Es un trozo de algodón y lino que semeja al papel y mide 133 x 72 mm., está impreso en colores variados y tiene unas marcas extrañas visibles solo mirándolo en una determinada posición. Nos encanta llevar varios en el bolsillo sobre todo porque en lugar destacado aparece el número 20 y debajo la palabra EURO. Se trata de dinero contante y sonante (en este caso solo si lo arrugamos), que es recibido sin reticencias por la cajera del supermercado al igual que por el vendedor de la ONCE, tras ser capaz de reconocerlo al tacto; a cambio nos da un cupón que esconde, ¡quién sabe!, un montón de billetes como el que le hemos entregado.
Pero ¿de verdad “eso” con lo que pagamos vale 20 euros? Sabemos que no. Aunque no se difundan datos, al parecer el coste real de fabricación de un billete de 20 euros está en poco más de 6 céntimos, si bien depende de la complejidad de la impresión, las tintas empleadas, sus medidas de seguridad, etc. Es un “producto”, por tanto, muy rentable si comparamos su coste de producción con su valor de mercado. Al contrario de lo que ocurre con las monedas de 1 céntimo que es deficitaria porque su fabricación cuesta 1,6 céntimos, o sea mal negocio.
¿Dónde radica entonces el motivo de nuestro afán por acumular los dichosos billetes de 20 euros, tanto como los de sus hermanos pequeños y mayores? Naturalmente no en su valor material sino en el valor que de común acuerdo le otorgamos. El dinero actúa como intermediario y tiene una función de intercambio.
Mi dinero sirve para adquirir productos o servicios y, a su vez, permite a mi proveedor convertirse en comprador de sus propios productos o servicios. Digamos que, cuando hay dinero de por medio, el trueque se vuelve sofisticado y quizá algo pedante.
El valor del dinero es, en definitiva, una cuestión de confianza, por eso se denomina “valor fiduciario” (de fiducia: confianza), y la confianza es compartida por todos como una convención, (según la RAE norma admitida, acuerdo, conformidad, –aunque, curiosamente, su primo hermano el vocablo “convencionalismo” se define como opiniones o procedimientos basados en ideas falsas que, por conveniencia, se tienen como verdaderos–.).
A la vista de todo ello, ¿no será que estamos en realidad en un mundo rebosante de convenciones, en bastantes casos con tintes de “convencionalismos”?
Ya sabemos que los 20 euros que dice contener nuestro billete en realidad ni están ni se les espera; sencillamente nos los creemos bajo palabra de honor de los Bancos Centrales… al menos mientras no llegue la inflación que convierte nuestro sagrado “…, lo que se da no se quita” en una mera declaración de intenciones.
El valor y utilidad de cualquier de estas convenciones está en su difusión y aceptación por la mayor cantidad de personas. En eso, el dinero se lleva la palma. La confianza con la que lo respaldamos en sus formatos de billete o moneda — incluso de cheque, bitcoin o pagaré– es compartido se llame la moneda Dong en Vietnam o Rand en Sudáfrica.
Para que la sociedad funcione necesitamos un buen número de convenciones, de acuerdos, de creencias, que nos permitan seguir adelante sin tener que reorganizar nuestra vida cada día mientras desayunamos.
Navegamos sobre creencias a las que otorgamos el necesario significado para que adquieran el valor que las convierte en deseables. Así, nos conviene que haya, por convención, una autoridad en manos de unos pocos con la disculpa de que el orden que dicha autoridad debe garantizarnos es imprescindible para la convivencia; es un ejercicio de confianza en una minoría por pura desconfianza en la mayoría.
Lo mismo ocurre respecto a, por ejemplo, los patrones en los que debe basarse el concepto de belleza que mayormente hemos convenido en una serie de medidas y en una apariencia determinada.
Hemos convenido también entre casi todos, y así nos lo creemos, que el “bienestar” o se sustenta sobre determinadas evidencias acordadas (comodidad seguridad, respaldo económico, salud…) o no puede llamarse como tal. Y lo mismo si nos referimos al concepto “desarrollo”, sobre el que solemos coincidir en vincularlo al poder económico y poco más.
Flotamos sobre un sinfín de acuerdos que no son sino cuestiones de fe en la convicción de que son convenientes para todos, tanto como en la sensación de pereza que nos da ponerlos en entredicho, aunque haya síntomas que lo aconsejen.
Pero, ¿de verdad es así, por mucho que así lo creamos? ¿Es realmente incuestionable, mejor aún, conveniente creer a pies juntillas que muchas de tales convenciones sostienen el frágil funcionamiento de nuestra vida y nuestra sociedad mejor que asumir la realidad tal y como es?
En mi opinión todo se reduce a una especie de juego de espejos. La realidad que podemos comprobar y aceptar suele ser un reflejo de algo más complejo compuesto de hechos y datos ciertos, creencias subjetivas, influencias diversas… y convenciones naturalmente asumidas. La verdad quizá no exista en estado puro porque para que nos llegue siempre precisa de una intermediación, aunque sea de nuestros sentidos, que de por sí ya la modifican.
No pretendo entrar en terrenos filosóficos que me son ajenos. Tan solo apuntar que, por una parte, al parecer somos “buena gente” porque nos creemos un buen número de axiomas sin mayor oposición, diríamos que “por principio”. Y por otra que asumir tal cantidad de convenciones nos coloca en la delicada posición de creer que lo que damos por hecho es la verdad. Somos tan buenos que nuestro mayor pecado es la ingenuidad.
Quizá sean las matemáticas lo único que puede provocar sarpullidos a nuestra convenciones personales y sociales.
Un matemático norteamericano, John Allen Paulos, publicó hace unos años un libro titulado El hombre anumérico en el que pone en evidencia, de forma divulgativa, el analfabetismo científico de la inmensa mayoría de nosotros, que lleva –y esto es lo grave—a tomar decisiones por parte de quien puede influir en nuestra vida, alejadas de la realidad que representan los números. Claro que la exactitud matemática cuando se viste de cálculo de probabilidades o de estadística, por ejemplo, se siente cómoda ajustándose a ciertas convenciones que la suavicen. Por ejemplo, asumimos que la mayoría siempre tiene razón cuando, en realidad, comprobamos que en las encuestas electorales es frecuente lo contrario a la vista de los resultados reales e incluso después cuando, en relación con el elegido real y efectivamente por mayoría, comparamos sus promesas electorales con el nivel de su cumplimiento.
Asumimos que, también como ejemplo, en una sociedad libre todas las opiniones son respetables, olvidando, como nos recuerda el filósofo José Antonio Marina, que solo han de respetarse las opiniones sostenidas por una argumentación medianamente coherente, porque el resto no pasarán de exabruptos o meras ocurrencias.
Casi todo nos lo creemos sin más. Vivimos en un estado de fe permanente y, para sostener nuestras creencias, hasta podemos añadir algún toque de matemática insobornable. Como aquel viajero, usuario frecuente del avión, preocupado siempre por la posibilidad de que hubiera una bomba en los aviones que debía tomar. Calculó la probabilidad de que fuera así y, aunque ésta era baja, no lo era lo suficiente para dejarlo tranquilo, así que optó por llevar siempre una bomba en la maleta. Según él, la probabilidad de que hubiese dos bombas a bordo era ya infinitesimal.
Y es que seguramente nos siga conviniendo más aprender a navegar en la mentira que sumergirnos en la verdad. Lo dicho: por pura conveniencia… y salud mental.