Lilian Fernández: ¿Hablamos de Competencia? Ahí lo habíamos dejado…Un concepto tan evidente en el sector privado como es el de competencia, en el ámbito público requiere de un sobreesfuerzo –siempre ciñéndome a la realidad, más allá de los deseos -, de hecho, es muy común encontrar en los diferentes textos de los procesos de reforma la palabra “recrear” para referirse a competencia, admitiendo implícitamente la premisa de su inexistencia y la casi imposible incorporación efectiva de mecanismos liberalizadores que la garanticen.
Seamos sinceros, la situación ideal para cualquier empresa sería aquella en la que no tuviera competencia y sus clientes estuvieran “obligados” a consumir sus productos al precio y en las condiciones fijados por ella. Pues bien, este es el escenario de las actuaciones públicas. Las Administraciones Públicas fijan unilateralmente el precio de los bienes y servicios públicos, que recaudan coercitivamente de forma agregada vía impositiva, distorsionando y ocultando los precios individuales, tienen capacidad normativa para determinar las condiciones del intercambio y pueden prescindir del grado de satisfacción del usuario. Con este marco, ¿quién en su sano juicio tendría incentivos para introducir competencia efectiva? (Dejo constancia de la activación del modo Ironia On)
Para empeorar este entorno, importantes segmentos de la sociedad, llevados por un buenísimo irracional, no ponen en duda la justificación del monopolio estatal financiado con impuestos, atribuyendo a la provisión directa de servicios bondades redistributivas y de justicia social, que escapan a mi comprensión. No conviene confundir gratuidad con provisión, pregúntenles sino a los suecos y como reinventaron su Estado de Bienestar, pero en este país se hace. Así parece que se está dispuesto a asumir cualquier coste -desconocido, por cierto- con tal de que se garantice esa provisión “publica”. En este entorno la clase política carece de incentivos para incorporar libertad de elección y competencia, al contrario, abordar este debate supone un importante coste electoral. Y en cuanto a los integrantes de las Administraciones –directivos, empleados públicos, etc.- encuentra que sus actuaciones no están sometidas al resultado, a una constante evaluación en un análisis comparativo de los resultados obtenidos. Nadie tiene ningún incentivo para competir, seamos francos tampoco lo tendría una empresa privada.
Simón González de la Riva: Efectivamente, los incentivos que reciben los miembros de una administración son terriblemente perversos y alejados de los de sus usuarios. Es por ello que, en el actual diseño del sistema público en España, se producen “mareas” de diversos colores sectoriales (menos el marrón) en la administración que intentan aumentar el presupuesto de que disponen. Lo repito una vez más: el cliente último, el político, es tremendamente extorsionable. Y de eso se aprovechan los distintos grupos de trabajadores públicos, en defensa de sus intereses personales.
Preguntas ¿quién en su sano juicio tendría incentivos para introducir competencia efectiva? Mi respuesta es: o un estadista, o alguien consciente de que nuestro estado hace años que está en quiebra técnica.
Lilian Fernández: Como diríamos en el mundo de los 140, Totally Agree! Decía Churchill “el político se convierte en estadista cuando comienza a pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”…
Te propongo un divertimento, imaginemos que fuéramos ese estadista: ¿Cómo incorporarías la competencia en las Administraciones Públicas?
He aquí mi propuesta, diciendo que vaya por delante que la incorporación de competencia en el ámbito público es un proceso tremendamente complejo.
Existe un gran bloque servicios públicos – en el que se encuadran, sanidad o educación- en los que la iniciativa privada podría entrar a competir de forma teóricamente simple, bastaría con introducir la libre elección para el usuario a través de “cheque” educativo o sanitario. Teóricamente… pero en la práctica, nada es tan simple. Sería necesario un profundo proceso de reforma en los modelos de gestión, dotando de mayores niveles de autonomía a los centros, al objeto de que puedan asumir los retos de la competencia en términos de igualdad -si un centro es incapaz de determinar sus objetivos y estrategias en el mercado, difícilmente podrá competir.
Pensemos, por ejemplo, en un centro educativo privado, elige su modelo, evidentemente en el marco curricular establecido normativamente, pero, partir de ahí, puede especializarse a través de programas específicos que le diferencien –nuevas tecnologías, multilingüismo, música, altas capacidades…- . Sin embargo, las rigideces del ámbito público, la dependencia de los servicios centrales con una tendencia a la normalización y homogeneidad del servicio en aras a una presunta igualdad y la no implantación de indicadores de rentabilidad por centros de costes, conlleva que un centro público no tenga el grado de autogestión necesaria para competir. Aun así, esta dificultad es salvable.
Pero el verdadero problema son los importantes costes de reconversión del modelo en el corto y medio plazo, derivados de los costes fijos que tendrían que asumir las Administraciones Públicas hasta el ajuste entre su demanda “monopolística” inicial a la resultante del “libre mercado”, pensemos especialmente en los costes de personal. También es salvable con buenos directivos gestores con pensamiento innovador y estratégico, se trata de desregular, flexibilizar, elaborar planes de redistribución de efectivos ambiciosos….
Lo que es imposible de salvar es el coste electoral para políticos que no piensan en las generaciones futuras y sí en el resultado de las próximas elecciones.
Simón González de la Riva La solución que apuntas, dividir cada servicio en sus subunidades autogestionadas, preservando la capacidad de elección de los ciudadanos sobre a cuál de esas subunidades prefiere acudir, y dotando a cada una de ellas de un presupuesto acorde con la cantidad de personas que efectivamente atienden, no es difícil. Es dura. Es duro ser responsable de los resultados de tu organización. Es duro aceptar una reducción de sueldo para no reducir plantilla y que la empresa no cierre. Es duro firmar que se producirá cierto número de despidos para que el cierre no sea total. Es duro gestionar todas esas situaciones y mirar a las personas a los ojos. Es duro pensar que muchas personas verán reducidos sus sueldos a niveles similares a los del sector privado.
Lilian Fernández: Interrumpo, la cuestión no son los sueldos públicos… No seamos demagógicos. Si nos referimos a los de los empleados públicos muy bajos, especialmente en los niveles predirectivos y directivos en comparación con la privada. Pero ese es otro debate… sueldos bajos a cambio de inamovilidad, inamovilidad como garantía de independencia y objetividad… Para otro debate.
Simón González de la Riva Sí, la cuestión son los sueldos públicos… y el resto de ingresos (condiciones laborales y mucho más). Ni en el ápice de la burbuja he visto una desbandada de directivos públicos pidiendo una excedencia y pasando al sector privado en busca de más dinero. En la sana costumbre de no tomar a los demás por idiotas, entiendo que piensan que su vida es mejor con su sueldo público… y el resto de condiciones. No soy demagógico, intento entender el comportamiento humano que percibo.
Lilian Fernández: Este tema, nos daría para otra larga conversación, ¿nos lo apuntamos? Te dejo este link para ir calentándola Funcionarios: una fuerza laboral de élite con los peores incentivos
Simón González de la Riva: Apuntado queda. Pero volviendo al tema que nos ocupaba… ¿Quién es el beneficiado de este proceso de introducción de libre elección? El usuario, de nuevo convertido en cliente. El pagano, que verá cómo buena parte de la administración se redimensiona automáticamente a la demanda real de cada centro, en cada lugar. E incluso, con servicios ya no sobredotados y sueldos ya a la par con el sector privado, los impuestos que paga podrían bajar. Y el buen trabajador del servicio, capaz y esforzado, a quien querrán fichar varias subunidades quien verá que sus ingresos se corresponden a su dedicación.
Lilian Fernández: Me apunto al modelo…. (Comienzo a preocuparte Simón, a esta casposa funcionaria le gustan tus propuestas #IroniaON)
Nos queda otro gran bloque constituido por el conjunto de servicios derivados de su propio papel como Estado y que únicamente él puede proveer en cuanto conllevan potestades sancionadoras, reguladoras, impositivas, etc. La competencia público-privada resulta inviable por las especiales condiciones de la prestación. Es aquí donde sí es necesario recrear las condiciones de competencia. De forma simple a través de la incorporación a la gestión de evaluación, de estándares que permitan la comparativa entre unidades. Pero ¿por qué no dar un paso más allá? ¿Por qué no pensar que puede existir una competencia interna entre unidades públicas? ¿Qué razones existen para tener, por ejemplo, una unidad de recursos humanos en cada Ministerio y organismo autónomos?
Para ello es necesario un cambio total de modelo. Dejar de pensar en órganos sectoriales y especializados por razón de materia con sus servicios generales –Ministerios, Consejerías,…- para dar un paso hacia otro modelo en el que se mantuvieran competencias exclusivamente sectoriales en estos órganos, muy reducidos en tamaño, y los servicios generales con una naturaleza prácticamente igual independientemente del sector –gestión presupuestaria, recursos humanos, etc.- fueran provistos por un número reducido de agencias especializadas funcionalmente compitiendo entre sí en el mercado interno por proveer sus servicios a los órganos sectoriales, materializándose a través de contratos programas anuales o bianuales de los que dependerían sus ingresos.
Simón González de la Riva No, no tiene sentido. Como tampoco tendría sentido que hubiese una sola para todas las administraciones. De hecho, no lo sé ni pretendo saberlo. Lo que es seguro es que, si introdujésemos competencia externa y dichas subunidades (con control sobre su presupuesto e ingresos según los clientes que atraigan) pudieran contratar los servicios de staff tanto a los “antiguos” servicios como a los externos, ganarían todas las subunidades, en costes y en calidad.
Recuperando el comienzo de tu párrafo, ¿cómo introducir la competencia en los servicios públicos que conllevan potestades sancionadoras, reguladoras, impositivas…? ¡Haciéndolo! Troceando las unidades administrativas (eliminando las diputaciones, partiendo los municipios en barrios, etc.) y dejando que los ciudadanos voten también con los pies. Troceando las circunscripciones para que sean uninominales. Manteniendo a los políticos en los parlamentos y sacándolos de la gestión pura al modo de un consejo de administración (sin alcalde, con city manager). Eligiendo directamente los ciudadanos a gestores profesionales para los servicios públicos (basuras, aguas, urbanismo, etc.) que puedan crear -y despedir- a sus equipos. Ah, y prohibir el paso entre actividad política y funcionariado (en Inglaterra los civil servants no pueden devenir politicians). Cualquiera de estas propuestas –o casi todas– supone la “desfuncionarialización” de los trabajadores, paso imprescindible para que la competencia sea efectiva y no únicamente nominal.
Lilian Fernández: Un planteamiento muy ambicioso que va más allá de la mera reforma administrativa y que debieran ser bases de esa regeneración, tan de moda ahora, de ese cajón desastre que es “la cosa pública”. En el ámbito puramente administrativo, aunque no sólo, también en sistema político y principios de la sociedad civil, tengo que confesar mi admiración por los países anglosajones. Creo que podemos encontrar muchas respuestas en nuevos modelos emergentes –Nueva Zelanda, Australia… La nueva Administración Pública: el equilibrio entre la gobernanza política y la autonomía administrativa – en los que tendremos que profundizar la investigación y determinar hasta qué punto son trasplantables. ¿Nos lo apuntamos como deberes?
Y volviendo al inicio te planteo: Sin competencia no hay clientes, ¿o sí? (continuará…)
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Sin incentivos muchas personas no funcionan