«La autodisciplina es la capacidad de… trabajar duro; decir que no; tener buenos hábitos y establecer límites; entrenarse y prepararse; pasar por alto las tentaciones y provocaciones; mantener las emociones bajo control; soportar dificultades dolorosas. Autodisciplina es dar todo lo que tienes… y saber qué debes retener».
Con estas contundentes palabras define la autodisciplina Ryan Holiday en la introducción de su último libro: La disciplina marcará tu destino.
En tiempos convulsos e inciertos, la autodisciplina es más necesaria que nunca. La abundancia nos relaja; la libertad se puede confundir con el libertinaje y, al final, si no tenemos la disciplina adecuada, somos más frágiles y vulnerables ante cualquier suceso que no podamos controlar. La frustración nos inunda y las malas decisiones se concatenan.
Es un error asumir que la autodisciplina es igual a la privación de deseos, deberes y no derechos, de sufrimiento y no de placer. Como dice el propio Ryan Holiday: «La libertad exige disciplina. La disciplina nos aporta libertad. Libertad y grandeza», y añade:
«Estamos destinados a algo más que existir. Estamos aquí para algo más que para descansar y buscar placer. La naturaleza nos ha concedido dones increíbles. Somos un depredador alfa, un peculiar producto de élite de millones de años de evolución, ¿Cómo elegirás gasta esta recompensa? ¿Dejarás que tus activos se atrofien?».
La autodisciplina nos conduce al placer. ¿Nunca lo has experimentado meses después de hacer deporte tras una larga temporada de vida sedentaria? Estos dolores, esa lucha mental para salir del sofá, vencer las excusas varias… levantarse y hacer lo que hay hacer, ¿no merece la recompensa tener un cuerpo más fuerte, oxigenado y que te hace sentir con una energía renovada?
La autodisciplina es un camino que nunca acaba. Te impulsa a la mejora continua. Te prepara ante la adversidad. Porque nada conecta más a la mente y el cuerpo que aprender a luchar contra los imprevistos, las frustraciones, la complejidad de la vida. Sin autodisciplina ante cualquier revés nos paralizamos, no sabemos encontrar la seguridad y la protección y, en definitiva, nos caemos.
En cambio, es duro luchar contra el tsunami del gratis total, lo fácil, la satisfacción del like, los atajos y la búsqueda del placer inmediato (pero también efímero) que siempre nos pide más y más. Nos volvemos inquietos, impacientes, inmediatos, no valoramos el largo plazo, ni aguantamos el trabajo sin recompensa instantánea. Es fácil sumarse a lo cómodo, bajar los brazos ante cualquier altibajo y buscar cobijo en las responsabilidades ajenas.
La principal receta de los estoicos, y que es imbatible tras más de 2.000 años, es que hay pocas cosas que dependen de nosotros, pero en esas tenemos que trabajar duro, incluso hacer sacrificios, porque estas nos llevarán a la satisfacción interior, a la aportación de nuestro mayor valor humano. Dejarán de preocuparnos cosas externas (elogios, likes, comportamientos tóxicos, …) para dar espacio a nuestra contribución, nuestro circulo de control, a cambiar nuestro mundo, y aportar valor a los demás.
¿Y quién debería llevar la batuta de nuestro comportamiento?
Nuestro talento. No el ego ni el afán de aparentar o amasar. Pero hablamos mucho de talento, de su necesidad en las empresas, pero los modelos de gestión siguen sin valorar su expresión máxima, su aportación de valor ante el pensamiento crítico, la transparencia y, en definitiva, aún estamos lejos de un management más humano y profundo.
Como bien me decía Javier Recuenco: hablamos mucho de innovación, pero no queremos el talento diferencial dentro de nuestra empresa. Creemos que es difícil de gestionar, que puede revolucionar el ambiente laboral (es decir, que alcen la voz a la mala gestión realizada hasta la fecha), cuando en realidad por donde deberíamos empezar es por desarrollar un liderazgo que aúpe a ese talento diferencial.
Sustituimos esto por procesos, protocolos, a veces impersonales, intocables y que frenan la iniciativa de las personas. Esto va erosionando nuestra capacidad de autodisciplina y nos ‘desconecta’ de ciertas organizaciones.
Quien se siente fuerte, quien mantiene la disciplina de aprender, aportar, mejorar cada día, aunque sea una centésima… quien lo logra, acaba huyendo de las organizaciones donde no se valora ni se premia esta autodisciplina de trabajo.
Un arma de destrucción masiva de la capacidad creativa y diferencial en las empresas es la impaciencia. Y sin paciencia no se pueden resolver problemas complejos, ni diseñar productos diferenciales, ni crear culturas sólidas. Cuando todo se supedita al ¡ya!, no se da margen al aprendizaje y la interacción, y se instaura el “esto siempre se ha hecho así” o al “proceso habitual”, se va matando la capacidad para improvisar, crear, romper y construir lo que no funciona… dejamos de escuchar y no toleramos nada que no se pueda tocar de forma inmediata. Y así se pierde el potencial humano al servicio de grandes contribuciones.
Mientras trabajaba en mi libro Mentes Creativas, tuve la oportunidad de profundizar en el proceso de la creación. Y el mínimo común denominador de todos los grandes creadores, de cualquier sector, es la autodisciplina que se consigue al controlar la impaciencia, la frustración, fomentar el debate y el aprendizaje; abrirse al equipo, y no darse por vencido ante cualquier revés.
Este proceso es más tortuoso, es más difícil que copiar una tecnología, un modelo de negocio o tratar de contratar a alguien “que resuelva” los problemas internos. Pero, a cambio, es más sostenible, más sólido, más antifrágil. Es un proceso donde el final nunca está claro, porque se define por la mejora continua. Siempre hay algo más que aportar, y el placer está en el trabajo bien hecho.
Nada garantiza el éxito ni el resultado perfecto. Pero el proceso y el esfuerzo perfecto sí está en nuestro círculo de control, y eso marca la diferencia. La diferencia está en la autodisciplina individual y la que somos capaces de construir con nuestro equipo.
La autodisciplina nos hace más grandes. Pero no por lo que podamos conseguir o alcanzar, sino por quién elegimos ser y el esfuerzo consciente que estamos dispuestos a realizar para lograrlo. No por estatus, sino por propósito. Por un compromiso con nosotros mismos y con los demás (con nuestros equipos y nuestra sociedad).
En definitiva, la fórmula de la autodisciplina te ayuda a entender que:
- Es el mejor proceso contra la incertidumbre, porque convives con ella, y das lo mejor de ti en cada paso, controlando lo que tú puedes aportar.
- Que en la vida no se consiguen las cosas como en las películas, en el minuto 43, sino controlando la impaciencia, no rendirse y caminar con fe.
- Los problemas no se resuelven con normas rígidas e incuestionables, y menos diseñadas en épocas o momentos con problemáticas diferentes. La autodisciplina nos ayuda a tomar mejores decisiones en contextos imprevistos.
- Que no hay que poner toda la carga emocional en los resultados: lo que llega, a veces se pierde. Lo importante es el proceso interno de mejorar cada día… ¡independientemente del resultado!
- ¿Sientes la libertad? La autodisciplina te permite dirigir tu barco.
- Te haces superior al dolor. Y aprendes a quererte y ser amable contigo mismo. Porque nada más desdichado que saber que no has hecho lo correcto cuando tenías la oportunidad de hacerlo. Y ninguna derrota es tan dulce como la de saber que has dado todo lo que tenías para lograrlo; y aprenderás de ello.
Quien me conoce igual se “asusta” por este alegato a la autodisciplina, porque soy algo así como el creativo que le gusta poner todo ‘patas arriba’. Pero nada más lejos de la realidad. La disciplina me hace centrarme en mi aportación de valor, en aguantar los envites de la frustración; controlar el ego, no sufrir cuando veo la apariencia por encima de los hechos. Creo en el esfuerzo de trabajar, aunque sea para ponerlo todo ‘patas arriba’, desde la grandeza de la libertad de dirigir mi esfuerzo, mi atención y mis recursos en lo que aporta un valor diferencial; aunque no consiga a veces recompensas inmediatas, porque sé que son efímeras.
Acabo con una recomendación, esta versión de «Lo que te hace grande» de Vetusta Morla: