiempo anterior desde la aparición del homo sapiens, hace unos trescientos mil años.
Es decir, incluso cuando ya sabíamos lo que estaba pasando, hemos seguido apretando el pie en el acelerador. Existe una disociación evidente entre lo que decimos y lo que hacemos.
Se habla de reducir las emisiones a cero en el año 2050, pero la realidad es que todavía siguen creciendo a nivel mundial (excluyendo el efecto del año del coronavirus).
Sin embargo, esta pesada losa esconde una realidad mucho más compleja. Las tecnologías están evolucionando muy rápidamente.
El coste de un panel fotovoltaico ha pasado de alrededor de 100 dólares por vatio a finales de los setenta, a 0.2 dólares en la actualidad. A día de hoy, la tecnología solar es la forma más barata de producir electricidad.
En el ámbito de la negociación internacional, el cambio climático está muy arriba en la agenda. Y no solo entre los países desarrollados. Uno de las grandes virtudes del Acuerdo de Paris ha sido superar las costuras del protocolo de Kyoto, que era muy detallado para los países más ricos, pero que sin embargo dejaba fuera a los países emergentes. El acuerdo de París tiene una base mucho más amplia, que es lo que se precisa para avanzar de forma coordinada.
La empresa que no piense en el impacto del cambio climático destruirá valor
El cambio climático no solo está en la agenda de los Gobiernos, sino también de muchas empresas.
En el sector financiero, por ejemplo, la correcta identificación de los riesgos climáticos y la taxonomía de las actividades sostenibles, tiene una importancia cada vez mayor. Diría que no hay una sola empresa a día de hoy que no se esté preguntando cómo el cambio climático va a afectar su negocio. Y si la hay, es una negligencia acabarán pagando sus propios accionistas.
En resumen, la respuesta es sí: han cambiado muchas cosas desde 1997. Por supuesto, podemos preguntarnos si nos estamos moviendo suficientemente rápido. Pero nos estamos moviendo.
—Parece que hay una tendencia imparable en los consumidores, cada vez queremos saber más lo que compramos y el impacto de lo que compramos. Pero, ¿aún lo tenemos que ser más para incentivar a las empresas a cambiar?
Hay una división un tanto artificial en el debate entre consumidores y empresas. Por un lado, están los que defienden que los cambios deben venir a través de una mayor concienciación de los consumidores. La secuencia sería esta: conciencio a los consumidores del impacto medioambiental del consumo de carne, estos empiezan a exigir opciones veganas, y finalmente consiguen que compañías como Campofrío desarrollen embutidos veganos. En el extremo contrario, estarían los tecno-optimistas. La respuesta va a venir exclusivamente por el lado de las empresas. Es la famosa cita, de Henry Ford: “Si siempre hubiese hecho caso a mis clientes, en lugar de un coche habría fabricado un caballo más rápido”.
En el debate público, la mayor parte de los políticos ponen el énfasis en el lado de los consumidores: las apelaciones son casi siempre morales, hacia una mayor concienciación y modificación de nuestras conductas. Quizás ocurre así porque los consumidores son también los votantes, y a través de apelaciones morales universales se quiere transmitir la sensación de que es un tema que nos estamos tomando muy en serio, aunque se avance lentamente. Tal vez la intencionalidad ultima sea política.
Tecnología ‘verde’ e incentivos
Pero la realidad es que los cambios casi siempre ocurren por el lado tecnológico: en el informe de la IEA que citaba antes, se estima:
casi el 90% de las reducciones de emisiones vendrán de cambios en las tecnologías (la mayor parte, de hecho, de tecnologías que no conocemos hoy), y apenas un 10% de un cambio en la conducta de los consumidores. Eso no quiere decir que Henry Ford tuviese razón: en ocasiones, los consumidores, o los mensajes prescriptivos, pueden servir para espolear los cambios tecnológicos.
Es necesario combinar el plazo y la zanahoria, por decirlo así, utilizar todos los incentivos al alcance para estimular los cambios. Pero conviene que tengamos presente que la inmensa mayoría de los cambios o son tecnológicos, o no son cambios. Esto no quiere decir que la demanda sea inmóvil, al contrario, pero normalmente las preferencias de los consumidores se mueven como consecuencia de los cambios tecnológicos, más que de forma espontánea.
—¿Cambiarías la fiscalidad actual por una vinculada al impacto ambiental de nuestras decisiones?
Esta es una decisión crucial, donde nos jugamos gran parte del éxito o fracaso de las políticas climáticas. Por un lado, mi alma de economista me dice que es necesario que los agentes internalicen (asuman) los costes de sus decisiones. Como decía antes, uno de los motivos más evidentes del cambio climático es que existe una externalidad en el consumo de energía por la que nadie está pagando, o no se está haciendo en su totalidad.
Pero, al mismo tiempo, corregir este fallo implica subir impuestos, como el de los carburantes, o el gas que se utiliza para la calefacción doméstica. Hemos visto en las últimas semanas qué ha pasado con el incremento del precio de la electricidad, motivado, entre otros factores, por el alza de los derechos de emisión del CO2 (que incluso así todavía se encuentra muy lejos de lo que los economistas estimamos como su verdadero coste social).
¿Podemos asumir costes energéticos más altos?
Internalizar el coste medioambiental implica, al menos en el corto plazo, precios más altos de la energía. Ocurre además que, al tratarse de bienes de consumo básico, el peso de los productos energéticos es mayor en los hogares de renta más baja. ¿Es socialmente asumible incrementos del precio de la electricidad, el diésel o el gas para calefacción? ¿Cómo hacer viables los objetivos de la transición energética en unas sociedades en los que la desigualdad se ha incrementado de manera notable en las últimas décadas?
La visión más optimista (“naif”, en este caso) es la que cree que los altos precios energéticos es el resultado de un comportamiento oligopolístico que va a desaparecer como consecuencia de la transición energética.
No digo que el sector energético sea un ejemplo de inmaculada competencia, está lejos de serlo, pero conviene aclarar que uno de los factores del éxito de los combustibles fósiles en los dos últimos siglos ha sido su relativa abundancia y versatilidad (también, como indicaba, que no se ha internalizado por completo el coste social de las externalidades).
¿Estamos dispuestos a pagar el verdadero coste social de la energía? ¿Cómo hacerlo sin que la reacción social haga peligrar el objetivo último de evolucionar hacia modelos más sostenibles? No hay una respuesta sencilla.
Hay que tener presente el efecto social en las políticas contra el cambio climático. Subvencionar los vehículos eléctricos puede tener sentido desde el punto de vista climático, pero ¿lo sigue teniendo si la mayor parte de las ayudas las reciben los hogares de renta más alta? Hay otras medidas, como la eficiencia energética, que tienen efectos sociales más justos. Hay que poner un mayor énfasis en estas últimas.
Déjame hacer una última reflexión, volviendo a competencia en los mercados energéticos, ¿y si ocurre al revés, como describe Jan Eeckhout en The Profit Paradox? ¿Y si la transformación tecnológica, el desarrollo de tecnologías limpias resulta en un nivel de concentración empresarial mucho mayor que el que veníamos observando hasta ahora?
La transición energética supone el paso de un modelo basado en las fuentes de energía primaria, en los combustibles, a otro donde el papel central lo ocupan las tecnologías. Algo muy parecido, de hecho, a lo que Eeckhout describe en los sectores donde se ha producido la concentración empresarial en los últimos años. Esta es una cuestión que me preocupa profundamente.
ESG el nuevo mantra de la inversión financiera
—Hay de todo, hay quien opina que los inversores que usan criterios ESG son más una estrategia de marketing que real. Quería abordar contigo algunas cuestiones:
1.- ¿Cuál es volumen aproximado de fondos e impacto que tienen las inversiones con criterios ESG en el mundo?
Creo que los últimos datos los sitúan alrededor de los 2 billones en activos bajo gestión. Pero es más interesante mirar a los flujos.
En EE.UU., a pesar de que el mercado ESG allí está todavía menos maduro, los fondos con criterios ESG absorben ya alrededor del 10 por ciento de las nuevas entradas. Y En Europa este porcentaje es mucho mayor. El Fondo soberano noruego, que gestiona más de un billón en activos, ha adoptado un compromiso muy ambicioso en materia de ESG. O la propia Blackrock, cuyo CEO, Larry Flink, ha declarado que el cambio climático es una amenaza mucho más estructural y de largo plazo que cualquier otra que haya visto en su vida (y ha visto unas cuantas).
Podríamos hablar de los “bonos verdes”, que The Economist bautizó recientemente como los “reyes de la renta fija”, o la financiación sostenible. Pero para los que piensan que es simplemente una moda pasajera, les voy a dar un argumento puramente financiero: el problema del cambio climático para los grandes inversores es que se trata de un riesgo no diversificable. Blackrock, y otros inversores como los fondos soberanos, no pueden mantener su estrategia pasiva de inversión, que tan buenos resultados les ha dado hasta ahora, y dejar de invertir en sectores enteros de actividad. Si solo invierten en sectores “limpios” les resultaría imposible replicar el comportamiento de los índices bursátiles. En la práctica estarían abandonando su estrategia “pasiva” por otra “activa”.
Esto lo ha señalado Rebecca Henderson en un libro fabuloso: los grandes inversores, los fondos como Blackrock, Vanguard o los fondos soberanos, como no pueden escapar de los sectores más expuestos al cambio climático, están genuinamente comprometidos a mitigarlo. Como no pueden diversificar el riesgo climático, solo pueden frenarlo. Esto es lo que explica el papel activista que varios de estos fondos están teniendo en las empresas, exigiéndoles compromisos más ambiciosos en la lucha contra el cambio climático.
La rentabilidad financiera ‘verde’
2.- ¿Además de criterios ambientales, hay incentivos de rentabilidad financiera en esa tipología de inversiones?
Alex Edmans, uno de los mejores profesores que tuve en Wharton, ha escrito un libro (“Grow the Pie”) acumulando una amplia evidencia:
no hay trade-off entre invertir de forma sostenible y obtener rentabilidad financiera. Los fondos que siguen criterios ESG llevan años ofreciendo rentabilidades mayores que el resto.
Aunque pueden existir problemas de endogeneidad al comparar estos datos.
La pregunta quizás no es si se puede obtener rentabilidad financiera siguiendo criterios sostenibles (me atrevo a aventurar que dentro de unos años esta pregunta nos parecerá superflua). Sino cómo definir unos criterios y métricas comunes para definir qué es una buena inversión.
Claudio Aranzadi, que es una de las personas más brillantes que conozco, siempre dice que lleva años dándole vueltas a esta pregunta sin haber alcanzado ninguna conclusión. Y si Aranzadi no la ha encontrado te aseguro que nos es fácil. A muchos nos parece muy reduccionista que una empresa se centre tan solo en la rentabilidad financiera, en incrementar el valor para sus accionistas. Pero es innegable que esta tesis, que nace de un artículo seminal de Friedman, tiene la virtud de la simplicidad:
basta mirar la evolución del precio de una acción para saber quiénes son buenos gestores, qué empresas o sectores están yendo bien, y cuáles no. ¿Cómo medimos el impacto medioambiental, social o de gobernanza de una empresa? ¿Tiene sentido establecer criterios cuantitativos? ¿Tal vez incorporar una medida de rentabilidad económica –es decir, del impacto sobre la sociedad en su conjunto- junto a la financiera? ¿O deberíamos limitarnos a señalar una serie de prácticas, de sectores a evitar? Para mí, muchas de estas preguntas están abiertas, a pesar del enorme avance registrado en los últimos años.
La historia de una familia en 2025…
—Tras leer tu libro, y la voz de Rodrigo, ¿Cuáles son las grandes tendencias que esperas para 2030?
Te voy a hacer una pequeña confesión. Cada capítulo del libro, como señalas, empieza a modo de introducción con una pequeña historia de una familia imaginaria que sitúo en el año 2025, es decir, ya mismo.
Me daba un poco de apocamiento, de timidez, utilizar este recurso. Primero, porque mezclar un ensayo con un relato de ficción no es la combinación más habitual. Pero también por una cuestión más personal. Cuando escribes no ficción, los lectores te dan o te quitan razones. Cuando escribes ficción, estás invitando a que te den o te quiten adjetivos. Y me siento más cómodo en lo primero que en lo segundo. Pero, en cualquier caso, finalmente decidí hacerlo, más que nada como recurso narrativo.
Para contar cómo va a afectar el cambio climático a nuestra vida cotidiana, pensé que sería útil utilizar varias estampas diarias de una familia imaginaria, un matrimonio que vive con su único hijo y con el abuelo de este.
Pues bien: todas las personas que me han hecho algún comentario sobre la parte del relato de ficción, me han hablado de Rodrigo. Quizás es porque es el único nombre español de los cuatro (su padre y abuelo son sirios, su madre es ucraniana) pero también creo que hay una razón más profunda.
Uno de los mayores retos de las próximas décadas es preservar el pacto intergeneracional, el futuro de los más jóvenes. Hemos hablado del cambio climático, el problema intergeneracional por excelencia. Pero el envejecimiento de la población y la caída de la natalidad, otras de las grandes tendencias en marcha, están desplazando el centro de gravedad de nuestras sociedades, y los jóvenes cada vez están más lejos del mismo.
Yo nací en 1979, entonces la edad media de la población española era de alrededor de 30 años. Ahora mismo creo que está algo por encima de los 40 años. Las previsiones son que en 2030 el español medio tendrá una edad en torno a los 50 años. A este ritmo no voy a envejecer nunca. Para mi generación, es una bendición: nuestras preocupaciones siempre van a ser mayoritarias en la sociedad.
Pero los que ahora tienen 20 años nunca han estado más lejos del votante mediano. Quizás por eso todas sus reclamaciones, sobre el sistema educativo, el mercado laboral, o la vivienda, cada vez se escuchan con menos fuerza. Pero no podemos construir un futuro sin los mas jóvenes. Como sociedad no podemos permitírnoslo. Ningún cuerpo social sobrevive si deja de recibir savia nueva.
Todo ocurre en un lugar… ‘el poder de las ciudades’
Una segunda gran tendencia para 2030 que me gustaría destacar es la urbanización. El porcentaje de la población mundial que vive en ciudades se sitúa en la actualidad en el 50%, lleva creciendo desde hace décadas y en los últimos años el movimiento se ha acelerado. Hablábamos antes de la tesis de Eeckhout, que también señalaba Luis Garicano en su último libro:
el cambio tecnológico, la digitalización y el dominio de los datos, están provocando una concentración empresarial sin precedentes.
Algo parecido ocurre en las ciudades. Socialmente, las oportunidades se concentran en el entorno urbano más que nunca, incluso por encima de la primera etapa industrial, las aglomeraciones urbanas que describía Dickens. Cómo se reconfiguran estas ciudades, desde los diseños urbanos propios del siglo XX, donde el transporte y los vehículos tenían el papel protagonista, hacia modelos muy distintos, seguramente más próximos, es otro de los fenómenos más interesante de los próximos años.
Instituciones fuertes y cambio climático
—¿Se puede resolver el cambio climático o, en general, problemas globales, sin instituciones fuertes globales?
Trabajo en una institución internacional, así que te podría responder desde el interés, pero lo hago desde la convicción:
la cooperación global se construye a partir de instituciones globales fuertes.
Ahora bien: deben ser instituciones que funcionen —tengo el privilegio de trabajar en una— porque de lo contrario su papel puede ser incluso contraproducente.
Reconozco que no es una postura pacífica. Anatoli Lieven ha escrito un libro (“Climate Change and the Nation State”), que me gustó por lo provocativo, sin llegar a convencerme, donde defiende la tesis contraria: que solo el nacionalismo puede salvar a los países del cambio climático, activando el instinto de supervivencia de los tradicionales Estados-nación.
Víctor Lapuente, a quien admiro muchísimo, tal vez por haber vivido en un país relativamente pequeño, tiene un cierto escepticismo protestante ante las instituciones demasiado grandes. Su capítulo en el Retorno de los Chamanes sobre la UE está escrito en este tono.
Más que el tamaño de las instituciones, hay un segundo aspecto que me preocupa incluso más. Es si nuestras instituciones están preparadas para asumir un rol mucho mayor de la noche a la mañana. Esta ha sido una de las lecciones más preocupantes de la pandemia.
Ha habido otras positivas, por ejemplo, el desarrollo de las vacunas en un tiempo récord y las masivas campañas de vacunación, que se han completado sin apenas incidencias. Pero me refiero a los poderes exorbitantes que de la noche a la mañana asumieron los Estados, para dirigir la actividad económica, adquirir material sanitario o incluso ordenar las libertades básicas de los ciudadanos. En muchos de estos aspectos, hemos fallado.
Los Estados son maquinarias pesadas, y les cuesta cambiar súbitamente su papel. Mucho me temo que con el cambio climático pueda suceder algo parecido. Que nos obligue a pegar un salto vertical en el pasillo estrecho de Acemoglu y Robinson para el que no estamos preparados, y nos salgamos del pasillo.
El futuro y las renovables
—¿Crees en un futuro 100% de energías renovables? ¿Dónde están las grandes barreras de la energía limpia?
Si le hubieses preguntado a un habitante de 1750 si se imaginaba un futuro donde el 90 por ciento de sus necesidades energéticas vendrían cubiertas por los combustibles fósiles, te hubiese mirado con la misma cara de extrañeza. El petróleo y el gas natural llevaban millones de años muriéndose de risa en el subsuelo.
Claro que es posible un futuro 100% de energías renovables, o mejor dicho, de energías limpias, no emisoras de CO2. Por supuesto, es necesario seguir avanzando tecnológicamente. El almacenamiento en baterías puede utilizarse para dar firmeza a las fuentes intermitentes, como el sol o el viento. O el hidrogeno, que es otra forma de almacenamiento.
Durante la revolución industrial aprendimos a domesticar la energía. Un hogar actual realiza actividades que equivalen al trabajo que realizaban 150 esclavos en la Roma clásica. Es decir, que se puede decir que un hogar mediano actual vive mejor que Nerón, o quien fuese el emperador romano más pródigo consigo mismo.
Esto no va cambiar. Sustituiremos las fuentes de energía primaria, pero no vamos a renunciar a la inmensa mayoría de las actividades que hoy realizamos. Tenemos una gran ventaja además, y es que en nuestros hogares no utilizamos combustibles fósiles directamente, sino una cosa llamada electricidad que se puede producir a un coste parecido y de forma más sostenible medioambientalmente que como lo veníamos haciendo hasta ahora.
E incluso para las actividades que utilizan directamente combustibles fósiles, como la calefacción doméstica o el transporte, existen alternativas como las bombas de calor o los vehículos eléctricos, que en pocos años serán competitivas si no lo son ya.
El camino parece muy escarpado porque estamos mirando desde abajo. Pero tecnológicamente la cuesta es mucho más suave de lo que parece.
Nuevo management y cambio climático
—Hablas en el libro, y te cito: “uno de los puestos más relevantes dentro de las compañías será el de CGO (Chief Green Officer), el encargado de formular e implementar la estrategia de mitigación y adaptación al cambio climático”. ¿Estamos ante un nuevo management, una nueva forma de gestionar las empresas?
En el libro rescato una anécdota que contaba Tim Harford en un artículo: muy resumidamente, en la Primera Guerra Mundial, el ejército británico ya disponía de tanques parecidos a los que después utilizarían con tanto éxito los alemanes durante la Segunda Guerra. Sin embargo, no supieron sacarle provecho por un tema organizativo: entonces el ejército se dividida entre unidades de infantería (defensivas) y caballería (ofensivas).
Los tanques, en cambio, servían tanto para defender como para atacar. Así de hecho los utilizarían los alemanes en la Segunda Guerra. Por para el ejército británico era una cuestión de blanco o negro, organizativamente solo supieron encasillar los tanques en una unidad u otra, en lugar de crear una tercera, que era lo que tenían que haber hecho.
Hay muchos otros ejemplos de problemas de management que acaban llevándose por delante empresas o productos con mucho potencial.
A pesar de que Kodak fue la primera compañía en desarrollar una cámara digital, acabó quebrando cuando se popularizó la fotografía digital. Xerox desarrolló mucho antes que Microsoft un prototipo de ordenador personal, pero nunca fue capaz de obtenerle ningún rendimiento.
El cambio climático es seguramente el cambio disruptivo más importante al que se enfrentarán las empresas en las próximas décadas, por lo que es inevitable que tenga un impacto en la organización interna.
En el libro propongo un enfoque similar al que utilizan los bancos para gestionar el riesgo financiero, porque hay varias semejanzas:
- la exposición al riesgo climático también se puede acumular de forma inadvertida,
- es sistémico (puede llevarse por delante empresas enteras)
- y su gestion atañe al conjunto de las organizaciones, no a un departamento en concreto.
- La figura del Chief Green Officer se va a imponer en muchas empresas.
Política… y medio ambiente
—¿Cuáles son los 3 ámbitos políticos a escala nacional en los que tú insistirías para abordar un problema tan complejo como el cambio climático?
Pregunta difícil (bueno, todas lo han sido). Hay dos que ya hemos tenido ocasión de comentar: el papel de la juventud, y los efectos “regresivos” no solo del cambio climático, sino también de muchas políticas climáticas. Encontrar una respuesta acertada en esos ámbitos es fundamental, no solo porque representan situaciones injustas en sí mismas, sino también por un motivo instrumental:
una transición energética que deje atrás a los más jóvenes y a los colectivos más vulnerables, será política y socialmente inviable.
Déjame comentar brevemente un tercer punto. Estos días, se está hablando mucho del Partido verde alemán, y con motivo, porque su candidata Annalena Baerbock tiene posibilidades reales de convertirse en la próxima canciller alemana, incluso aunque no quede en primer lugar en las elecciones. Los postulados del Partido Verde han evolucionado desde su inicio, durante las protestas antinucleares de los setenta, también en política exterior, tienen por ejemplo una posición de mucha más fuerza frente a la estrategia comercial y diplomática de China.
Pero el verdadero viaje a la realpolitik del Partido Verde no ha tenido lugar diluyendo sus propuestas, la mayoría de ellas se mantienen casi intactas: su travesía al centro del tablero político se ha producido al ser capaces de pactar tanto a derecha como a izquierda. El Partido Verde alemán participa en gobiernos de coalición en 11 landers (de un total de 16), en 8 está gobernando con el SPD y en 6 con la CDU (en algunos gobierna con ambos partidos).
Se nos llena a menudo la boca con la palabra consenso político, pero lo verdaderamente difícil no es estar de acuerdo con otro partido sobre un tema, lo difícil es gobernar juntos. Es muy simplista —peor, es empobrecedor— pensar que los partidos de izquierda solo pueden gobernar con otros de izquierda, y lo mismo a la derecha. Las sociedades son mucho más porosas que los partidos políticos.
El papel de los economistas en la Economía Verde
—¿Cuáles son los economistas que, a tu juicio, más aportaron (o aportan) al debate serio y constructivo sobre el cambio climático?
¿Hemos hablado ya de varios durante la conversación, no?
—Si, pero quiero más, jejej—
Bueno, no lo hemos hecho de William Nordhaus, cuyo trabajo para entender los efectos macroeconómicos del cambio climático es fundamental. Nordhaus, por cierto, es muy crítico con la arquitectura abierta del acuerdo de Paris, y partidario de que se formen “clubes climáticos”, con países dispuestos a avanzar más rápido.
También me gustaría mencionar a otros dos, fallecidos hace poco: Martin Weitzman, cuyo trabajo sirvió para modelizar los efectos de las grandes catástrofes naturales, y Rajendra K. Pachauri, que dirigió los trabajos del Panel Intergubernamental de Naciones Unidas.
En management, Rebecca Henderson, de la que ya hemos hablado, es una referencia obligada. Y aunque no nos ha dado tiempo, The Age of Surveillance Capitalism, de Shoshana Zuboff, va a ser un libro de cabecera durante mucho tiempo, también en el sector energético.
Y para citar también a un economista español, Mauro Guillén, que fue también profesor mío en Wharton, acaba de sacar un libro fabuloso sobre las grandes tendencias a 2030 y que, como no, entrevistaste en Sintetia.
Bueno, y por terminar con una sonrisa: no hemos citado a Mariana Mazzucato, pero igual había una razón de peso para no hacerlo.