Situaciones como la que estamos viviendo excitan también la imaginación, dibujándonos escenarios aterradores o creyéndonos en el país de las maravillas. Cada cual tirará hacia donde su estado de ánimo, su objetividad, su vivencia personal o su real gana le incline.
No obstante, las experiencias extremas y generalizadas tienen la doble cualidad, primero de obligarnos a tomar posición, aunque ésta sea la estoica aceptación del flujo natural de los acontecimientos; y segunda, la oportunidad de analizar las causas y las consecuencias de lo vivido en las horas de confinamiento.
Estas líneas buscan reflejar algunos resultados personales de dicha valoración, a trazo grueso porque no es tiempo de matices, e intentando que la opinión que inevitablemente se desliza esté sujeta a los hechos, es decir, a la lógica de los acontecimientos. La crisis de coronavirus, por tanto, me sugiere algunas enseñanzas que me atrevo a compartir.
1ª/ Querer no es poder.
El mantra de la sicología positiva, el menos en su versión más comercial, queda ahora en evidencia de manera flagrante.
Nadie duda de que los responsables políticos que son quienes están tomando las decisiones a las que los ciudadanos hemos de ajustarnos, lo hacen con su mejor voluntad. Creo que es así, tanto cuando éstas están motivadas por dependencias ideológicas como cuando lo están por criterios de estricto beneficio social. Sin embargo, esta “querencia” no se traduce en capacidad.
A fin de cuentas querer no pasa de ser un deseo fácil de asumir; y poder no deja de ser (en el caso que analizamos) un atributo temporal. En realidad, del querer al poder hay un camino arduo y difícil que trasciende el deseo y la capacidad jurídica de actuar, que es el saber. Lo cierto es que no puede quien quiere sino quien sabe.
El gobierno de los mejores entra frecuentemente en contradicción con el resultado de las urnas. Las decisiones derivadas del conocimiento, el sentido común y una visión ética del poder rara vez corresponden con el abajo-firmante en los decretos y normas que se nos imponen a los ciudadanos.
Más bien al contrario, lo frecuente es que cuando se apagan los fuegos artificiales de campañas, eslóganes, propaganda y besos a niños y fans, manejar la realidad obliga a un exhibir una sabiduría y una catadura moral al alcance de pocos… que no suelen ocupar escaño.
2º/ Somos peligrosos.
Lo dice con frecuencia Arturo Pérez-Reverte: este mundo es un lugar peligroso, mezquino y bastante ruin. Si alguna vez existió el paraíso terrenal no miremos a nuestro alrededor para encontrar de él ni el mínimo vestigio.
La crisis del Coronavirus ha levantado algunas alfombras de la miseria social, o al menos —no quiero cargar las tintas—, de nuestros “olvidos” imperdonables. Ha quedado claro por ejemplo que, en la sociedad del bienestar, ahora venida a menos, los últimos son los viejos. Las residencias de ancianos en las que se suman los fallecidos, con los que se convive en algunos casos durante días, y hacia donde tardamos demasiado en mirar, nos han enfrentado a una realidad incómoda.
Los geriátricos son el símbolo de la tranquilidad de conciencia de esta sociedad. Al final de su vida, el premio que damos a nuestros viejos es que otros les cuiden, con el argumento —a veces incluso cierto y sincero— de ofrecerles lo mejor para ellos. Pero, cuando todo esto pase, este país deberá hacerse mirar si no nos olvidamos de alguien al hablar de derechos, qué entiende por justicia y, sobre todo, qué valor y respeto otorga a quienes nos dieron el camino por el que ahora transitamos, y me refiero a la vida, no al sayo en el que cada uno convierte la propia.
3º/ El orden funciona.
Entre los clichés que se nos adjudican a los españoles está el de la improvisación. Eso nos ha dado grandes alegrías históricas, desde descubrir un continente improvisadamente a crear la deliciosa fideuá, improvisando una paella con fideos, a falta de arroz. Por casualidad o creatividad es vedad que no siempre la planificación es el único camino al éxito. Sin embargo, estamos comprobando cómo la falta de previsión está siendo causa de un buen número de las calamidades que en esta situación crítica padecemos en España. Por otra parte, la centralización de decisiones se comprueba que sirve de poco si no es ejecutiva y evita que los hechos vuelvan a obligar a las partes —entiéndase, Autonomías—a funcionar por su cuenta.
Como metáfora de lo dicho podemos fijarnos en el papel que está jugando el ejército en esta crisis.
El ejército obedece a una estructura jerarquizada, de poder efectivo y en el que las órdenes suelen derivarse de una estrategia previamente definida. Así, en 18 horas se preparó un recinto ferial, IFEMA, para recibir a los primeros enfermos, y en pocos días se habrá logrado tener capacidad para 5000 camas y 500 UCI. La colaboración de la UME con bomberos y diversos gremios para alcanzar un objetivo claro, bien coordinados y con una estructura de mando definida y efectiva, da este resultado. La improvisación, las dudas, las dependencias partidistas producen por su lado efectos que también estamos comprobando.
4º/ ¿No estábamos digitalizados?
A lo mejor es que por digitalizados entendíamos nuestra capacidad inagotable de consumir gigas y ancho de banda. Esto sí lo estamos demostrando con creces estas últimas semanas de confinamiento. La crisis, sin embargo, también nos está enfrentando a la evidencia de que no llegamos mucho más allá.
Hace unos días escuchaba a un catedrático de matemáticas explicar las ventajas que, en la lucha contra el Coronavirus, podríamos obtener de determinados cálculos que indicarían proyecciones en la evolución de los contagios y sus efectos. Él lo estaba intentando, pero se encontraba con una barrera insalvable, la falta de datos. Increíble, pero cierto.
Es verdad que cada día se nos dan estadísticas, que todos sabemos que el objetivo es “aplanar la curva”, que las cifras son tristes protagonistas…, pero todos son datos de lo que ya ha ocurrido. Valen para encabezar titulares pero, al parecer, están muy mal construidos para conseguir previsiones matemáticamente fiables.
Para empezar, no todas las autonomías “cuentan” de la misma manera —según decía dicho experto—y continúa la gran incógnita del número real de contagiados porque, sencillamente, se han hecho una cantidad de test mínima en proporción a la población… Y así iba desgranando una serie de deficiencias que convertían cualquier posible cálculo en una aproximación demasiado sesgada.
Salvo alguna aplicación para el móvil, las películas de Netflix, el trajín de Amazon y las impresoras 3D no estamos viendo demasiado protagonismo de la tecnología. Es comprensible, porque no hay algoritmo que funcione si no cuenta con datos. Dicen que China sí los tenía desde mucho antes de Wuhan gracias a los sistemas masivos de seguimiento de los ciudadanos, y dicen también que no se usaron para prevenir el origen de la pandemia porque ello habría significado sacar a la luz el control del gobierno sobre la vida de la población; la libertad individual hecha añicos. Y eso, aunque se trate de China, no vende bien. Es posible, quién sabe. Pero en nuestro caso, al menos, fallamos por la base, por la materia prima, la información.
Esta pandemia nos está demostrando muchas cosas y de todos los colores. Los rasgos de solidaridad, los ejemplos de esfuerzo a veces sobrehumano, la empatía y tantos otros nos deben hacer sentirnos orgullosos, pero esos van a seguir siendo nuestros cuando todo esto pase. Los demás, los más sonrojantes son, sin embargo, sobre los que de verdad deberíamos trabajar… cuando todo esto pase. Así, al menos, que el bicho nos sirva para aprender.
1 Comentario
Muy de acuerdo con tu reflexión y está claro que se ha puesto en evidencia la incompetencia de quienes estan al timón del barco. Solo queda esperar que no comentan mas errores porque el coste de vidas es inadmisible.