La crisis de las deudas soberanas ha vuelto a poner la posibilidad del copago sanitario encima de la mesa, y para entender el problema son necesarias unas consideraciones iniciales:
- El primer problema de los mercados de sanidad es la información asimétrica: uno acude al médico sin saber realmente qué quiere (¿una aspirina o una operación compleja?) y ha de confiar en lo que el médico le ofrece. Los incentivos económicos importan más que nunca a la hora de diseñar un sistema sanitario, pues los ingresos de un médico no pueden depender exclusivamente de los tratamientos que prescriba: no podemos confiar a ciegas en el juramento hipocrático, como prueban algunos comportamientos abusivos en la prescripción de ciertos fármacos.
- Las sociedades modernas han enfocado este problema de dos formas. En el caso de Estados Unidos, el pagador (generalmente un seguro) realiza una segunda valoración de las necesidades del cliente, lo cual supone un sobrecoste del sistema y puede llevar a conflictos entre ambas partes. En el caso de España y la mayoría de países de la UE, el personal sanitario es público y carece de incentivo para ser deshonesto en la diagnosis, pero, al no existir más control que la restricción presupuestaria global, el control del gasto público es difícil.
- El gasto sanitario anual es terriblemente desigual. La mayoría de la población consume solo unos centenares de euros al año. En cambio, el 5% de los usuarios que más recursos consume supera los 10.000 euros. El 1% más desafortunado consume más de 100.000 euros cada año. Es decir, nuestro sistema de financiación pública del gasto sanitario es esencialmente un seguro obligatorio que se financia en función de la capacidad de pago, pues proviene de los presupuestos de las Comunidades Autónomas.
España ha optado, por lo tanto, por un sistema de asistencia en el que el pago corresponde mayoritariamente al sector público, es decir, al resto de contribuyentes. En realidad, el copago ya existe en nuestro sistema, pues el usuario paga parte del precio de los medicamentos.
Los argumentos a favor son bien conocidos: aumento de la recaudación, inhibición del riesgo moral (me cuido menos por estar asegurado) y freno al uso excesivo de un servicio público indispensable. ¿Cuales son los argumentos más relevantes en contra?
- La capacidad de recaudación del copago es muy reducida. Si se introduce una exención para los niveles bajos de renta, para niños y para los pacientes crónicos (que no pueden “decidir” ahorrar) y se tienen en cuenta los costes administrativos, el ingreso total ha sido estimado alrededor de los 600 millones de euros, cuantitativamente muy poco relevante.
- El ahorro en asistencia se produciría solamente en la atención primaria y las urgencias. El problema es que los gastos de farmacia y los servicios hospitalarios suponen más del 75% del gasto sanitario total, y el copago no afectaría a dicha demanda.
- El ahorro en la atención primaria puede desembocar en mayores gastos posteriores en atención especializada, y supone un problema de equidad: el “umbral de dolor” para el cual una persona decide ir al médico depende de su nivel de renta. La falta de prevención y de atención en el momento óptimo puede derivar en tratamientos mucho más costosos, con lo cual se reduce la equidad del sistema para un efecto final dudoso. Veamos una estimación numérica muy grosera pero informativa. El gasto per cápita en sanidad ronda los 1500 € por persona. Un 15%, 225€, es atención primaria. Si el copago inhibe, por ejemplo, el 10% de las visitas, esto supondría unos 22,5€ de ahorro por habitante cubierto, lo cual equivale a 900 millones de euros anuales, un magro 1,5% del coste total de la sanidad. Incluyendo la recaudación, el ahorro aumenta aproximadamente al 2,5%. ¿Pero cuánto costaría el tratamiento posterior de los que no acudieron cuando era necesario?
- Además, ello no tendría por qué suponer un ahorro a corto plazo, pues los médicos podrían ajustar al alza el nivel de asistencia entre los enfermos en tratamiento.
Es cierto que estos números son aproximaciones y no pueden tomarse como una estimación precisa. Pero dan un idea del orden de magnitud de ahorro de la implantación del copago, y este es realmente reducido. De hecho, el ahorro real solo es del 1,5%, porque los 600 millones de recaudación solo cambian de un bolsillo a otro, no suponen un ahorro global de recursos.
Por lo tanto, un 1,5% de ahorro en el sistema no soluciona sus problemas a largo plazo y puede generar otros en el corto. ¿Queremos realmente reducir la equidad del sistema para obtener un efecto incierto y, en el mejor de los casos, cuantitativamente pequeño? Si es necesario consumir “capital político” para acometer reformas, la introducción del copago erosionaría gravemente a cualquier gobierno para ahorrar entre 1.000 y 1.500 millones de euros anuales. ¿Es la mejor decisión? Si existen presiones en los mercados de deuda para reducir nuestro déficit, un ahorro equivalente en inversiones públicas de dudosísima rentabilidad sería muchísimo más deseable para el ciudadano medio.
El problema del gasto sanitario está en su crecimiento. Y aquí es donde se revela la poca importancia del copago, pues el uso excesivo no puede estar detrás de este crecimiento. Para ello tendría que haber aumentado enormemente, durante los últimos 10 años, la propensión a acudir al médico.
El problema estructural se encuentra en dos factores poco relacionados con el uso excesivo de la atención primaria y ampliamente documentados por la literatura científica de economía de la salud: las nuevas tecnologías sanitarias y el envejecimiento. A ambos factores dedicaremos la próxima entrada sobre salud, y adelantamos que las conclusiones mixtas: el gasto público en salud se disparará mucho más y habrá fuertes problemas para su financiación, pero esto no tiene por qué ser necesariamente malo, pues la calidad de vida es un bien muy preciado y la demanda de servicios sanitarios se trata de un bien de alta elasticidad-renta.