Dentro de una negociación, una vez un cliente se quejó del precio que le ofrecía. Dada la buena relación que tenía con él, se lo planteé como un juego: “elige tú el precio y yo elijo todo lo demás”.
- A un euro la unidad.
- La cantidad es cero
- A cinco euros la unidad.
- Un turno de producción trabajando solo para ti. Las cantidades que salgan, ni una más, ni una menos. Vienes a recoger cuando yo te diga y me lo pagas al contado.
- A siete euros la unidad.
- Nos vamos entendiendo. Previsión de pedidos a una semana vista. Pago a 30 días. Entrego a la hora que me venga bien.
- A ocho euros la unidad.
- Mantengo un stock de seguridad ya producido equivalente a una semana de pedidos. Entregas diarias de la cantidad que necesites a la hora que quieras. Si cambias de proveedor te entrego y facturo lo que tenga guardado para ti.
El precio es una característica de los mercados y los productos que nos fascina. Y nos fascina por un poderoso y equivocado motivo: parece fácilmente medible. Y fácilmente comparable.
Ya comentamos que lo cuantitativo se nos antoja, equivocadamente, más puro, más concreto. Por ello, y por poder ser condensado en algo concreto y operable (en el sentido de hacer matemáticas con él), un número, nos llega a parecer más “científico”. Y sin embargo no lo es.
No lo es porque, en contra del conventional wisdom, cada precio de cada transacción refleja unas condiciones acordadas perfectamente particulares y no comparables. Valga lo anterior como ejemplo. Toda la conversación versa sobre exactamente el mismo producto y embalaje, pero el resto de condiciones determinan completamente el precio.
Marketing
El marketing, como saben, es la filosofía empresarial consistente en orientar todas las actividades y procesos a la satisfacción del cliente, de forma rentable y sostenible. Históricamente se ha centrado en cuatro variables de la oferta identificados como las cuatro “P ‘s” del marketing: Producto, Precio, Promoción y Distribución (en inglés, “Placement”).
De ellas, el precio es habitualmente a la que menos atención se presta, probablemente porque es la más fácil de replicar por la competencia, la única al acceso de cualquiera (si quiera a corto plazo).
Lo anterior es la típica crítica a los marketinianos, seguida habitualmente de otra obviedad: “el precio es la única variable de marketing que supone directamente ingresos”.
Y sin embargo olvida que el precio es parte de la estrategia de la empresa en el mercado, que ha de ser coherente con el conjunto de su oferta. Un precio, visto desde la óptica del marketing, no puede darse independientemente de las características incorporadas al producto, la imagen de marca… o lo que hace la competencia. Un precio es tan solo una expresión más de la posición competitiva que la empresa tiene… o quiere tener.
¿Por qué Apple es capaz de vender smartphones más caros que nadie? No porque sus aparatos sean más potentes o tengan mejores pantallas (de hecho sus competidores son, a menudo, también sus proveedores). No porque con ellos se pueda hacer nada que sea imposible con otros aparatos. La diferencia sustancial entre Apple y su competencia es triple:
- Hace aparatitos increiblemente fáciles de usar. La experiencia de usuario no tiene comparación.
- Su diseño es limpio, bonito, atractivo y reconocible. Es todo un indicador de estatus.
- A lo anterior, hay que unir que fue el primero en ofrecer un producto remotamente similar
Lo que alguien esté dispuesto a pagar
¿Cuál es el precio de algo? Se suele decir que lo que alguien esté dispuesto a pagar. Pero antes de aclarar el cuánto habría que aclarar el qué. Y no es algo tan fácil como suena.
Una forma que el mercado espontáneamente encontró para reducir esa complejidad son los Incoterms. Permiten aclarar las condiciones de transporte, seguro y entrega de una mercancía, remitiéndose a los estándares más habituales. De ese modo, en cualquier lugar del mundo se comprende qué supone un precio o una entrega FOB.
Otra forma espontánea de reducir esta complejidad son los SLA, o acuerdos de nivel de servicio, que definen los parámetros principales del servicio ofrecido o contratado, tales como disponibilidad, recursos humanos o materiales adscritos al servicio, tiempo de respuesta o tiempo de resolución de incidencias.
Esa forma espontánea de alcanzar estándares que aclaran a qué nos referimos exactamente cuando damos el precio de algo, es un proceso casi Darwiniano. Cuando damos un precio a un particular, habitualmente lo expresamos con todos los impuestos incluidos. Sin embargo, para un cliente profesional, lo expresamos como precio neto sin impuestos indirectos (sin IVA). A un distribuidor minorista, le daremos el precio de tarifa (el que queremos para el particular) y un porcentaje de descuento frente a aquel.
De hecho, incluso las leyes fiscales se ven obligadas a respetar los estándares de mercado. Un ejemplo es un impuesto asociado a la compraventa de viviendas es el conocido como “plusvalía municipal”. De forma general quien ha de pagarlo es quien compra un inmueble urbano (el sujeto pasivo es el adquiriente cuando la transmisión se hace a título lucrativo), pero en ciertas regiones la ley tributaria se ha visto obligada a recoger los usos que son generalmente aceptados en el mercado (que lo pague el vendedor).
Precios a tiempo, precios sin costes
Recientemente, un cliente me llamó porque había perdido su comercial-de-toda-la-vida, y desde entonces no sabía cómo calcular los precios. Trabaja en un mercado en que cada semana (¡cada semana!) varían los precios de su materia prima, y necesita trasladar esos cambios a sus clientes. Cada vez que intentaba mejorar sus márgenes perdía un cliente, y mientras tanto empleaba horas y horas en actualizar, con lápiz, papel y calculadora de mesa, las tarifas de cada cliente y cada grupo de clientes.
La solución fue sencilla. Con una hoja de cálculo sintetizamos las condiciones de cada cliente (cantidades, presentación, etiquetado, nivel de manipulado, de etiquetaje, distancia de entrega, plazo de pago, forma de pago, y hasta nivel de incidencias) de modo que introduciendo los precios de la materia prima se generaban automáticamente las tarifas de todos los clientes. De paso supo por fin cuánto gana o pierde con una entrega.
Y dimos un paso más adelante. En vez de remitir semanalmente cada nueva tarifa a cada cliente, creamos un código alfanumérico que sintetizase los precios de la materia prima. Envió dicha hoja de cálculo (debidamente protegida) a sus clientes, y ahora solo necesita enviar un email semanal con dicho código para trasladar la nueva tarifa a todos sus clientes.
Parece mucho trabajo, pero desde que utilizamos los ordenadores, la capacidad de cálculo no es un problema… ni un coste relevante. Lo que antes suponía horas de dedicación, realizar el cambio de precios de cada producto para cada cliente, ahora son cinco minutos de trabajo.
Cada semana es el primer competidor de su mercado en enviar la nueva tarifa. Y tiene una comunicación constante, vía email, que sus clientes quieren recibir, a través de la cual poder transmitir otras ideas, promociones, novedades o recordatorios.
Y cuando algún cliente quiere o necesita un producto diferente, o una entrega especial, ya sabe cómo calcularlo y cuánto cobrarle sin perder ni el dinero… ni el cliente. Con el tiempo esperamos que se vaya generando una adecuación de cada tarifa a cada cliente concreto… No solo en precios, sino también en productos, en condiciones de entrega, de cobro, etc. Esperamos que se adapte al orden espontáneo del mercado.
Conclusiones
Este caso no es único. La moraleja de esta historia es sencilla. Abramos el abanico de precios y opciones. Publicitariamente, demos el precio medio, que incorpora el paquete de servicios medio (el estándar en el mercado). Pero luego permitamos que el cliente decida qué características y servicios añadidos desea, y cobrémosle por ellos, solo por los que realmente valora.
Así lograremos una oferta perfectamente adaptada a cada cliente, que este no pague por lo que no valora. En un efecto paralelo, nuestra oferta se hará más competitiva, y los costes en que incurramos serán los imprescindibles.
3 Comentarios
¡Muy buen artículo! Gracias.
Un saludo,
Alberto
Una buena reflexión final para los precios de servicios, o productos a los que se puedan sumar extras.
Para el resto de productos si o quieres depender del precio me temo que tendrás que trabajar en la calidad percibida por el cliente para no depender de vender barato.
No existe «resto de productos», puesto que no existen commodities puras. Aún en el caso de bienes indeferenciables, caben las funciones (servicios adicionales) de fraccionamiento, transporte, financiación, comercialización, etc.
…Además de que SIEMPRE hay que trabajar en la calidad percibida! 😀