Resulta cuanto menos curioso comprobar que las crisis de deuda soberana no son resultado de los sistemas financieros adoptados en siglos recientes, ni de la globalización, ni de la inmediatez y complejidad de los flujos de información para las operaciones, ni si quiera del mal gobierno de los países y sus finanzas…¿o sí?
Volviendo la mirada atrás nos encontramos con que ya en la primera mitad del siglo XVI, Felipe II tuvo que enfrentarse a la fuerte dependencia de la financiación ajena. Ésta se componía por una parte, de deuda flotante o a corto plazo: asientos o anticipos sobre ingresos fiscales con un tipo de interés 1% mensual más gastos; y cambios cuando los flujos de crédito se producían entre diferentes territorios con sus respectivas monedas. Por otra parte, la financiación a más largo plazo se instrumentaba mediante juros con diferentes características y que podrían asimilarse a la deuda pública actual. También es sorprendente el hecho de que esta financiación para la Hacienda Real tuviera orígenes tan diversos como Amberes, Cataluña, Castilla, Génova, Portugal, Florencia, Milán, Nápoles, etc.
Si bien Felipe II se encontró con fuertes desajustes entre sus ingresos y gastos, que vulgarmente se conoce como déficit y ha sido recientemente declarado bestia negra de las economías del siglo XXI, creo que a algún despistado puede sorprender cómo solucionó sus crisis de deuda soberana. En los años 1557, 1560, 1575 y 1596 se declararon sendas bancarrotas como forma de reajuste fiscal.
Las dos primeras bancarrotas se resolvieron con quitas y reconversión de deuda y fueron, sobre todo, parte de la herencia de Carlos V. Debe tenerse en cuenta que además de otros factores, la amplitud del reino, las luchas y disputas y la variabilidad de los ingresos indianos hacían de la Hacienda Real un complejo entramado. Tras estos primeros reajustes, Felipe II también trató de reforzar los ingresos mediante tasas sobre concesiones.
En 1575 comenzó otra crisis con el rechazo de deuda a corto plazo, ya que se consideró que los banqueros o financiadores habían abusado en el cobro de intereses. Las bancarrotas se resolvían con la transformación de asientos y cambios en juros o deuda a más largo plazo y permitían recalibrar los tipos a niveles menos abusivos y acabar con los fuertes intereses de demora. Aunque el monarca pretendía tras estas crisis alejarse de la alargada sombra de los banqueros, al final retomó una y otra vez sus relaciones para financiar sus campañas militares. Por último, la bancarrota de 1596 fue resultado tanto de un retraso de la flota con recursos de las Indias, como también del enrarecimiento de las relaciones entre Felipe II y sus fuentes de financiación.
A pesar del aumento de la presión fiscal el desequilibrio entre los ingresos y gastos desembocaron en una nueva bancarrota en 1607 en la que se negoció la devolución de deuda a corto plazo, que fue trasladada de genoveses hacia castellanos.
La vigencia de los objetivos de las bancarrotas es alarmantemente actual y permiten abrir el debate sobre su posible aplicación. La espiral de crecimiento de los tipos de deuda pública hasta niveles que dificultan su cumplimiento es una realidad notable, pero la envidiable recuperación de capacidad de financiación de un país que se declarara en bancarrota es más que dudosa. El que la corona fuese capaz de colocar nueva deuda pública una y otra vez no parece que fuera posible para un soberano declarado en bancarrota en la actualidad. Lo que sí que parece más que probable es que la espectro conocido como Soberanos, Supranacionales y Agencias sufrirá una reorganización en un futuro próximo y que nuevos instrumentos de deuda vendrán a sustituir aquellos que pierdan vigencia y capacidad de colocación entre los inversores. Aunque los escollos financieros no hicieron más que acrecentarse para los Austrias,esa ya es otra historia.
Mercedes Storch es economista del Instituto de Crédito Oficial