Coges una botella de agua del lineal de tu supermercado, la pagas y al instante un almacén, normalmente a cientos de kilómetros, lo sabe y prepara el repuesto. Esta acción está estudiada y diseccionada al máximo detalle: cuánto costó adquirir cada botella de agua al fabricante, cuánto centralizarla junto a otros miles de productos, cuánto y cuándo llevarla hasta el supermercado y, por último, cuánto colocarla en la estantería. Hay más. Se sabe el tiempo que pasó en la estantería, para saber si esa marca de agua se vende más que la de al lado y por qué, y con ello toman decisiones: si no hay movimiento suficiente, se retira y se usa la valiosa superficie comercial para otra cosa.
La logística se ha convertido en la pieza central de toda nuestra economía cotidiana. Es muy silenciosa, pero no podríamos vivir sin ella. Cuando abren las persianas de los comercios, supermercados, tiendas de ropa, librerías o un sin fin de establecimientos distintos, parece que las cosas han llegado como por arte de magia, en la cantidad precisa, a la hora precisa y se colocan solas en el lugar adecuado. Pero en la logística no hay magia, sino una lucha constante por aprender y hacer las cosas mejor para poder mantenerse vivo en un mercado.
Si chequeas un poco las memorias de las grandes compañías de consumo —Amazon, El Corte Inglés, Carrefour, Mercadona, H&M, Inditex, por poner algunos ejemplos—, en todas ellas hay un puñado de inversiones que se repiten y que adquieren una relevancia tremenda: la logística de toda la cadena —desde la casa del proveedor hasta la estantería o la puerta de tu casa—, la tecnología que la acompaña y los procesos de control y análisis de datos. Amazon es una empresa de datos y conocimiento, lo sabemos, que usa de forma maestra la robótica —tiene de 100.000 robots a los que les llegan instrucciones para mover la mercancía de las estantería—. Esta tendencia no está muy lejos de los negocios que dependen de que su producto llegue a (o de) cualquier punto de la geografía, en el menor tiempo y coste posible. O tienes las infraestructuras, la tecnología y la gestión de los datos o tu futuro será muy corto. Cada vez hay empresas sólo de logística, más y más fuertes, con rutas que optimizan por toda la geografía el reparto de decenas miles de productos distintos.
Cuando tengas dudas sobre la importancia de la gestión de los datos y su impacto en la creación de riqueza, piensa en el producto que acabas de coger de la estantería y has metido en el carro.
Ahora ya tienes la botella de agua y quieres ir a ponerte en forma en el polideportivo. ¿Crees que la información sobre esa botella de agua es igual de precisa que la del polideportivo de tu ciudad? Me temo que la diferencia es tan grande que no darías crédito. En la mayoría de los casos —no en todos— la máxima información que se dispone es lo que ha costado ese polideportivo: la obra, por supuesto y más si ha sido financiada por la Unión Europa —que exige mucho detalle de cada euro— y, a partir de ahí, podríamos entrar en una nebulosa peligrosa. El personal puede que esté contabilizado dentro de una cuenta agregada junto al personal de otros polideportivos de la ciudad, o con otro personal de servicios al ciudadano o aún más agregado todavía. Lo mismo puede pasar con la electricidad que se consume, el agua, el teléfono, el mantenimiento. Es francamente difícil que un ayuntamiento tenga diseccionado el gasto del polideportivo como lo hacen las empresas con la botella del agua.
Lo más probable es que no dispongan de la tecnología mínima que lo permita soportar; aunque, sobre todo, el mayor problema es que no hay ni la cultura ni los procesos necesarios para lograr este objetivo. Los procesos son como protocolos o rutinas, personas anotando datos que permiten saber el destino final de cada euro; cuántas pelotas se compran y cada cuánto, cuántas máquinas de fitness se compran y cuánto cuesta mantenerlas —esto permite convertir los datos en conocimiento: por ejemplo, si en un polideportivo ese coste es superior a otro o si se ha incrementado mucho, poco o nada en los últimos meses y por qué—.
Pero hay más preguntas interesantes: ¿Cuándo acude la gente al polideportivo? ¿Cuándo se apaga o enciende la calefacción? ¿Cuánto pagan los ciudadanos y por qué, o cómo se ha calculado? ¿Cómo se corresponde cada ingreso con el coste real de que una persona use las instalaciones? Como no hay datos, no hay respuestas. Como no hay respuestas, no hay análisis. Como no hay análisis, no hay decisiones. Como no hay decisiones, ser eficiente, usar bien el dinero (público) y lograr el máximo impacto (social y económico) se convierte en un juego de la lotería. Ese polideportivo es un centro de costes muy concreto, que se puede trocear y convertir en datos realmente precisos. El gimnasio privado de la esquina lo hace, y los gimnasios de las grandes cadenas de fitness casi saben hasta anticipar si usas o no desodorante después de ducharte.
El ejemplo del polideportivo es muy real y cercano, pero no deja de ser una nimiedad. El problema es que esto afecta a la práctica totalidad del presupuesto de una Administración Pública —sobre todo las más pequeñas—. Piensa en el dinero destinado en mantenimiento de las calles, limpieza, alumbrado, seguridad, quien tramita ocho horas al día expedientes, nuestros centros de salud, hospitales, los que atienden a ciudadanos que quieren fundar una empresa, en los que están reclamando una gestión diaria en el Centro de Atención al Ciudadano. Piensa en los parkings públicos, en los museos, en la gestión del patrimonio, en las subvenciones. Es tal el volumen de actividad, presencia e impacto de lo público en nuestras vidas que abruma: 472.248 millones de euros es lo ha gastado el sector público español en 2016, el 42% de nuestro PIB.
¿Quiere esto decir que el sector público es una «ciudad sin ley», ni datos, ni gestión, ni estrategia? No, y un no rotundo. En pocas organizaciones hay tantos procesos, todos ellos férreamente apuntalados en la seguridad jurídica, con tanta información potencial para ser usada y con tanta presión legal y controles como en la administración pública. De hecho hay una especie de batalla interna entre la flexibilidad y el control, entre la rapidez y el peso de la revisión hasta la extenuación. En esta batalla pocas veces gana lo rápido, inmediato y fácil de realizar, porque prevalece el principio de la seguridad y evitar grietas en el sistema. Los incentivos y la cultura que se han construido han sacrificado unos objetivos a favor de otros. Y en las administraciones más pequeñas, donde el personal es escaso, como el presupuesto, las prioridades están claras: entre arreglar un bache y tener datos de cualquier cosa, siempre ganará el bache.
Justo cuando esos incentivos y esa cultura fosilizaron, tras décadas de desafíos, cambios, controles y exigencias, la presión normativa y las demandas de la sociedad imponen nuevos pasos. La Comisión Europea, en su Plan de Acción sobre Administración Electrónica de la UE 2016-2020 traslada el siguiente gran desafío:
«En 2020 a más tardar, las administraciones públicas y las instituciones públicas de la Unión Europea deberían ser abiertas, eficientes e integradoras, y prestar servicios públicos digitales sin fronteras, personalizados, fáciles de utilizar y de extremo a extremo a todos los ciudadanos y empresas de la UE»
Tener una administración pública sin papel, donde el ciudadano puede relacionarse con ella sin necesidad de acudir a la ventanilla, es un desafío más fácil de decir que de implementar. En España se lleva realizando un gran esfuerzo en este sentido, sobre todo por parte de la Administración del Estado. Lo que parece sencillo, tramitar online mi licencia de obra, requiere por detrás un cambio profundo en toda la forma de trabajar de la administración. Seguir aportando la máxima seguridad para que esos trámites sean igual de legales que en ventanilla y, por supuesto, asegurar que no acaben en manos de un hacker—el gran reto del siglo XXI—.
En 2012 se creó una Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas (CORA). En su informe formularon 218 propuestas de actuación orientadas a lograr varios objetivos claves e inmediatos: ser más eficientes, más transparentes, más ágiles, simplificar muchos más trámites y centrase en el servicio a los ciudadanos y a las empresas. A partir de aquí llegaron leyes importantes: unas que modificaban las anteriores, otras nuevas y de rápido cumplimiento y otras ya aprobadas que adquieren más valor y urgencia para su aplicación. En definitiva, la presión en la olla legal para cambiar (radicalmente) el rumbo de la administración pública española es muy elevada.
Los ayuntamientos españoles llevan meses trabajando sin descanso, y mucha preocupación, para poder cumplir con la Ley 39/2015 del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y con la Ley 40/2015 de Régimen Jurídico del Sector Público. Estas dos leyes son verdaderas palancas para transformar la forma en la que se trabaja internamente, dando prioridad absoluto a la digitalización de todo lo que pasa en un Ayuntamiento, entre otras muchísimas cosas.
Pero al mismo tiempo, y quizás de forma más silenciosa, se ha aprobado un Real Decreto que entra en vigor en julio 2018, donde ahora sí: los ayuntamientos estarán obligados a tener toda la información de lo que hacen —cuánto y para qué— con el 100% del presupuesto, y además, muy parecido a como lo hacen las empresas cuando coges la botella del agua del supermercado. Se trata de un decreto muy importante: obliga a tener una contabilidad analítica, que no es más que identificar el gasto con otros parámetros de ejecución (has gastado 10 euros en 10 bolis donde 3 son para el departamento de urbanismo y 7 para intervención).
Lo lógico, quizás, sería que esta medida llegará incluso antes que todas las leyes vinculadas a la transparencia, por ejemplo. No se puede ser transparente de algo que no tienes. Convertir datos —números o aspectos cualitativos— en información —donde se relacionan los datos con los hechos— es imprescindible para generar conocimiento —analizas, aprendes y tomas decisiones—. Por lo tanto, no puedo ser transparente, no me puedo evaluar de forma solvente, no puedo anticipar problemas y gestionarlos, si no organizo los datos para crear conocimiento. Pero lo primero es convertir datos en algo que se pueda utilizar y trabajar.
Este Real Decreto va a obligar auditarse a los ayuntamientos, otorga aún más importancia a la intervención, exige tener muy documentados cuáles son los centros de gastos y qué se hace en ellos. Obligará a gestionar presupuestos por objetivos —si, en una organización antes de saber qué se gasta hay que saber de forma nítida para qué y con qué impacto esperado—. A tener informes de control financiero, planes de acción ante problemas detectados y, en definitiva, conecta como un todo los procesos, la tecnología, los gastos y lo que se hace con ellos. Todo un verdadero desafío. Pero, además de apasionante y necesario, por su impacto en nuestra sociedad, abre la vía para lograr una modernización real de nuestras administraciones públicas. Por fin va a ser posible eso que les gusta decir mucho a los anglosajones, y que practican muy bien: sigue tu dinero, a dónde va y para qué.
A Peter Drucker le gustaba decir, y a mí repetir, que el problema es que la cultura se desayuna a la estrategia todas las mañanas, y añadiría a las leyes. El cambio real se producirá cuando los profesionales públicos asuman ese rol tan importante que tienen en estos procesos de modernización, cuando el propio sistema aporte méritos (y recompensas) a los verdaderos líderes internos que existen en las administraciones públicas, cuando el propio sistema se mueva y rompa sus zonas más oxidadas. Hasta ahora estos profesionales han recibido ajustes, más leyes, exigencias y compromisos sobre sus cabezas. Pero nada de todo esto será posible sin meritocracia ni incentivos. Estamos ante todo un desafío social, y no sólo es trabajo de los profesionales públicos.