Procrastinación, un término extraño que a todos nos acompaña en algún momento. Se trata de la conducta de dejar las cosas para más adelante de forma voluntaria, aun sabiendo que dicha decisión puede traernos consecuencias indeseables e incluso apartarnos del camino que hemos decidido tomar. Uno de los rasgos característicos de esta conducta es la autoconciencia. Cuando decidimos posponer algo, somos conscientes de que estamos actuando en contra de lo que nos conviene, y sin embargo seguimos adelante con nuestra decisión. Suena extraño, ¿verdad?. Pues así es nuestro cerebro.
Procrastinar no es lo mismo que ser vago. Suele confundirse en ocasiones. El vago no tiene el más mínimo interés ni el deseo por hacer nada de lo que ha de hacer. Sin embargo, el procrastinador sí. Lo que le lleva a posponer las cosas son diversos factores que intervienen en el proceso de elegir. Piers Steel, uno de los principales investigadores sobre la materia, llega a la conclusión de que la procrastinación en sí no radica realmente en la dilación, sino en el hecho de decidir qué hacemos en cada momento. Como afirma José Miguel Bolívar, «las personas decidimos de forma emocional y caprichosa».
Realmente se trata de un mecanismo sumamente complejo, íntimamente relacionado con el funcionamiento de nuestra mente. Walter Mischel nos habla de la existencia de dos sistemas en nuestro cerebro, el sistema caliente y el sistema frío. El sistema caliente se corresponde con nuestra parte emocional. Representa la bestia que hay dentro de nosotros, de sangre caliente, impulsiva y que quiere las cosas para ya. Por otro lado el sistema frío, que se corresponde con la corteza prefrontal, trata de controlar los impulsos de la bestia, procurando imponer racionalidad en nuestras decisiones. Acabamos procrastinando cuando nuestro sistema caliente pasa por encima del sistema frío como una apisonadora, obviando sus planes a largo plazo y dando paso a la impulsividad. Cuando este comportamiento se repite de forma reiterada, acaba convirtiéndose en un hábito que tiende a perdurar, ya que nos proporciona temporalmente una liberación de la tensión que al poco tiempo se convertirá en estrés o ansiedad, según el caso.
Como afirma Ricardo Calza, «cada vez que procrastinamos, sin darnos cuenta, nos alejamos de aquella persona en quién queremos convertirnos». Procrastinar es un hábito irracional, ya que nos conduce de forma inevitable a hacer cosas que si analizáramos en frio no haríamos. ¿Cuál es la razón por la que dejamos las cosas para más adelante? ¿Qué factores conducen hacia este tipo de comportamiento? En definitiva, ¿por qué posponemos las cosas?
Existe una relación inversa entre la la procrastinación y lo que nos mueve a hacer las cosas, es decir, lo que nos motiva. Cuanto menos nos motive algo que hemos de hacer, mayor tendencia ofreceremos a posponerlo. Conocer qué nos lleva a este comportamiento, pasa por entender qué elementos afectan a la motivación. Piers Steel identifica los siguientes tres factores: la influencia de nuestras expectativas, el cómo valoramos lo que hemos de hacer y el tiempo que disponemos para poder hacerlo. Estos tres factores se relacionan entre sí mediante lo que este autor denominó como la ecuación de la procrastinación:
[EXPECTATIVAS x VALORACIÓN] / [CAPACIDAD DE DEMORA x IMPULSIVIDAD]
Existen estudios que indican que en ocasiones posponemos las cosas por exceso de confianza, aunque lo contrario es mucho más común, es decir, hacerlo por falta de confianza en uno mismo, Fue Martin Seligman quien demostró en sus investigaciones la relación que existe entre confianza, optimismo y procrastinación. Nuestras expectativas residen en estos factores.
El optimismo es la tendencia a ver y a juzgar las cosas desde su aspecto más positivo o favorable. Optimismo y confianza también están relacionados. Cuanta más confianza tenemos en nosotros mismos, más optimistas somos y viceversa. Ahora bien, según Piers Steel, desde el punto de vista de la procrastinación, el exceso de optimismo puede llevarnos al exceso de confianza y acabar quedándonos sentados esperando que algo bueno ocurra.
El cómo valoramos las cosas también tiene un peso importante en nuestra motivación respecto a hacer algo. Cuanto menos valor apreciemos en algo que hemos de hacer más nos costará hacerlo. La aparición en escena del aburrimiento es síntoma de que no encontramos sentido en lo que hay que hacer, por lo que la tendencia hacia la dilación está garantizada.
Ahora bien, el factor que más peso tiene a la hora de tomar decisiones para la mayoría de personas, es el tiempo, relacionado directamente con el comportamiento impulsivo y la capacidad de demora. Las personas impulsivas suelen ser poco meticulosas, gozan de poco control y son propensas a las distracciones. La impulsividad no se lleva nada bien con el control, ni tampoco con la capacidad de diferir las gratificaciones. Regula además cuáles serán nuestras reacciones ante la posible ansiedad que genera el hecho de tener que hacer algo. Cuando actuamos sin pensar, lo hacemos desde el descontrol y desde lo emocional, acabando posponiendo las cosas que realmente deberíamos estar haciendo.
En definitiva, solemos procrastinar debido a nuestro excesivo optimismo, falta de confianza, baja valoración y sobre todo, debido a nuestra impulsividad y cortoplacismo.
Procrastinar es un hábito compuesto, es decir, un hábito que surge tras la suma de otros muchos hábitos relacionados, y es precisamente ahí donde está la solución. Si somos capaces de ir incorporando hábitos que influyan de forma positiva en cada uno de los factores que intervienen en esta conducta, podremos invertir la tendencia a posponer las cosas. Es aquí donde entra en juego la efectividad, ya que nos proporciona un conjunto de hábitos, que desde la tranquilidad y la confianza nos permiten alcanzar resultados diferentes.
Controlar las expectativas implica optimizar nuestro optimismo y potenciar nuestra confianza. La contribución de valor en el trabajo del conocimiento es profundamente desigual, por lo que elegir el momento óptimo en el que hacemos cada cosa resulta decisivo. Esto se traduce en el desarrollo de la competencia de «decidir mejor» qué hacer y qué no hacer en cada momento. Esto es clave para nuestra efectividad.
Por otro lado, ser capaces de encontrar el punto de equilibrio respecto a la dificultad que entraña hacer algo, impacta directamente ante nuestras expectativas. En este punto de equilibrio nuestra motivación será alta, siendo conscientes además que si simplificamos en exceso las cosas acabaremos no haciéndolas. En este sentido, resulta necesario aprender a definir tu trabajo de forma correcta, con el propósito de facilitar ese punto de equilibrio y la posibilidad de «decidir mejor». Aquí podríamos incorporar hábitos como el «pensar antes de hacer», «usar sólo fechas objetivas» o «separar pensar del hacer».
Valoramos aquello que hemos de hacer cuando conocemos qué sentido tiene hacerlo. Paz Garde, gran amiga y colega artesana en OPTIMA LAB, afirma que si tuviese que quedarse con una sola clave para mejorar su efectividad personal, se quedaría con el sencillo hábito de preguntarse «para qué». Cuando conoces el propósito de cualquier cosa que has de hacer, ganas claridad y capacidad para decidir mejor. Además, cuando tienes claridad de lo que deseas y hacia dónde quieres dirigirte, en tu cerebro se pone en marcha el Sistema de Activación Reticular (SAR), que sin duda resultará de gran ayuda para permanecer conectado y evitar la temida desmotivación.
Poner freno a la impulsividad puede que sea el gran caballo de batalla para una inmensa mayoría de personas. En este sentido, desarrollar el hábito de «enfriar el pensamiento» es fundamental para el éxito. Se trata de atenuar el sistema caliente y acentuar el sistema frío. Cuando actúas de forma impulsiva, tomas decisiones emocionales y caprichosas, alejándote de hacer lo correcto, es decir, alejándote de la efectividad.
La clave para asegurar que se cambia la tendencia hacia la procrastinación está, como acabamos de ver, en la incorporación de nuevos hábitos. Esto podemos hacerlo mediante el empleo de Micro Acciones Sostenidas Sostenibles (MASS). Se trata de «reducir la intensidad del cambio, dedicando ese esfuerzo a asegurar la constancia, es decir, reducir al máximo la fricción que se produce, haciéndolo sostenible, de tal forma que pueda ser sostenido durante mucho tiempo». Sin duda alguna, una aportación de gran valor para la efectividad personal.
Metodologías como OPTIMA3® o GTD® permiten desarrollar hábitos en este sentido, cuya puesta en marcha de forma conjunta y sinérgica producen mayores resultados que la suma individual de cada uno de ellos. Así es que ya sabes, la efectividad es el mejor antídoto contra la procrastinación.
Sobre el autor
Antonio José Masiá es consultor artesano y nodo de OPTIMA LAB, una red productiva que ayuda a personas y organizaciones a ser más efectivas para lograr sus resultados por medio del aprendizaje basado en la experiencia y nuevas metodologías centradas en las personas.
2 Comentarios
Otra forma de entenderlo es que al procastinar, lo que realmente hacemos es cambiar nuestro estado interno.
Salir del estado de «mal cuerpo» que nos genera una tarea tediosa o difícil por otra sin la menor importancia, pero que nos ofrece una recompensa inmediata. Una satisfacción, un pequeño placer.
Iba a leer este articulo ahorita pero prefiero procasticarlo, lo dejare en la barra de favoritos.