Las preguntas tienen el poder de hacernos pensar, nos transforman. Hacen dudar a nuestro ego, afloran nuestra ignorancia, nos obligan a trazar los caminos que aún nos quedan por explorar, nos obligan a asumir que la realidad es más compleja de lo que parece.
El padre de management, Peter Drucker, tenía la mejor arma de trabajo para transformar a las empresas: preguntas. Él hacía preguntas y con ellas dejaba a sus interlocutores rotos, dubitativos. Y además se suele cumplir una mortífera ley: cuanto más sencillas e inocentes son las preguntas, más dificultad para responderlas. Por eso me obsesionan. Las anoto, las pienso y las visiono. En los negocios muchas se repiten. Y si no tienes respuestas tu empresa está en aprietos, casi como una ley de la gravedad del management.
Desde hace meses, gracias a mi participación —junto a mi amigo José Antonio de Miguel— en el último libro de Eric Ries, El camino hacia el Lean Startup, me obsesiona una pregunta que el propio Ries lanzó al CEO de General Electric:
«Si yo eligiera un empleado al azar, de cualquier nivel, departamento o región, y ese empleado tuviera una idea absolutamente brillante que abriera una fuente de crecimiento radicalmente nueva para la empresa, ¿qué tendría que hacer ese empleado para llevar su idea a la práctica? ¿Dispone la empresa de un proceso automático para probar una idea nueva y determinar si realmente merece la pena? ¿Dispone la empresa de las herramientas de gestión necesarias para ampliar esa idea, a fin de que genere el máximo impacto, aun cuando no se ajuste a ninguna de las líneas de negocio actuales?
Eso es lo que hace una empresa moderna: aprovecha la creatividad y el talento de todos y cada uno de sus empleados.»
La pregunta tiene muchas aristas.
— Primera, ¿alguien cree que un empleado no tiene capacidad para pensar en ideas que puedan hacer cambiar, incluso radicalmente, su organización?
Todos somos consumidores. Tomamos decisiones a diario, comparamos, sabemos lo que funciona y lo que no. Olemos las tendencias, a veces las hacemos nuestras. Muchas personas escriben blogs, tienen pasiones, hobbies, acuden a clases de fotografía, bailan, leen, escriben música, viajan, piensan, están interconectadas. Todos, en mayor o menor medida, tenemos capacidades innatas que nos gusta aflorar, si nos lo permiten. Pero hay muchas organizaciones donde no nos lo permiten. ¿Por qué?
Otro de los grandes del management, Gary Hamel, lo explica mejor que yo:
«Como seres humanos somos sorprendentemente adaptables y creativos, aunque la mayoría de nosotros trabajamos para empresas que no lo son. En otras palabras, trabajamos para empresas poco humanas… ¿El culpable?
Los principios y los procesos del management que fomentan la disciplina, la puntualidad, la economía, la racionalidad y el orden, pero otorgan muy poco valor al talento artístico, el inconformismo, la originalidad, la audacia y el entusiasmo».
Por todo ello, las empresas no son más creativas, ni tienen mejores ideas para transformarse de forma continua porque no tengan empleados creativos, adaptables y con ganas de transformarse. Hay algo más. ¿Qué más? Los procesos.
— Clayton Christensen define los procesos como «las pautas de interacción, coordinación, comunicación y toma de decisiones que los empleados utilizan para transformar los recursos disponibles en productos y servicios de mayor valor». Los procesos crean los cauces por los cuales ocurren las cosas. A veces se diseñan meticulosamente, y se imponen. Otras están en el aire, se adoptan por costumbre. Y como un río al que se quiere cambiar su curso y vuelve y lo destruye todo, las costumbres calan hondo, se transmiten con el tiempo y van creando una cultura que se puede desayunar, comer y cenar a la estrategia.
Por lo tanto, sino afloramos los procesos que se imponen: los diseñados en el laboratorio, pero sobre todo, los ocultos, no podremos transformar una organización. ¿Qué mata nuestra creatividad? ¿Qué mata nuestra frescura? ¿Qué mata a las nuevas ideas, incluso antes de que se produzcan?
En el propio prólogo del libro de Eric Ries, José Antonio y yo decíamos con contundencia algo que vemos a diario: «los modelos de negocio caducan». Las empresas se oxidan. Muchos procesos ponen el foco en el retrovisor: gestionar el presente, analizar el pasado y con ello predecir el futuro. Un modelo donde no cabe asumir más riesgos que los ya asumidos. Un modelo lineal, a ser posible predecible, y con pautas estandarizadas, medibles y con poco margen de error. Un modelo donde la clave está en proteger, en crecer de forma ordenada, sin altibajos, con paso firme. Pero esto es un espejismo.
Un día el mercado quiere otra cosa. Como el ciclista que no entrena y ve que le adelantan en las subidas, y en las bajadas, hay empresas que no entienden qué pasa. Su competencia es más ágil, ha detectado lo que tú —en tu espejismo— no has sido capaz. Tienen una velocidad que nunca has logrado. Usan unos materiales que no sabías que existían. O incluso resuelven lo mismo que tú pero de otra forma completamente distinta, mejor, más sostenible, más rentable. Un día el espejismo se acaba, y tu tumba está cerca.
Por esa razón, es importante lo que dice Eric Ries:
«una empresa moderna tiene la capacidad de fabricar productos de alta fiabilidad y calidad, pero también de descubrir nuevos productos para su fabricación.
Una empresa moderna es aquella donde todos los empleados tienen la oportunidad de ser emprendedores. Una empresa que respeta a sus empleados y sus ideas a un nivel fundamental.
Una empresa moderna es disciplinada y rigurosa en la ejecución de su actividad principal —sin disciplina la innovación no es posible—, pero también se vale de un conjunto complementario de herramientas de gestión emprendedora a fin de abordar las situaciones de incertidumbre extrema».
Los tres horizontes —que se desarrolla en uno de los manuales clásicos de innovación, The Alchemy of Growth— es un marco de trabajo muy útil para comprender cómo un modelo de negocio, y una organización, pueden mantenerse frescos.
Lo que nos hace fuertes hoy, nuestra esencia de negocio, nuestro core, donde somos diferenciales y el mercado nos lo reconoce —al menos de momento, y por ello seguimos vivos—, es efímero. Tarde o temprano, cada vez más temprano que tarde, lo que nos hace frescos se convierte en rancio. Por eso, no podemos pensar sólo en el presente, en el hoy o en el próximo presupuesto. Hay que ir más allá. Y es ahí donde entran los tres horizontes.
En el horizonte 1 nos protegemos de lo que hacemos bien: gestionar de forma solvente, saber dónde están nuestras fortalezas y hacerlas aún más fuertes. Ser eficaces y eficientes. Automatizar, estandarizar y mejorar nuestra propuesta actual al mercado. Esto es quizás lo que parece que todas las empresas quieren hacer bien.
El problema es que en una noche cerrada, oscura y con curvas no se puede conducir sólo con luces cortas, ni con el retrovisor. Necesitamos luces largas y mirada al frente. La energía que dedicamos a gestionar el pasado no debe ni puede estar reñida con la agilidad para trabajar con el futuro.
El horizonte 2 supone obligarse a pensar qué hay de emergente en nuestro sector. En cualquier parte del mundo. Esto lo viví hace unos meses en una visita a una multinacional puntera de ascensores: tienen a 4 personas dedicadas durante toda su jornada laboral a estudiar qué se patenta en el mundo sobre elevación, qué tesis y qué artículos científicos se publican. Tienen el radar puesto de forma diaria, como proceso. Y lo que detectan lo estudian, lo asimilan y con ello deciden. Esto es pensar en el medio plazo. ¿Qué se está cocinando? ¿Qué recetas nuevas hay? ¿Qué ingredientes nuevos? Conocerlos ya te saca de lo inmediato, te obliga a pensar y a decidir.
Y en ese proceso hay muchos empleados que se pueden convertir en una poderosa fuerza de inteligencia colectiva, ¿por qué nos rechazan las ofertas comerciales? ¿qué está ofreciendo la competencia? ¿qué está demandando el cliente y se queda sin ello? ¿cuál es el verdadero problema de un cliente al que nosotros le podemos dar nuevas soluciones? Preguntas. Se necesitan crear incentivos para aflorar conocimiento de medio plazo, porque ahí es donde se están cocinando las lentejas para dentro de un tiempo… cada vez más corto.
Pero aún se debe ir más allá. La velocidad sigue creciendo, las necesidades son imparables, la forma de diferenciarse no se agota, se construye. Y por eso hay un tercer horizonte. El horizonte 3 supone engrasar y explorar la imaginación. Romper las piezas del puzzle. Quitar el miedo a pensar de forma ambiciosa. No se trata de ser adivinos, se trata de no tener miedo a explorar cosas aparentemente “locas”, difíciles de asumir en el mercado hoy, pero que se pueden cocinar. ¿Pero cómo?
Hay algo que nos permite pasar del horizonte 1, al 2 y después al 3: la capacidad de hacer experimentos. Y eso se construye creando una cultura emprendedora dentro de nuestras organizaciones. Eric Ries lo vuelve a explicar:
«Precisamente esa visión a largo plazo —la comprensión de que la limonada misma a la larga podría dejar de ser un éxito en ventas y ser reemplazada por otro producto— permite la creación de una cartera de experimentos…
(…)
Una empresa moderna busca una cartera de experimentos inteligentes y amortigua los costes de los fracasos apostando por los experimentos que funcionan; además, utiliza un sistema de financiación dosificada que va aumentando a medida que se va probando el éxito».
Hay todo un método de trabajo y energía que se debe imponer en la forma en la que hacemos las cosas, sobre todo cuando nuestras organizaciones empiezan a crecer. Hay que poder cambiar el curso el río de forma natural. El curso del río lo forman las personas, sus capacidades innatas para la adaptación. La organización tiene que facilitar el cauce hasta la desembocadura, hasta la creación de ideas que se convierten en proyectos y después en productos rentables. ¿Y cómo lo hacemos?
Lo primero es aflorar la creatividad. Ideas que puedan transformar nuestra organización. Llenar los horizontes 2 y 3 de potenciales proyectos. Después crear procesos para que esas ideas se trabajen, prototipen, estudien, den forma, y se evalúen como verdaderos negocios emergentes o de futuro. Una forma de evaluar estos negocios es tratándolos como empresas nuevas, startups, dotarles de recursos mínimos, tras un proceso de selección, y seguir de forma continua sus progresos. ¿Nuevas ideas en viejas estructuras?
Estos nuevos procesos para aflorar nuevos cauces emprendedores no desembocarán en rentabilidades sino existe un cambio profundo en la cultura, en las costumbres, en lo que nos oxida casi por naturaleza. Por eso, la cultura emprendedora requiere detectar, trabajar y anular a los llamados HIPPOs.
HIPPO es el nombre que se usa en Amazon para «la opinión de la persona mejor pagada … Los HIPPO son líderes que están tan seguros de sí mismos que no necesitan ni las ideas de los demás ni los datos para afirmar la exactitud de sus creencias instintivas. Confiando en su experiencia e inteligencia, son rápidos para derribar posiciones contradictorias». Seguro que pones cara y ojos a muchos HIPPOs en tu organización.
Las culturas, los cauces, las transforman las personas. Las posiciones, los egos, las experiencias, el pasado, el poder, el miedo al fracaso, el status, la inseguridad, si además están avalados en forma de cargos y retribuciones —superiores a los demás, a pesar de que pueden tener mejores ideas—, frenan cualquier conexión entre los tres horizontes.
Los incentivos hay que trabajarlos. Igual que los ciclistas tienen que entrenar para que no les adelanten por lo menos en las bajadas. Empieza por el libro de Eric Ries, es un buen manual para leer y releer, aunque hay que ir más allá. Esto requiere de método, esfuerzo y mucha convicción. Nadie ha dicho en ningún momento que la eterna juventud fuera algo accesible para todos.