Hace poco me recomendaron cuidar el SEO de los títulos que encabezan estos post y artículos que, de vez en cuando, lanzo por esos océanos digitales. Como sabemos, la «araña» de Google prefiere atrapar en su red aquellas páginas que contienen las palabras que responden a las búsquedas más solicitadas. Dudo por ello que el término Ebitda tenga mucho éxito, pero estoy seguro que el vocablo «sentimiento» lo compensará con creces.
A las empresas podemos contemplarlas desde variadas perspectivas: la productiva, la económica, la social…; así como escudriñarlas poniendo el foco en su reputación, sus valores o sus personas, entre otras. Es evidente que cualquier organización resulta poliédrica y tal complejidad es lo que la convierte en atractiva para el observador, y en un reto constante para quien pertenece a ella. De ahí surge la ingenua provocación que busca el titular, adjudicando a un concepto financiero, frio y gris como casi todos los de su especie, un cierto halo espiritual con forma de corazón. Pretendo explicar con ello que, en efecto, sentir puede ser el elemento que mejor equilibre el resto de órganos de una empresa, dedicados al conocimiento, el análisis y la ejecución.
Conocer
Decía Edwards Deming, apóstol de la idea de «calidad total» con la que evangelizó la industria japonesa con tanto éxito tras la segunda guerra mundial, que «si no puedes describir lo que estás haciendo como un proceso no sabes lo que estás haciendo». También a él se le atribuye un pequeño rótulo en su despacho con la frase: «En Dios sí confiamos; todos los demás mejor que aporten datos». La inteligencia analítica cuyo fin es poder tomar decisiones basadas en hechos es un excelente recurso para cualquier empresa que no quiera perder de vista la realidad presente como punto de apoyo para conquistas futuras.
Hoy, la industria 4.0, como modelo disruptivo a partir de la digitalización de la información y los procesos, cuenta con los datos como primer soporte para construir un ecosistema cuyo fin último no es otro que aumentar la productividad, en un recorrido en el que se trata de convertir lo intangible en táctil o, si se prefiere, el algoritmo en producto.
La información interiorizada, convertida en conocimiento en su sentido más amplio, es imprescindible para sustanciar el quehacer del día a día y cimentar los éxitos por venir. Podemos hablar de información sobre el mercado y el cliente, de know how tecnológico, de recursos para aplicar inteligencia competitiva, etc. Podemos, en fin, hablar de data… pero poco más. Lo relevante es situarse ante tales datos como ante un cuadro en un Museo, capaz de emocionarnos y aun de aumentar nuestro bagaje cultural pero cuya contemplación es mucho más enriquecedora si sabemos escudriñar su técnica pictórica, conocemos bien al autor y la historia del cuadro y, en suma, añadimos interpretación y análisis a la simple admiración. ¡Cuántas empresas acumulan ingentes cantidades de información con la sola función de ocupar algunos terabytes en un servidor, solo para poder observarlos de vez en cuando! Si es así, no estaría de más pararse a pensar.
Pensar
En una reciente conferencia dedicada, al Internet de las Cosas y la Digitalización de las empresas, pude de nuevo escuchar una idea que de forma recurrente y más o menos explícita busco transmitir allí donde tengo oportunidad (aquí, sin ir más lejos). La necesidad de incorporar con más decisión las virtudes humanísticas a la empresa, una de las cuales es la reflexión, que, por cierto, no conviene confundir con el cálculo.
Decía el ponente que un frecuente pecado de las empresas decididas a digitalizarse es no pensar lo suficiente en el qué, el cómo y el para qué, creyendo que, para formar parte de la “imprescindible” industria 4.0, basta con poner servidores más potentes y usar la nube para almacenar documentación y, quizá, trabajar online sobre ella (exhibir ante clientes y proveedores estar al día en cloud computing viste mucho, sin duda). Sin embargo, es la inteligencia analítica lo que garantiza mayores dosis de éxito tras aplicar estrategias y recursos. Es esa capacidad de discernimiento la que posibilita diferenciar y conocer los hechos, las opciones, sus consecuencias y, en fin, la que debe marcar el camino de las decisiones empresariales para que, al menos de partida, cuenten con el valor de la causalidad, preferible siempre a depender de la casualidad.
Sentir
A veces como mero observador, y más aún si se tiene la ocasión de conocerlas con más profundidad, puede percibirse que hay empresas con un latido especial, así como otras de electrocardiograma plano. La empresa es un ser vivo que respira, a veces forma agitada y otras pausada; que transmite una determinada personalidad que atraviesa naves y despachos; que emana ilusión o hastío; que se nota tensa o relajada; de la que se sale, en fin, sintiendo algo, aunque sea indiferencia.
Creo, por ello, que una organización también debe aprender, como las personas, a gestionar sus propias emociones y, aun antes de eso, a admitir que la emoción forma parte de su identidad. Eso explica, entre otras cosas, que las empresas y las marcas que las representan provocan odios y amores, generan apóstoles y enemigos y van construyendo, por así decirlo, su propio currículo sentimental con el mercado y la sociedad.
Este hecho es hoy aún más visible merced a las redes sociales. Hasta su llegada, la aspiración era conseguir clientes mediante estrategias de marketing que buscaban impactar, pero con una urgencia eminentemente práctica: o se alcanzaba su bolsillo o el intento había sido baldío. Ahora, además, se flirtea con el objetivo previo de acumular fans y likes, es decir, de reunir afectos en esa especie de mercado virtual de los sentimientos que son las redes sociales, para que los seguidores se transformen en prescriptores emocionales de nuestra marca y nuestros productos.
Las organizaciones buscan beneficios porque de ellos depende su subsistencia, pero el trayecto tradicional que culmina en tal objetivo, know – think – do (conocimiento, pensamiento y acción), contempla ya una etapa añadida: feel (sentir), porque nunca como ahora y en este nuevo entorno digital de las comunicaciones, los sentimientos han sido más rentables. Esta suerte de latido que toda empresa tiene, siente y transmite no es solo parte vital de su organismo sino también un instrumento productivo más. Podría afirmarse que el mercado recompensa siempre a aquellas empresas y marcas que se presentan «con el corazón en la mano».
Se entenderá ahora mejor, espero, el título. En los corrillos financieros se llama Ebitda (Earnings Before Interest, Taxes, Depreciation and Amortization) al indicador que marca el beneficio bruto antes de los gastos financieros. Algo así como el noviazgo antes del matrimonio (perdón por la boutade). Y en ese beneficio hay que incluir, porque con frecuencia hay una relación de causa-efecto, el bagaje emocional de la empresa. Y es que, estoy convencido, toda organización es, entre otras muchas cosas, una emoción.
Es curioso. Los seres humanos, salvo contadas ocasiones, no escuchamos los latidos de nuestro corazón. Es un mecanismo de defensa de nuestro cerebro que, para evitar volverse loco, bloquea selectivamente el sistema auditivo al sonido de los aproximadamente cien mil latidos diarios que producimos. Pero, sin embargo, sí solemos oímos en momentos de tensión o sobreesfuerzo, como si con ello nuestro organismo quisiera recordarnos que en situaciones límite seguimos vivos. Quizá sea ahí, también, cuando las empresas deban estar más atentas a los “latidos de su corazón”.