Que España tiene un problema con su sistema educativo es algo comúnmente aceptado. El rendimiento de los estudiantes españoles es significativamente inferior a la media de la OCDE en las tres áreas que evalúa el Estudio PISA: matemáticas, comprensión lectora y ciencias. Recientemente hemos sabido que la situación es aún peor entre la población adulta.
Según el informe PIACC, los españoles mayores de 16 años estarían en el furgón de cola de la OCDE (últimos en matemáticas y penúltimos en comprensión lectora), todavía a mayor distancia de la media que nuestros jóvenes. Aunque poco a poco va cerrándose la brecha que nos separa de nuestros principales competidores, todavía queda un largo camino por recorrer en materia educativa.
De hecho, la reforma de la educación en España ocupa siempre un lugar destacado en la agenda política a ambos lados del espectro parlamentario. Entre las deficiencias que habitualmente se atribuyen a nuestro sistema educativo, tiende a destacarse el bajo nivel de formación financiera de la población. Se argumenta incluso que el analfabetismo financiero de los españoles podría haber contribuido a agravar la crisis financiera actual. No en vano, tras el estallido de la burbuja inmobiliaria, el Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores acordaron un Plan de Educación Financiera para el periodo 2008-2012, que se extendió posteriormente al periodo 2013-2017.
Pero, ¿qué cabe esperar de estos planes? ¿Tenderá a mejorar el uso que hacen los ciudadanos de los mercados financieros al aumentar sus conocimientos de finanzas? La literatura reciente indica que, efectivamente, la probabilidad de acceder a los mercados de capitales tiende a aumentar con la formación financiera (Van Rooij, Lusardi y Alessie, Journal of Financial Economics 2011). No obstante, la evidencia es mucho menos concluyente cuando analizamos el tipo de decisiones de inversión y financiación adoptadas por las personas en teoría más formadas.
De hecho, sabemos que los gestores de fondos no toman mejores decisiones de inversión que otros inversores menos preparados. Bodnaruk y Simonov (2012) proporcionan evidencia empírica para Suecia indicando que ni eligen mejor en qué acciones invertir, ni diversifican mejor sus riesgos.
También sabemos que los profesores universitarios de finanzas muestran patrones de inversión comparables a los de un inversor amateur, y muchas veces inconsistentes con el extendido respaldo a la hipótesis de eficiencia de los mercados (Doran, Petersen y Wright, Journal of Financial Markets 2010). [No, no teman. El estudio no incorpora datos de profesores españoles.]
En definitiva, todo parece indicar que aumentando la formación financiera de la población lograremos un mayor acceso de los españoles a los mercados de capitales, pero no necesariamente un mejor uso de los mercados de capitales. La razón estriba en que los individuos, incluso los más formados, no siempre adoptan un enfoque racional en la toma de decisiones de inversión. La investigación conductual en finanzas proporciona una explicación convincente al respecto, que importa directamente del ámbito de la sicología. El inversor estaría sujeto a un proceso dual de razonamiento, basado en dos sistemas contrapuestos: un sistema rápido e inconsciente, ligado a la intuición, la percepción inmediata y las sensaciones; y un sistema lento y analítico basado en los conocimientos técnicos, en este caso, en materia financiera.
Tras desarrollar experimentos de laboratorio, Glaser y Walther (2013) muestran que las personas más intuitivas tienden a cambiar más veces sus estrategias iniciales de inversión, anulando las ventajas del conocimiento. Ante un comportamiento imprevisto de los precios en los mercados financieros, los inversores más impulsivos abandonan las pautas de inversión preestablecidas, mientras que los más analíticos las conservan. El mecanismo que permite a la intuición prevalecer sobre la reflexión es, obviamente, el estrés cognitivo. Cuando los investigadores obligan a los participantes en el experimento a utilizar y memorizar información adicional, sus decisiones de inversión en el mercado tienden a apoyarse más en la intuición, observándose mayores desviaciones en sus decisiones de inversión con respecto a las pautas inicialmente previstas.
Por ello, si realmente aspiramos a que la población haga un uso reflexivo, consciente e informado de los mercados financieros, no basta con aumentar sus conocimientos sobre el tipo de interés compuesto, los bonos y letras del tesoro, o los futuros financieros.
Además, es imprescindible dotar a los individuos de herramientas para que el sistema de razonamiento consciente pueda sobreponerse al sistema de razonamiento inconsciente, para que la formación y la reflexión prevalezcan sobre el impulso y la intuición. Se trata en definitiva de educar financieramente a la población en los rigores del autocontrol.
Un estudio reciente desarrollado en el Reino Unido (Gathergood, Journal of Economic Psychology, 2012) analiza los determinantes del sobreendeudamiento de las familias británicas. Aunque la formación financiera afecta significativamente a la probabilidad de impago de las deudas, el grado de autocontrol de los consumidores aparece como la variable fundamental para explicar el default.Los individuos con menor capacidad de autocontrol hacen un mayor uso de instrumentos financieros que favorecen un consumo compulsivo: como las tarjetas de crédito, o las emitidas por los establecimientos comerciales. Además, tienen mayor probabilidad de sufrir «accidentes financieros» que imposibilitan el reembolso de la deuda, como el desempleo o los grandes gastos imprevistos.
El autocontrol es una cuestión que siempre ha preocupado a los economistas. El artículo seminal de Thaler y Shefrin (Journal of Political Economy, 1981) atribuye al consumidor una doble personalidad: la de un ser que disfruta el momento sin reservas, y la de un planificador implacable que equilibra la felicidad a lo largo de la vida. ¿Cómo puede el yo planificador sobreponerse al yo hedonista carente de autocontrol? Los autores encuadran el problema en el contexto de la Teoría de la Agencia. En primera instancia, el yo planificador (el principal) intenta alinear los intereses del yo hedonista (el agente) con los suyos propios, como haría el accionista al pagar un bonus al directivo cuando la empresa alcanza un determinado umbral de beneficios. De ahí surge la idea de concebir el ahorro no tanto como una privación de bienestar, sino como un acto de consumo con capacidad para generar utilidad por sí mismo. Compramos acciones o bonos como adquirimos un bien de consumo ordinario.
En caso de que la alineación de intereses no sea posible, el yo planificador impone reglas al hedonista, como haría el accionista con el consejero delegado al limitar la inversión en activos de riesgo. Se trata de reglas sencillas, como por ejemplo obligar a visualizar diariamente el saldo de la cuenta corriente, limitar la disponibilidad diaria de efectivo o impedir el uso de tarjetas para determinado tipo de compras.
Estas reglas básicas de autocontrol se asimilan en la infancia, en el marco general de la educación que recibe el individuo. Por desgracia, se trata de hábitos que son más difíciles de interiorizar en la edad adulta.
Por ello, necesitamos una educación financiera que, sin renunciar a transmitir los fundamentos esenciales de la economía financiera, facilite al individuo sencillas reglas de autocontrol que le permitan evitar conductas financieras de riesgo. Posiblemente, esta prescripción no afecte únicamente al ámbito de las finanzas, sino de forma general a la educación integral del individuo.
Muy probablemente, nuestro problema no resida tanto en la cantidad de información que se facilita al estudiante, sino en el conjunto de valores que de un modo formal e informal se transmiten a lo largo del proceso educativo; valores que sitúan al conocimiento un peldaño por debajo de las emociones.
Artículo publicado en Valencia Plaza.