«Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos, era el siglo de la locura, era el siglo de la razón, era la edad de la fe, era la edad de la incredulidad, era la época de la luz, era la época de las tinieblas, era la primavera de la esperanza, era el invierno de la desesperación, lo teníamos todo, no teníamos nada, íbamos directos al Cielo, íbamos de cabeza al Infierno…». De esta forma tan contundente empezó Charles Dickens su maravillosa joya Historia de dos Ciudades. Palabras publicadas en 1859. Por desgracia, 163 años después sigue vigente, cualquiera de nuestros jóvenes lo validaría.
Les decimos que son los “mejores tiempos” —todos sus antepasados vivieron en peores condiciones, pasaron hambre, guerras y desdichas, pero ellos no—. Pero saben que son “los peores tiempos”—porque están sumidos en problemas severos, de los que se habla entre poco o nada. Esto les lleva de la “luz” a las “tinieblas”; de la “fe” a la “incredulidad”; del “Cielo” al “Infierno”.
Repetimos frases rimbombantes como que tenemos a los jóvenes mejor preparados de la historia. Pero, también a los más desperdiciados y sin expectativas de futuro.
La pandemia nos ha encerrado en casa. Y con ello hemos llenado los hospitales de adolescentes con problemas severos de salud mental. Hubo un momento, crítico, con listas tan largas como silenciosas de espera. Jóvenes autolesionándose (cortándose los brazos, las piernas, los tobillos) como mecanismo de liberar ansiedad. Con 10, 11, 12, … 17, 18 años queriéndose quitar la vida todos los días.
¿Cómo es posible que, sin empezar a vivir, muchos de nuestros jóvenes quieran quitarse o no tengan ninguna ilusión por la vida? Lo es, y muchos jóvenes —y sus familias—lo han sufrido, y sufren, en silencio. Duro, tremendo. Algunos empezaron con trastornos alimentarios, dejando de comer y entrando en anorexias crónicas. Salir de ahí es una lucha diaria. Los casos de acoso en los colegios y la agresividad también se están convirtiendo en un problema diario, que muchas familias (centros de educación, policía, fiscales de menores…) podrían confirmar.
Este drama no sale en las estadísticas, es silencioso. Pero hay algún dato. La última Encuesta de la Salud en Europa (antes de la pandemia, principios 2020) ya arrojaba un problema severo: 1,7 millones de españoles tenían problemas entre moderados y graves de depresión y de salud mental. De ellos, 250.000 adolescentes.
El Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) confirmó que esto se agravó: durante la pandemia “el 30% de las personas manifestó haber tenido ataques de pánico, el 25% se ha sentido excluida socialmente y el 55% sentía que no era capaz de controlar la preocupación”.
La Confederación de la Salud Mental de España estimó que el porcentaje de personas con renta baja que han entrado en depresión, durante la pandemia, fue el triple que el de rentas altas. Fueron los primeros en alertar de que el problema de la salud mental de nuestros jóvenes se nos estaba yendo de las manos.
Lo viví en primera persona desde Asturias, con todos sus hospitales saturados para cuidar la salud mental de nuestros adolescentes. Hay un número ridículo de camas en comparación a los casos. Y, a la vez, tenemos una extraordinaria calidad humana y de excelencia de psiquiatras públicos.
Tras horas de conversación y vivencias personales con Elisa Seijo —psiquiatra responsable de Atención Infanto-Juvenil del Hospital Universitario Central de Asturias— y ver con mis ojos su implicación personal (y de su equipo) con el problema, no me deja más que sentirme orgulloso de pagar impuestos y que se usen para tener profesionales así. Pero las Elisa y sus equipos, en tanto en Asturias como en el resto de España, no tienen súper poderes y, por desgracia, sólo está para acudir al rescate (cuando lo logran) en los casos más graves.
Me repasé las investigaciones de la Academia Internacional para la Investigación del Suicidio, y estudios académicos en mi campo, la Economía. Los resultados son contundentes.
Existe una relación directa y poderosa entre pobreza y suicidios. Entre recesiones, desempleo y problemas severos de salud mental.
No todo es Economía en la vida, pero no puedo entrar en factores de los que no soy especialista. Pero los problemas económicos, laborales y las malas expectativas financieras son bombas que destruyen la salud mental en los hogares. Y los jóvenes son una respuesta más a estos problemas, aunque —repito— los jóvenes de padres ricos también se suicidan, entran en depresión y son ingresados. Recuerda, los ricos también lloran.
Pero tenemos un problema de fondo, estructural y que es dramático. España trata mal, muy mal, a sus jóvenes. Van de crisis en crisis y siempre son los grandes olvidados. Los grandes perdedores.
Durante la gran crisis financiera de 2008 explotó el paro a máximos históricos. Pero 9 de cada 10 empleos destruidos lo fueron de jóvenes menores de 35 años. El 70% de sus contratos son de una temporalidad que roza el extremo.
Tras pasar lo peor de la COVID, en 2021 España recuperó el empleo anterior a la crisis de 2008: más de 20 millones de personas trabajando. Pero lo hemos hecho dejando fuera del mercado laboral a 2,7 millones de jóvenes que antes trabajaban y ahora no.
Pero esto empieza a ser esperpéntico. Ahora mismo, en España hay 39,7 millones de personas en edad de trabajar. De ellas, 16,3 millones tienen una alta cualificación (niveles superiores de FP y universidad). El 92%, atención, son jóvenes de menos de 35 años. Pero ¿Y cuántos trabajan? 2,6 millones, 1 de cada 5. Es decir, el mercado laboral, tal y como está configurado, desprecia la formación de nuestros jóvenes.
España, junto a Grecia, somos los campeones del desprecio laboral a los jóvenes. Si quisiéramos igualarnos al resto de países de la zona euro, tendríamos que tener 976.000 jóvenes más trabajando. Pero si queremos igualarnos a los mejores Países Bajos, Holanda o economías europeas que están creciendo fuerte en innovación y tecnología, los datos son escalofriantes. España debería duplicar el número de jóvenes trabajando. ¿Y cómo va absorber España 3 millones de empleos de jóvenes? La respuesta parece ciencia ficción.
Y mientras… la riqueza que somos capaces de producir por persona lleva 20 años estancada. Da igual dónde miremos: Irlanda, Suecia, Alemania, Francia, Holanda, Canadá, Estados Unidos, Singapur… todos nos ganan. Tenemos menos peso económico en el mundo que hace 25 años.
No paramos de repetir que la receta mágica son empresas más creativas, más innovadoras, más digitalizadas, globales y en constante ebullición Y, resulta, que para ese desafío tremendo tenemos en el banquillo a los más formados —y con más energía y potencial. Les ofrecemos contratos basura, sueldos basura y una imposibilidad para poder independizarse y ser el motor de nuestro progreso.
Luego les exigimos que nos paguen las pensiones y la deuda pública que les estamos dejando. Pero… ¿cómo? Les decimos que no se vayan de de España. Nos echamos las manos a la cabeza pensando que les formamos en medicina, enfermería, ingeniería, química, biología…, destinamos 10.000 € de presupuesto público por alumno y año, y después se van a trabajar a otro país. La pregunta es: ¿y qué alternativa tienen?
Queremos un país donde sus jóvenes más brillantes y con talento lideren empresas e instituciones y que tengan familia. Pero… ¿cómo?
Cada día que pasa perdemos la oportunidad para competir en este puzle global tan incierto y complejo. Uno donde la capacidad de absorber nuevo conocimiento es casi la única divisa que funciona. Pero impedimos que las semillas de nuestro progreso, nuestros jóvenes —quienes tienen sus propios problemas y que los silenciamos— puedan crecer y desarrollarse con fuerza. Su salud mental está resquebrajándose, sus oportunidades para progresar en este país pasan años y años y no se solucionan. Ser joven es tremendamente duro en España. Como diría Forges: ¡País…!