El pasado golpe de estado en Egipto y el creciente conflicto entre el ejército y los Hermanos Musulmanes ha vuelto a poner de relieve la dificultad de alcanzar un gobierno de consenso en países con una polarización creciente. Egipto no es un caso aislado dentro de los países que alumbraron la “Primavera Árabe”. Mientras el gobierno electo de Libia lucha cada día contra milicias islámicas partidarias del anterior régimen, en Túnez se debate si la Sharia ha de ser la base de su nueva legislación y el asesinato de uno de los líderes de la oposición añade una fuerte inestabilidad política. Mientras tanto, las protestas iniciales en Siria se han transformado en una cruenta guerra civil con las potencias occidentales al borde de la intervención. ¿Cuales son los motivos subyacentes a esta inestabilidad?
La respuesta más inmediata es que la construcción de una democracia desde sus cimientos no es tarea que un país pueda realizar en unos pocos meses. La población ha de interiorizar que la autocracia y las redes clientelares, aunque proporcionan a menudo soluciones estables a corto plazo, son inferiores en el largo plazo a la hora de generar bienestar económico y social a sus ciudadanos. Las democracias abiertas al exterior son regímenes cambiantes y expuestos a la competencia tanto interna como externa, en los que incluso la cultura y las costumbres cambian en cuestión de años debido a la influencia externa. Estas características incomodan a menudo a aquellos pueblos más reticentes al cambio, lo cual ha llevado en las últimas décadas a un auge del islamismo en Oriente Medio y el Norte de África.
Pero existe una teoría más sugerente acerca de dicha inestabilidad, la cual tiene que ver con la heterogeneidad cultural de las distintas facciones que conforman la realidad política de los países islámicos y con la dificultad de diseñar instituciones y leyes al gusto de todos sus ciudadanos. Alberto Alesina y Enrico Spolaore, de las universidades de Harvard y Tufts, han estudiado a fondo en sus trabajos la creación y disolución de fronteras políticas, encontrando que el tamaño de los países depende a menudo de la disyuntiva entre las economías de escala existentes en la gestión de un Estado y las diferencias culturales de los distintos pueblos que conforman un país. ¿En qué consiste dicha disyuntiva?
En primer lugar, un país grande presenta muchas ventajas a la hora de financiar su Sector Público. Todo país ha de tener un Gobierno, una o varias cámaras de representantes, un Tribunal Supremo, un Tribunal de Cuentas, organismos reguladores de los distintos mercados y, en general, un buen número de organismos necesarios para el correcto funcionamiento de la nación. Y, naturalmente, no es lo mismo repartir dichos costes entre los 5,5 millones de habitantes de un país como Dinamarca que entre los 82 millones de Alemania. Incluso en servicios como el ejército o la televisión pública existen fuertes economías de escala. Un informativo puede ser disfrutado por uno o diez millones de espectadores al mismo coste, y en una misión de paz de la ONU poco importa que las tropas de un país representen a más o menos población. Un país grande con un Estado grande también es capaz de emprender proyectos fuera del alcance de los países más pequeños. Estados Unidos ha cimentado parte de su hegemonía tecnológica sobre los esfuerzos realizados durante la guerra fría y la carrera espacial, y la propia Internet surgió de un impulso financiado por el gobierno estadounidense para aumentar la fiabilidad en la comunicación entre redes de equipos. Un país grande es, en este sentido, más eficiente al permitir repartir el coste de todos estos beneficios entre un mayor número de ciudadanos.
Por el contrario, cuanto más grande es un país más probable es que éste contenga grupos culturales más heterogéneos. Por un lado, como demuestran los trabajos de Oded Galor sobre la riqueza genética de las naciones, una mayor variedad cultural y racial en un país supone una ventaja evolutiva, ya que la variedad de enfoques permite encontrar de forma más eficiente soluciones a los problemas, lo cual se ha traducido históricamente en una mayor prosperidad económica. Pero la heterogeneidad cultural acarrea a menudo costes demasiado grandes, debido a la dificultad de aprobar y hacer cumplir normas cuyos habitantes valoran de forma muy distinta. Uno de los ejemplos más evidentes son las distintas actitudes ante la corrupción y el oportunismo de la cultura anglosajona y la latina. Mientras un sencillo sistema de tribunales parece bastar para controlar la corrupción en países como Dinamarca u Holanda, la crisis ha demostrado que los países latinos necesitan un sistema de pesos y contrapesos mucho mejor dotado y diseñado para que el clientelismo y los sobornos no se conviertan en la norma habitual de la política.
El coste de la heterogeneidad se hace también evidente en instituciones tan necesarias como las prestaciones por desempleo. Las naciones con un mayor sentido de la honestidad y la responsabilidad pueden permitirse unas prestaciones más generosas que cubran a sus ciudadanos de los infortunios que pueden sufrir en una economía de mercado. Cuando un trabajador elige un sector para desarrollar su actividad, no ha de preocuparse de analizar la situación macroeconómica del mismo o la posibilidad de que un cambio tecnológico haga obsoleto a un sector entero –como, por ejemplo, ha sucedido con el sector de películas fotográficas-. Una prestación de desempleo generosa evita así que la variabilidad inherente a la globalización se cebe en unos pocos. Pero, por el contrario, en aquellas culturas con mayor tolerancia hacia el oportunismo se ve con buenos ojos que un trabajador agote su prestación por desempleo si las ofertas laborales que recibe no mejoran significativamente su situación como desempleado. ¿Cómo diseñar un sistema de prestaciones que cumpla su función social en presencia de ambos grupos? Los primeros querrán una mayor generosidad pero acabarán financiando el oportunismo de los segundos. ¿Cómo diseñar una institución como el matrimonio si un grupo considera intolerable en enlace entre las personas del mismo sexo? ¿Qué papel han de jugar los valores religiosos en la formulación de políticas públicas?
Incluso un país como España, lejos de otros países en tamaño poblacional, sufre de una heterogeneidad cultural que se ha manifestado en una considerable atrofia de muchas de sus instituciones. Y hasta Estados Unidos, dentro de su éxito como nación, padece de increíbles tensiones internas ante asuntos como la posesión de armas o la política contra la droga. En cambio, países pequeños como los escandinavos o las repúblicas bálticas presentan una gran homogeneidad cultural que les permite poner en marcha políticas públicas acordes a la demanda casi unánime de la población. Sistemas de protección social tan generosos como los escandinavos solo son posibles cuando la honestidad y la aversión a la picaresca son un rasgo cultural compartido por casi toda la población.
¿Qué sucede cuando los costes de la heterogeneidad cultural sobrepasan los beneficios de un menor gasto per cápita del Estado? Pues que los países se separan y surgen nuevas fronteras. Este ha sido, sin duda, uno de los principales fenómenos del último siglo, en el que el número de países independientes prácticamente se ha triplicado. Las escisiones amistosas de Checoslovaquia o Sudán han puesto de manifiesto que, cuando acordar normas comunes de convivencia parece imposible, la mejor solución es optar por la separación.
Y en este problema se encuentra el núcleo de la inestabilidad política en los países del ámbito musulmán. Allí donde la separación territorial ha sido posible, ésta ha evitado a menudo numerosos conflictos. El propio Egipto vio cómo Sudán se independizaba hace unas décadas, para a su vez volver a partirse en dos logrando cada una de sus partes una mayor homogeneidad cultural. Pero, ¿qué ocurre cuando la polarización no puede solucionarse con una segregación territorial clara? ¿Cómo diseñar distintas políticas públicas y sistemas legislativos comunes para ciudadanos que conviven mezclados entre sí? Incluso aunque una simplista caracterización de las diferencias arrojara que la clase media urbana y la clase rural vivirían mejor cada una bajo su sistema, ¿es realista pensar en una segregación política entre El Cairo y el ámbito rural egipcio?
El problema tiene difícil solución a corto plazo y la continua ola de atentados terroristas por parte de grupos islámicos refleja la polarización existente tanto en Oriente Medio como en África. Las pujantes clases medias desean a menudo una menor presencia de la religión en sus instituciones mientras los movimientos islámicos se muestran muy reacios a que los vientos de cambio provenientes del extranjero penetren en sus costumbres y su cultura. Cuando la separación geográfica es imposible, solo una mayor tolerancia y una aceptación de los resultados electorales puede evitar una mayor gravedad de las confrontaciones civiles.