Tendemos a creer que teniendo correo electrónico, una intranet, la posibilidad de hablar a través de la red a coste cero o una cuenta en Facebook la innovación y las ideas ya están servidas. De la misma manera, también caemos en el error de pensar que teniendo reuniones continuas en las empresas somos capaces de lanzar nuevas ideas para nuestras organizaciones.
“Si no entiendes la innovación, no entiendes los negocios”, decía Peter Drucker. Porque la innovación es un proceso necesario para que la empresa del siglo XXI pueda navegar en un mundo en el que existen tecnologías que permiten comunicarte a un coste que tiende a cero. A golpe de click pueden gestionarse no sólo viajes o compras: un radiólogo estadounidense puede enviar por e-mail sus radiografías a un médico indio de gran cualificación y menor salario, disponiendo de un diagnóstico más barato en menos tiempo. También son posibles la formación de alianzas entre empresas españolas e indias en tareas de programación informática, o la facilidad con que una parte importante de los servicios y las manufacturas se pueden diseccionar, contratar y gestionar a escala global.
Pero la innovación no se logra sólo cuando se diseña un proyecto para una convocatoria de ayudas, se tiene un departamento de I+D o todo tipo de normas ISO. La innovación está presente en todos los ámbitos de la vida, no sólo en teléfonos, coches, televisiones o aviones, sino también en la gestión de almacenes, los materiales de la ropa e incluso en los bombones. Hay innovación en pequeñas, medianas y grandes empresas, y en todos los sectores, quedando obsoleta la denominación de “sectores maduros”.
Innovar es hacer cosas diferentes bien sea para reducir costes, o simplemente para satisfacer nuevas expectativas de los consumidores. Y, para hacer cosas diferentes, la gestión de la empresa debe también ser diferente a lo establecido por los patrones clásicos. Resulta imprescindible poder alinear a toda una organización para conseguir una mejora continua. Esto implicar disponer de una mentalidad abierta, dispuesta al cambio, vigilante del entorno para conocer las oportunidades que brinda la tecnología global y la amenaza que supone la competencia, para aprender de los clientes y cooperar con los proveedores, crear lazos para aprender. Y, sobre todo, cuidar a las personas como agentes de cambio: en el centro del éxito están las personas y el aprovechamiento de su experiencia e inteligencia. Cualquier miembro de una organización, independientemente de su cargo, puede ayudar a mejorar y a crear ideas de cambio, y esta concepción (muy bien apuntalada en argumentos por Gary Hamel, el nuevo Peter Ducker del management) está aún muy poco extendida en la cultura empresarial española.
100 de cada 1000. 2 de cada 100.
La complejidad del proceso de innovar arranca en la creación de ideas. No hay innovación si no se construyen el clima y los incentivos necesarios para que surjan ideas. Pero para aprovecharlas, para que permitan cambiar algo establecido, hay que evaluarlas técnica y económicamente. Suele citarse (Gary Hamel lo hace) una regla de “oro” entre los expertos en innovación que dice que por cada 1.000 ideas que se generan en una empresa, tan sólo son viables unas 100, y de ésas son tan sólo 2 o 3 las que tienen un impacto real sobre la rentabilidad de la compañía. Por lo tanto, se necesita mucha capacidad para evaluarlas, para conocer el mercado, resolver problemas técnicos y convertir en beneficios el proceso de innovación.
Para muchas empresas resulta difícil y muy costoso llevar a cabo este proceso por ellas mismas. Por ello, hoy por hoy ya no se pueda hablar de innovación sin cooperación, sin disponer de socios tecnológicos que pueden ser desde centros de conocimiento hasta alianzas con proveedores, con empresas de la competencia o con distribuidores.
Detrás de toda organización inteligente y creativa están las personas. El cómo se gestionen las personas será el pilar por el cual se forjarán (o no) organizaciones sostenibles. Pero las personas necesitan de otras personas para interactuar y mejorar. Y ahí es donde puede surgir uno de los grandes errores. Las redes internas, Skype y Facebook no garantizan la innovación y la creación de ideas. Ni las largas y continuas reuniones dentro de la empresa.
Sin embargo, ¿cuál es una de las mayores fuentes de ideas? Los encuentros informales entre personas con motivaciones similares y con talento suficiente en una materia concreta. Una parte muy importante de los trabajos académicos y de investigación, y por qué no, de los llevados a cabo en la empresa, se forjan en los pasillos, en conversaciones informales, en ratos de ocio. Nadie se levanta por la mañana y se dice “voy hablar con X persona que está investigando en un campo que nos interesa para nuestro producto”. Un simple encuentro con X, planificado o no, puede ayudarnos a interactuar, a crear ideas que luego se puedan convertir en algo útil. Y ese encuentro es muy difícil de sustituir por cualquier medio de comunicación digital.
Claro que una vez que se tienen las ideas, y el contacto establecido, tenemos toda una batería de herramientas para su gestión a coste casi nulo. Podemos gestionar online la evolución de nuestros proyectos, pero antes ha tenido que surgir la idea. Esos pasillos de la innovación, esos espacios donde personas con talento divagan, analizan y contrastan sus motivaciones (y preocupaciones) con otras personas son vitales para el progreso. Las organizaciones inteligentes suelen crear esos espacios y animar a la movilidad geográfica y a la asistencia a foros de sus empleados. Esas organizaciones suelen localizarse en áreas geográficas con alta densidad de población, cuanto más diversa y formada mejor, y esto posiblemente explica por qué unas ciudades, regiones o países saldrán primero y más reforzados de la actual crisis económica. El talento llama al talento, y su gestión genera pasillos hacia el progreso.