Cuentan que un día se juntaron Jeff Bezos, Mark Zuckeberg, Larry Page y Tim Cook para ir de compras y, haciendo números, descubrieron, dólar arriba o abajo, que cada uno podía elegir entre aproximadamente 150 países del mundo para echarlos al carrito de la compra. Juntando los ahorros de todos, incluso España aparecía ya en el lineal.
La realidad puede asustar, pero lo cierto es que, comparando el valor bursátil medio de las empresas que cada uno de los mencionados controla, Google, Amazon, Appel y Facebook «valen» más que la mayoría de los países según su PIB y los datos del FMI. La economía se impone a la política, corroborando uno de los efectos más claros de la globalización.
El tema es analizar qué hacen en realidad estas multinacionales para conseguir semejantes cotas de poder sin fabricar nada en sentido estricto. Quizá la excepción sea Appel que sí genera productos físicos, aunque salgan de las manos de los miles de trabajadores chinos de Foxconn y Pegatron que los ensamblan, y cuyos componentes, además, provienen de los alrededores.
El 9 de Enero de 2007 Steve Jobs presentaba — como él mismo empezó calificándolo — un «iPod con pantalla táctil, que, además, podía conectarse a internet y, por supuesto, era un teléfono». Fue en la Conferencia Macworld en el Moscone Center de San Francisco. Lo bautizó iPhone. Dicen los historiadores que Jobs buscaba sobre todo contrarrestar el descenso de ventas del matrimonio iPod/iTunes, tan rentable hasta entonces, amenazado por móviles con una calidad de reproducción sonora apreciable… Pero él añadió un valor diferencial, la pantalla táctil, que desde entonces es un estándar irrenunciable en telefonía.
Quizá Steve Jobs ya lo intuyó. Lo cierto es que el iPhone vino a revolucionar mucho más que los teléfonos móviles. Introdujo una herramienta, ya conocida, pero renovada con atributos suficientes como para cambiar nuestra forma de vida.
El 65% de la población española se conecta habitualmente a internet por el móvil. Dedicamos a ello casi 2 horas al día y nuestro apego al dispositivo es tal que el 51 % confiesa usarlo incluso en el WC (lo cual demuestra que nuestra capacidad multitasking no se detiene ante nada). La medicina ya ha bautizado como «nomofobia» la patología de quienes experimentan auténticas crisis de ansiedad al descubrir que han salido de casa sin su móvil.
El teléfono móvil es pues al gran instrumento de nuestra reciente civilización digital y el alma mater de esta vida online adicta al 4G y al wifi. El móvil es nuestro nuevo totem, el objeto de culto alrededor del cual danzamos, como en las celebraciones tribales, consumidores y empresas, y al que, en el fondo, adoramos como al nuevo dios creador de un mundo de ilusión. Cada smartphone encierra una suerte de Disneylandia digital que nos hace parecer…
Más inteligentes
De eso se encarga Google. Ese prodigio de usabilidad que es la página de búsqueda de Google tiene como protagonista una pequeña ventana rectangular a través de la que nos asomamos a todo un mundo de conocimientos. Es la expresión del nuevo “horror vacui” del dato y el conocimiento. Todo interrogante tiene cumplida respuesta en Google con miles de opciones a elegir.
Ya no hace falta retener ni memorizar; ni emprender un razonamiento lógico; ni analizar. Google nos lo da todo hecho: memoria, conclusiones y resultados. Ajenos, eso sí. Pero excluido con frecuencia, por pereza o ignorancia, el filtro de nuestros conocimientos, el listado inagotable de Google conforma nuestra peculiar «sabiduría». De pronto somos más listos. Sabemos tanto como el que más. El único requisito es un simple toque de nuestro dedo índice sobre un ratón de piel de plástico o una pantalla táctil en la que no caben ya más huellas.
Más queridos
La paradoja de una comunicación que exige aislarse tiene su altar en las redes sociales. En Facebook, sin ir más lejos.
Los aproximadamente dos millones de likes que cada minuto nacen en Facebook son el grito de millones de personas que buscan expresar un sentimiento. Facebook no ha hecho más que rentabilizar la necesidad humana de querer y ser queridos. Precisamos alguien a quien llamar «amigo» y eso en la vida real no siempre es fácil. Facebook, sin embargo, elimina las barreras de tiempo y distancia, incluso las presentaciones previas porque la identidad real es secundaria. Nuestros «amigos» están ahora en manos de un algoritmo que hasta se permite recomendarnos nuevas amistades, no vaya a ser que elijamos malas compañías.
La amistad y sus formas, al modo digital de nuestro tiempo, se deciden en Menlo Park, una pequeña ciudad del Condado de San Mateo, en California, ubicación de la sede central de Facebook. Quizá no nos importe que así sea. Podemos estar seguros que a Mark Zuckeberg tampoco. Él sí es un amigo.
Más ricos
10 artículos por segundo se compraron en Amazon España el pasado Black Friday. Según datos de la Compañía se alcanzaron unas ventas de 940.000 productos en 24 horas. Es el supermercado global. El almacén de los sueños que podemos llevar en nuestro bolsillo y que está siempre de guardia, esperando un toque de pantalla.
El comercio electrónico ha modificado la forma de comprar, de consumir e incluso de desear. El mercado es el escenario en el que se representa el sainete de necesidades y aspiraciones de la gente, dentro de un sistema productivo que se alimenta de ellas, y de una cultura consumista que encuentra en ellas su gran disculpa.
Cuando Steve Jobs, aquel 9 de Enero, presentó su iPhone puso en nuestras manos un nuevo resorte de producción de serotonina, en esta ocasión vinculado a la satisfacción de comprar, que no siempre refleja nuestra auténtica capacidad como consumidores sino la apariencia de riqueza que nos facilitan un smartphone y una tarjeta de crédito.
La digitalización de nuestros conocimientos, nuestra capacidad de amar y nuestra riqueza provocan un efecto realidad aumentada, a veces sencillamente virtual, que nos puede hacer levitar, despegando los pies del suelo y negándonos incluso la posibilidad de aprovechar las ingentes posibilidades de la tecnología y sus dispositivos.
Appel, Google, Amazon, Facebook y tantas otras son el nuevo Gran Hermano que el mismo Jobs creyó destruir en el famoso spot «1984». Es la gran ironía digital: nos parece que nos da, pero no nos da lo que parece.