El accidente de la factoría Rana Plaza de Bangladesh, cuya cifra de fallecidos aumenta día a día y supera ya la cifra de 1.000, ha reabierto el debate sobre la responsabilidad de nuestra sociedad en las condiciones laborales en el tercer mundo. ¿Podemos evitar este tipo de tragedias? ¿Son un subproducto inevitable del proceso de modernización? ¿Tenemos responsabilidad sobre las muertes al comprar productos salidos de dichos talleres?
Bangladesh, que partía de una situación de pobreza extrema, lleva casi dos décadas, desde la llegada de la democracia en 1991, beneficiándose de un fuerte proceso de crecimiento en la producción y exportación de manufacturas. El país podría convertirse en el medio plazo en otro caso de éxito del “export-led growth”, sistema por el que muchas economías asiáticas han salido de la pobreza. Sin embargo, las condiciones laborales en las ciudades son detestables para unos ciudadanos del primer mundo que observan la tragedia del accidente laboral mientras los dueños de las multinacionales textiles presentan beneficios multimillonarios por su actividad.¿Cómo conciliar moralmente ambas realidades?
La gravedad del accidente ha llevado a diversas organizaciones a pedir el boicot para los productos fabricados en este tipo de talleres, lo cual podría privar a millones de trabajadores de la alternativa que escogieron a su anterior vida rural. Así, la clave de la discusión descansa sobre una realidad que para algunas personas resulta incontestable y para otras falaz. Para unos, los trabajadores emigran del campo a la ciudad para trabajar en dichos talleres porque las oportunidades y la calidad de vida son mejores. Para otros, la libertad no existe cuando se trata de elegir entre diferentes tipos de miseria.
El coste en vidas de la pobreza extrema
Bangladesh se encuentra en los estados iniciales del desarrollo, aunque su evolución reciente ha sido rápida, con una renta per cápita que se ha duplicado desde 1991 impulsada por unas exportaciones que se han multiplicado por 11 y una productividad agraria que ha aumentado el 60%.
Este crecimiento ha tenido como consecuencia una reducción de las tasas de. En 1993, el 24% de los habitantes de Bangladesh se encontraba por debajo del umbral de 1,25 dólares al día, una renta diaria generalmente asociada a la pobreza extrema. Ese porcentaje se ha reducido hoy al 11,2%, lo cual quiere decir que unos 18 millones de habitantes, los cuales equivalen a un tercio de la población de España, han abandonado la miseria extrema.
No obstante, Bangladesh sigue siendo un país extremadamente pobre. Su PIB per cápita ronda los 1.500 dólares anuales, una cantidad que la mayoría de países europeos, España incluida, habían superado ya a finales del siglo XIX. Y la pobreza se traduce en que aspectos muy básicos de nuestra vida relacionados con la salud no están cubiertos en Bangladesh. Por ejemplo, solo la mitad de sus habitantes tienen acceso a sanitarios acondicionados, y el gasto per cápita anual en salud ronda los 60 dólares, frente a los más de 2.000 dólares que se destinan en occidente. La principal consecuencia de estas privaciones es que Bangladesh tiene unas tasas de mortalidad, especialmente las infantiles, escalofriantes para nuestros estándares.
La tasa de mortalidad infantil acaba de descender por primera vez en su historia de los 50 por cada 1.000 niños, mientras a principios de los ochenta rondaba los 200 por 1.000. Pero las diferencias con otros países más desarrollados de su entorno son todavía enormes. Así, si se compara su tasa de mortalidad infantil del 46 por mil frente a la del 12 por mil de Tailandia o el 5 por mil de Korea, el resultado es que la pobreza extrema causa entre 100.000 y 120.000 muertes de niños al año que se podrían prevenir con mayor cuidado de la higiene y la salud.
Esta es la tragedia silenciosa que los medios no recogen periódicamente: cada tres días se produce una nueva tragedia como la de Rana Plaza derivada de la pobreza, solo que en esta ocasión los muertos son niños menores de 5 años. Cuatro semanas después de la tragedia, que se ha cobrado más de 1.000 vidas, han fallecido ya unos 8.500 niños a lo largo de todo el país por causas evitables en el medio plazo.
¿Por qué escandaliza a la sociedad un tipo de tragedia pero se ignora la otra tragedia silenciosa? En primer lugar, puede haber un desconocimiento de la magnitud de las consecuencias reales de la pobreza. Pero, en segundo lugar, el consumidor occidental se siente culpable al haber un mecanismo de asociación directa: al comprar una prenda en Primark, Mango o Benetton –empresas clientes de talleres involucrados en la tragedia-, el consumidor se siente responsable por haber colaborado en la creación y mantenimiento de dicha fábrica. En cambio, al abstenerse de comprar piezas de las marcas asociadas, el consumidor del mundo desarrollado no se siente corresponsable por acción, aunque pueda serlo por inacción al dejar de contribuir al desarrollo del país.
Y este es el punto en el cual nace el desencuentro entre las distintas ideologías en lo que refiere a condiciones laborales y desarrollo económico. Por una parte, ninguna persona informada puede dudar que la tragedia de la pobreza excede con mucho el coste en bienestar de accidentes laborales tan terribles como el acaecido en Rana Plaza, los cuales se producen por condiciones de seguridad deficientes y por fallos de supervisión a menudo ligados con la corrupción política. Pero, por otra parte, las empresas occidentales ignoran impunemente la normativa internacional con el sencillo recurso a la subcontratación, aumentando sus márgenes al trasladar al productor local un riesgo para su salud.
Para aquellas personas con una ideología más cercana al liberalismo, el precio a pagar por el desarrollo se compensa con creces gracias a los enormes beneficios en bienestar y salud asociados a una mayor renta. Los países desarrollados sufrieron también en sus primeras etapas del desarrollo accidentes laborales y desastres ambientales debidos a la relajación de los supervisores. Poco o nada podemos hacer desde nuestras confortables vidas más allá de seguir comprando sus productos para que acaben de desarrollarse. Pero, para aquellos con una ideología más cercana a la izquierda, la promesa del desarrollo no es suficiente. Las multinacionales podrían permitirse pagar unos sueldos mayores en dichos países, o al menos unas mejores condiciones laborales. Por otra parte, el acuerdo preferencial de comercio con la Unión Europea debería estar sujeto al cumplimiento de unos estándares laborales que a menudo se ignoran mientras los organismos supervisores miran hacia otro lado.
¿Existe una solución al problema que permita cumplir simultáneamente los objetivos de industrialización y de mayor seguridad laboral? Los boicots realizados hasta ahora por los ciudadanos no parecen haber surtido efecto. Nike, una compañía que en los años 90 se encontraba en el punto de mira por dudosas prácticas y acusaciones de trabajo infantil, limpió su imagen dejando de fabricar directamente y pasando a subcontratar las labores más penosas. La globalización permite hoy una fragmentación vertical de la actividad que imposibilita seguir el rastro de los materiales originales. De hecho, las condiciones laborales en el edificio siniestrado eran, según testimonios de otros trabajadores del país, aún mejores que las condiciones en otros talleres. Es ciertamente ilusorio pretender que empresas extranjeras que se deben a sus accionistas lideren, más allá de puntuales lavados de imagen, la modernización laboral de países como Bangladesh.
Ante esta dificultad latente, existe un mecanismo institucional que sí podría igualar la balanza en los países de renta baja: un mayor apoyo a la acción sindical. El papel de los sindicatos es realmente limitado en muchos de los países de renta baja, hasta el punto de estar proscritos en varios países o controlados por el poder político. La presencia de grandes empresas exportadoras otorga a las élites en el poder una fuerte capacidad para extraer rentas, las cuales pueden utilizar para moldear e incluso evitar una acción sindical efectiva. Pero la evidencia histórica es muy fuerte a favor de la posibilidad de que un sistema de sindicatos libres y fuertes puedan liderar una mejora de las condiciones laborales en dichos países. No obstante, este tipo de movimientos deberían ser respaldados por todos los países involucrados. De otra forma, las empresas occidentales saltarían de país en país buscando suministros a precios incompatibles con unas condiciones laborales dignas.
Este es el reto ante el que se encuentra la Unión Europea y por extensión el resto de países desarrollados. Por un lado, es innegable que los beneficios de la globalización para los países de renta baja exceden a sus costes: solo una mayor renta podrá hacer que millones de ciudadanos que viven en la miseria puedan tener acceso a unas condiciones de vida más higiénicas y saludables. Además, el boicot a sus productos solo empeoraría la situación, empujando a las multinacionales a subcontratar y fragmentar aún más la cadena de producción y haciendo más difícil el control de las condiciones laborales. En cambio, los acuerdos preferenciales de comercio deberían supeditarse a un apoyo legal a los movimientos sindicales independientes, que podrían hacer valer el gran poder de negociación que supone una gran masa de millones de habitantes deseosos de trabajo y prosperidad.
Una versión de este artículo ha sido reproducida en la revista Tiempo