Durante el último mes, charlando y compartiendo en Twitter, en mis intercambios me he encontrado una y otra vez, con el mismo concepto erróneo. Además del ya típico -y tópico- error de considerar que el precio equivale a los costes más los beneficios, últimamente he leído una y otra vez el mismo error: confundir coste para el usuario e ingreso para el oferente. Ambos conceptos (magnitudes, importes,…) difieren enormemente y por múltiples causas. Intentaré explicarlo.
“Creo, y me puedo equivocar, que confundes coste para el usuario e ingreso para el oferente”
SimónGRT
Coste económico y coste monetario
Ya vimos que, aunque parezca atractivo hacer comparaciones de precios por ser una dimensión numérica de los mercados (en puridad, de los intercambios), podemos cometer terribles errores al hacerlo puesto que lo normal es que no sean precios comparables.
El coste para el demandante (para el comprador) no es solo el monetario o precio, sino también todos aquellos costes directos en que incurre (tiempo, desplazamientos, adaptación, curva de productividad, riesgo).
Esos costes económicos y no monetarios de la adquisición podrían ocupar un post cada uno, pero valgan por hoy estos pocos ejemplos: tiempo de búsqueda y negociación; desplazamientos del decisor de la compra, del producto adquirido, o de los prestadores del servicio; tiempo y recursos empleados en la adaptación, adecuación, parametrización y puesta en marcha de lo adquirido; productividad por lo debajo de lo esperado al comienzo de la posesión del producto; posibilidad de que lo adquirido no alcance las expectativas previas (y de que alguien sea despedido por ello).
“El coste de un producto no es su precio de compra, sino su precio de uso”
Richard Deming
Coste monetario y coste total
Además del coste monetario que hemos visto, hay un tipo de coste más, que solo hemos tocado de refilón y completamente imposible de traducir a dinero: el coste emocional de no haber alcanzado la adquisición del producto o servicio que realmente deseábamos, o no alcanzar la cantidad de dinero que esperaba obtener en el intercambio. Incluso habría que englobar aquí el coste emocional de no haber podido cerrar la operación en ocasiones anteriores, y que se traslada al cierre de la actual.
Los profesionales inmobiliarios lo vivían a diario durante la burbuja cuando tenían que rebajar las expectativas de los compradores a sus capacidades reales de compra, mientras intentaban urgirles para que hasta esas expectativas rebajadas no se vieran frustradas por los precios al alza. Hoy lo viven en sentido contrario, desmintiendo las expectativas económicas de los vendedores e intentando corregirlas a la baja, mientras se les mete prisa para que el precio que puedan recibir sea aún menor.
Otros profesionales tenemos una enorme dificultad al desmontar y corregir la idea de negocio que tenía nuestro cliente cuando vemos que no va a ser factible desarrollar una empresa sobre ella.
Ese coste total, que engloba al económico y este al monetario, el que utiliza el actor económico para tomar su decisión. Queda claro, por tanto, que parte de ese coste es subjetivo y no objetivable, lo que impide predecir la decisión de un actor concreto
“Se puede hacer una correcta gestión de costes con un simple análisis de cuellos de botella”
William Verdini
Ingreso y retribución
De un modo similar, quien recibe dinero en cualquier transacción no solo recibe dinero. Esto lo conocen perfectamente los profesionales de los recursos humanos, que diseñan una política retributiva al completo en la que contemplan no solo los ingresos de cada tipo de trabajador, sino cualesquiera otras prestaciones, productos, servicios o marcas de clase que estos vayan a esperar o valorar. Dichos complementos al sueldo y sus impuestos, también compuestos de intangibles, son parte importante de la retribución del trabajador, si bien no están exentos de peligros.
Un regalo inesperado, un agradecimiento o reconocimiento en público, la convicción de haber hecho un bien a los demás, forman parte de la retribución tanto como el dinero.
Ingreso e ingreso neto
Veamos también la cara opuesta. Ocurre a menudo que la contraparte no recibe realmente todo lo que pudiéramos pensar que ha obtenido con el intercambio. Pagar a sus asesores, los impuestos asociados a la transacción, los costes de desplazamientos, …o esperar el tiempo pactado para recibir pagos diferidos. Y por supuesto que, como hemos visto antes, hay un coste emocional asociado a lograr un acuerdo y que detrae valor (subjetivo siempre) del ingreso logrado.
Paralelamente a lo visto antes, ese ingreso neto, que detrae del ingreso los costes asociados a la transacción, es el que utiliza el actor económico para tomar su decisión. Queda claro, por tanto, que parte de ese coste es subjetivo y no objetivable, lo que impide predecir la decisión de un actor concreto
La cuña de los impuestos
Pero la mayor fuente de alejamiento entre ingreso obtenido y coste pagado son, por supuesto, los impuestos.
Tan solo en un mercado, el de trabajo, los diversos impuestos generan fácilmente una cuña de más del 45% sobre el sueldo bruto. El empleador decidirá sobre el coste total (sueldo bruto + seguridad social) y el empleado sobre ingreso neto (sueldo bruto – seguridad social – IRPF). Y esta es tan solo la cuña de los impuestos, que se ve ampliada por la profusa normativa que impone más y más costes al trabajo por cuenta ajena y aleja más y más las valoraciones sobre los que ambos tipos de actores económicos toman sus decisiones.
Sin entrar en explicar óptimos de Pareto o subóptimos de Nash, es intuitivo pensar que, a causa de esas diferencias en las valoraciones se celebran menos acuerdos de los que se darían si la cuña no existiera. Dicho de otro modo, hay menos puestos de trabajo de los que podría haber sin esos impuestos.
Lo mismo ocurre con todos los impuestos que gravan la creación de riqueza o su transmisión (la inmensa mayoría), que disminuyen la generación de riqueza. Tanto más cuanto más altos sean.
Entiendo que el tabaco tiene algunas externalidades no deseadas y que se aplique un impuesto disuasorio y lo mismo en cuanto al alcohol. Sin embargo, lo que sigo sin entender es ¿por qué la mano de obra es castigada con unos impuestos al trabajo tan elevados en España?
Arthur Laffer
El caso del salario como precio
Ciertamente el mercado de trabajo es un caso extremo, y por ello muy ilustrativo, de lo que intento explicar. Si además de los impuestos tenemos en cuenta todos los demás costes que ambas partes afrontan para alcanzar un acuerdo, especialmente los riesgos por parte del empleador en forma de despido, incertidumbre sobre el desempeño del trabajador (calidad del servicio que prestará), etc. Resulta que la cuña entre las valoraciones de empleador y empleado es aún mayor, y la incomprensión mutua inmensa.
El problema que subyace a esta diversidad de visiones es la definición de precio, que ya vimos, y de la definición del salario como precio en el mercado laboral. Porque, ¿cuál es el salario (el precio)? ¿El sueldo bruto? ¿Sueldo bruto más cotizaciones sociales de la empresa? ¿Lo que se ingresa realmente en la cuenta corriente al trabajador? ¿Lo que le habrá quedado en neto después de presentar la declaración de la renta en mayo del año siguiente? ¿Todos los costes que afronta la empresa para contratar un empleado? ¿Otra cifra distinta?
Por supuesto que, para poder negociar, ambas partes suelen hablar del mismo concepto, el sueldo bruto. Espontáneamente se ha llegado a ese concepto como lenguaje común para negociar pero como vemos, la visión que ambas partes tienen de él, la valoración que ambas partes hacen de él, está tremendamente alejada.
Y lo mismo, exactamente lo mismo, ocurre con cada precio en toda transacción.
Ningún economista defiende que los mercados reales funcionen como lo haría un mercado de competencia perfecta
Jesús Alfaro
Por desgracia SÍ
SimónGRT
Poder de negociación y transferencia de costes (impuestos)
Una de las principales razones que se esgrimen para motivar la legislación (intervención pública) en diversos mercados es el diferente poder de negociación entre una y otra parte de dicho mercado. Y sin embargo esa intervención no suele estar orientada a aumentar las opciones de la parte “débil”, disminuyendo así el poder de negociación de la parte “fuerte”. Muy al contrario, la legislación tiende a introducir costes añadidos al acuerdo, adjudicándoselos a la parte teóricamente “fuerte” y agrandando la diferencia en las valoraciones del precio, con dos efectos añadidos:
- El primero, que las intervenciones suelen tender a generar ingresos para las arcas públicas, hasta el punto de que a menudo parece que ese sea el único interés al intervenir.
- El segundo, que o bien ignoran que el coste añadido será transferido desde la parte “fuerte” a la “débil” (ignorando al tiempo su propio análisis de partida y fundamento) o bien lo proscriben.
Prohibir esa transferencia de costes es absurdo en todo caso puesto que, si no se puede hacer a través del precio (o de otras operaciones entre los mismos actores), se hará a través de la cantidad (con menor número de operaciones). Claro ejemplo de lo segundo es el paro causado por los sucesivos aumentos de los costes de la contratación.
De este modo se abandona también el principio de la eficiencia, uno de los cinco principios básicos de la imposición (Siglitz, 1999), que supone que los impuestos no deben interferir en la asignación eficiente de los recursos, no deben distorsionar la actividad. Forzar al paro a gente que podría estar trabajando, ¿es eficiente? ¿Es deseable? ¿Qué otros efectos son preferibles y por tanto son puestos delante de este?
Pensar que introducir un coste para la parte presuntamente “fuerte” de un acuerdo puede beneficiar de algún modo a la parte presuntamente “débil”, es una aplicación práctica de la errónea concepción de las relaciones económicas como juegos de suma cero. Y contiene un error de análisis añadido al anterior, y es pensar en las transacciones como estáticas, cuando la economía es siempre dinámica.
No son las montañas. Esto es la civilización y en la civilización no te roban en el camino. Se esperan que entres en las ciudades
Terry Pratchett
Operación cerrada es ganancia esperada
Vuelvo al primer error con que abría este post, pensar que el precio es el resultado de sumar los beneficios a los costes (cuando es justo al revés, el beneficio es el resultado de restar a los ingresos –inciertos– los costes –seguros–, si es que queda algo). El precio se cierra cuando se cierra la operación, y no antes. Y que la operación se cierre significa que ambas partes esperan que su situación mejore con el acuerdo (pensar lo contrario supone pensar que hay algún idiota que actúa en contra de sus propios intereses). Lo formularé de otra manera: operación cerrada es ganancia esperada.
Eso no significa que la operación cerrada o la ganancia esperada haga necesariamente felices a los intervinientes. La satisfacción con el acuerdo depende también, como veíamos antes, de las expectativas previas de las partes. Que el acuerdo se cierre supone que su situación mejora, no que mejore tanto como habrían deseado o esperaban que lo hiciese.
Tampoco significa que toda operación cerrada suponga beneficio para las partes, a menudo esto solo se corrobora con el tiempo; significa que se espera que sea beneficiosa. Por eso digo que el beneficio es el resultado de restar los costes a los ingresos, si es que queda algo.
Conclusión: Para entender al otro…
Para entender al otro, primero hemos de aproximarnos a la valoración sobre la que toma sus decisiones. Para cerrar más operaciones (vender más, comprar mejor, generar relaciones a largo plazo), conviene entender a la contraparte. Y ese conocimiento y comprensión suponen tener claro sobre qué valor (ingreso neto o coste neto) realiza su decisión. Para entender al otro, pongámonos en sus zapatos. Así de sencillo. Aunque nada fácil.
Por último, leyendo a Juan Ramón Rallo encuentro este interesante gráfico que muestra la relación entre las remuneraciones salariales (que incluyen costes salariales y costes parasalariales como el seguro de salud o los planes de pensiones pagados por la empresa) y la productividad del trabajo.
Como ven, la evolución de las remuneraciones salariales está perfectamente correlacionada con la productividad. Lo mismo ocurre en España, aunque los trabajadores no lo sientan porque la cuña de los impuestos y la normativa ha ido creciendo año a año.