«Es bueno tener maestros y referencias que nos guíen en nuestros proyectos y nos aporten su ejemplo y modelos de actuación». Lo leí en algún libro de autoayuda para auto-empresarios y era una recomendación ya asumida por nuestro Emprendedor, así con mayúsculas, una vez tuvo clara la idea sobre la que quería construir su StarUp (palabra que, por cierto, siempre le sonó como la onomatopeya sincopada de una metralleta venida a menos). Así que decidió ponerse manos a la obra siguiendo un método deductivo, por supuesto.
¿Quién fue el primer Emprendedor de la historia? –se preguntó—. Es obvio: Dios, que de la nada creó una multinacional que aún sobrevive, no sin dificultades —se añadió con perspicacia— y que unos cuantos años después no sólo aumenta personal sino que está ya dando los primeros pasos para exportar su modelo de negocio a otras latitudes, como la Luna, Marte y otros mercados por conquistar. En la Biblia está todo –concluyó—. De modo que, a la vez que leía sus primeras páginas, fue confeccionando un magnífico y colorido diagrama de flujo de sus siguientes pasos, al modo bíblico, aunque adaptado, por supuesto, a los nuevos tiempos, de los que él se sentía protagonista.
Así, el lunes lo dedicó a la formación, algo que siempre oyó decir que era básico para no equivocarse en la creación de una empresa. Descubrió que oferta formativa era lo que sobraba. Gratuita, subvencionada, online, presencial, de pago, de organizaciones empresariales y sindicatos, de gurús capaces de motivar y expertos capaces de enseñar; con títulos sugerentes como “Crea tu empresa en tres pasos”; otros más intrigantes, tal que “Hazle una esquela a tu zona de confort”; y aun otros, disruptivos a tope, como “Emprender: deja de ser bonsái y conviértete en sequoia”. En fin, mucho donde elegir. Como sólo tenía un día, por razones “de agenda” desechó los cursos y optó por los cursillos. Le dio tiempo a hacer un par por la mañana, con dinámica de grupo incluida, y otros tantos por la tarde con workshop de café y madalena que se cobraban aparte. Obtuvo algunos apuntes, convencido de que le serían muy útiles al cabo de una semana, cuando todo estuviese ya “creado”.
En la Biblia no pone nada al respecto —seguramente porque era otros tiempos, por supuesto antes de la crisis—, pero el resto de la semana, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado decidió dedicarlo a buscar financiación, tarea harto complicada, para la que necesitó añadir alguna camisa al par que ya tenía, y a la se enfrentó con la duda de si debía usar corbata o no, pues aún no tenía claro su uniforme millenial, si formal, casual o quizá un Street style (“Urgente. Debo mirar mi fondo de armario.” –se whatstapeó a sí mismo para recordarlo–). De momento, el dilema lo resolvió de manera inteligente (recordemos que estamos hablando de un Emprendedor, así con mayúsculas). Cuando accedía a las oficinas en las que mantener la entrevista de turno, bastaba un simple escaneo visual a la Recepción y las personas con las que se cruzaba para que se le iluminara el oportuno insight y, si era preciso, tras rogar que le indicaran el lavabo procedía a anudarse la corbata que siempre llevaba bien doblada en el bolsillo. Esta picardía ya avanzaba sus dotes de innovador, que él achacaba a su inteligencia natural (había leído, por cierto, algo de una inteligencia artificial sobre la que aún tenía algunas lagunas, aunque ya tenía decidido, por supuesto, incorporarla a su empresa y así aparecía reflejado en el Canvas de su proyecto).
El caso es que, tras semejante vorágine de actividad, entre meetings, pitch elevators y power points, entendió por qué Dios dedicó el último día de la semana a descansar. Y él no iba a ser menos.
El lunes siguiente, a nuestro Emprendedor, así con mayúsculas, le pareció que algo se le había escapado. Volvió a su entonces libro de cabecera, la Biblia, y avanzando en el Génesis –nombre que encajaba, por cierto, como un guante para su empresa non-nata hasta que oyó por la radio un anuncio de una compañía de seguros que se le había adelantado—, llegó a Adán y Eva.
El descubrimiento fue revelador. Resulta que Dios había creado todo lo anterior pensando en un “mercado” concreto, en su caso, una pareja ávida de ascender en el escalafón social (aunque estuvieran de momento ellos solos).
¡Está claro! – concluyó—: necesito definir mi buyer persona… Apenas unos párrafos más adelante, sin embargo, el divino emprendedor le dio otra lección digna de la mejor charla de TED talks. Resulta que en esta historia bíblica del emprendimiento aparece una serpiente dedicada, al mejor estilo Steve Jobs, a lanzar promesas sin duda muy competitivas, nada menos que ser como dioses a cambio de un simple mordisco a una manzana (y ahí entendió, por cierto, con su natural sagacidad, de dónde venía el logotipo de Apple…)
O sea —se dijo—, que mis clientes les van a llover tentaciones de uno y otro lado, provenientes de eso que en uno de los cursillos llamaban competencia. Colijo entonces —continuó con sus cavilaciones— que, si al mismísimo Dios se le coló una manzana para complicarle el negocio, yo quizá debería empezar a preocuparme con más razón.
En éstas estaba cuando, recapitulando, se dio cuenta de que, como si no tuviera bastante, mientras Dios todopoderoso resolvió el tema en siete días, él no había logrado ni un triste business angel que le acompañara. Item más:
si al primer emprendedor, que incluso había creado una pareja de consumidores a su medida, le había salido una competencia feroz capaz de arrebatarle la única demanda solvente entonces existente, no era difícil deducir que él, pobre mortal, lo iba a tener francamente complicado.
Entre semejantes pensamientos, la creación de la StartUp bíblica dejó de parecerle interesante como modelo a seguir. Me he equivocado en el benchmarking –se dijo una vez barajó las KPI’s oportunas—. El traspiés moral no fue pequeño, porque entendía muy injusto semejante bofetada a su ilusión empresarial. Pero él había sido educado en el esfuerzo, a golpe de copy-paste entre Google y Wikipedia. Sabía por ello que lo más importante era seguir buscando hasta hallar la guía adecuada. Tenía que estar en algún sitio, escondida tras una url de su ultrabook 2 en 1 convertible o en alguna estantería de su casa…
… Y no iba descaminado. Unos días después, tras ver de un tirón, a modo de formación online de mantenimiento, los últimos Pasapalabra que tenía grabados, su espíritu inquieto y aventurero le llevaron a fijarse en el mueble más importante de la casa, la librería.
La biblioteca de un hogar representa y define el nivel y las inquietudes intelectuales de la familia. Quizá por eso ocupa un lugar preferente en el salón y, lo que es aún más significativo, también por ello suele dejar un hueco destacado en el centro para el televisor. De esta forma, toda la pléyade de personajes televisivos que suelen asomarse a la pantalla, sea desde la casa de Gran Hermano, el Parlamento o La que se avecina, tienen un nexo común y quedan armonizados, apenas a un palmo de estantería, con la Enciclopedia Larousse y las obras completas de Pérez Galdós. Es una visión hermosa, ¡qué duda cabe!, y demostración, sin ir más lejos, de que los miembros de esa familia —la de nuestro Emprendedor, así con mayúsculas— tienen una vasta, audiovisual y ecléctica cultura, que no le hace ascos a nada, aunque la pantalla del televisor 4K esté impoluta mientras la colección del Círculo de Lectores exhibe con resignación un fino manto de polvo conseguido tras muchos años.
Allí, en el epicentro de la sabiduría hogareña, nuestro hombre (sustituir por “mujer”, por cierto, los forofos del lenguaje inclusivo)…; allí, decía, entre un libro de Paulo Coelho y las obras completas de Mafalda, se mostraba orgullosa una edición de El Quijote primorosamente encuadernada y aún con esa suave adherencia entre sus páginas que hacía difícil hojearlas pero demostraba su pureza todavía sin mancillar. El grosor del volumen le asustó, así que repasó por encima el resto de la biblioteca por si había una versión abreviada, como esos “abstracts” que se incluyen en los artículos científicos (el rincón del vago punto com es lo que tiene…). Vano intento, así que empezó a leer, siguiendo la técnica de lectura en diagonal (su dominio provenía de un cursillo anterior) y no le costó clasificar a sus principales protagonistas y desentrañar el fondo de las historias que allí se contaban.
Don Quijote también tenía lo suyo de emprendedor, no con mayúsculas, como él, pero sí al menos por la ilusión y el afán que ponía en todas sus andanzas. Tenía mucho de visionario, como Jeff Bezos o Elon Musk, y no le preocupaba que todos le dijeran que perseguía metas imposibles que solo existían en su imaginación. Eso no es malo —se dijo, convencido—. De hecho es lo que se deduce también de muchas de esas frases tan interesantes que están en todo Manual del Emprendedor y que firman Einstein, John Lennon, Groucho Marx, Valdano, Woody Allen, el Dalai Lama (o, en su defecto, Richard Gere).., en fin, gente con la cabeza bien amueblada.
Soñar es bueno, definitivamente —concluyó, satisfecho—. Lo que le decepcionó bastante fue la poca capacidad del Ingenioso Hidalgo para plantear una estrategia seria derivada de su Misión, Visión y Valores, resumidos todos ellos en lograr la conquista de Dulcinea. Ahí fallaba, sin duda porque caía en la tentación de procrastinar (hermosa palabra aprendida en otro cursillo) demasiado y vagar por los campos de La Mancha distraído y sin rumbo.
No obstante, (este muchacho, Cervantes, tenía buenas ideas…) otro personaje le impresionó tanto como Don Quijote. Hasta su nombre tenía gracia: Sancho Panza. Ejercía de escudero, algo así como el “gestor” de las aventuras de su amo Alonso Quijano, que, sin llegar a CEO, sí tenía un cierto poder pues se encargaba de la logística del viaje. Nuestro Emprendedor consideró que no era mal consejo contar con alguien que se ocupara del día a día en su futura empresa mientras él se volcaba en tareas de mayor calado. Claro que eso podía trastocar el planteamiento financiero inicial. En efecto, Sancho Panza había acordado con su “jefe” que le acompañaba y organizaba sus asuntos, pero a cambio se le debía otorgar la “gobernanza” (palabra de moda aunque algo fofa) de la Insula Barataria. A la postre, páginas más adelante, resultaba que semejante pago por sus servicios venía a ser un montaje para camuflar su retribución. Excelente precedente de las tarjetas black —añadió, sagaz, de su propia cosecha.
El caso es que, de este libro, entre capítulo y capítulo, nuestro Emprendedor –en mayúsculas, siempre— sacó abundantes conclusiones. En él, a diferencia de la Creación bíblica, había una dosis de realismo muy provechosa, aunque también era cierto que no podía desdeñar algunas enseñanzas extraídas del púlpito del Génesis. Veamos —se dijo, mientras tomaba su tablet y su lápiz digital—. Antes de que se me olvide, voy a hacerme a mí mismo un pequeño brainstorming de cosas aprendidas:
—En siete días no se crea una Empresa.
—Sí. Conseguir financiación resulta muy complicado. Exige tiempo y saber “venderse”.
—Sí. Definir tu mercado es básico.
—No vas a estar solo. Siempre habrá algún “demonio” que alardee de ser tu competencia. Y no será por aparentar.
—Sí. La formación es fundamental. Querer no es poder. Hace falta, además, saber.
—Sí. La ilusión por el proyecto es imprescindible para no transformar el camino en una tortura. No conviene adelantar las decepciones. Además, es muy poco inteligente.
—Las citas lapidarias de los gurús, empresarios-estrella y otros famosos no sirven de mucho. Si acaso, y solo en algunos casos, los ejemplos de su vida y sus logros.
—Sí. La gestión diaria es lo que hará sobrevivir a la nueva empresa. Abrir la puerta suele significar empezar a gastar, no comenzar a ganar.
—¿Ah!… y no: tener un vocabulario extenso de inglés versión unboxing, no es suficiente para emprender, aunque hay que reconocer que queda bien en los PowerPoint y en los Prezi.
… Y así, nuestro Emprendedor (….) terminó su particular Master con un fragmento de la carta que Sancho Panza escribió a Don Quijote tras convencerse de que lo suyo, por mucho que la erótica del poder sí parecía tener algo de indudable atractivo , no era gobernar. Quizá era, simplemente, vivir.
Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite desta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieran acometerlas. Mejor se me entiende a mi de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. (…) y volvamos a andar por el suelo con pie llano, que si no lo adornaran zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda; cada oveja con su pareja y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere larga la sábana, y déjenme pasar, que se me hace tarde.