¿Cuáles son los efectos de la corrupción sobre el crecimiento y bienestar económico y social? ¿Podemos cuantificarlos? ¿Cuánta corrupción existe en un país? ¿Es más corrupta España que Portugal, o que Francia? ¿Cómo salimos parados respecto a países culturalmente diferentes, como los nórdicos o como los asiáticos? ¿Cómo ha evolucionado el nivel de corrupción en los últimos años?
Todas estas son preguntas relevantes, pero cuya respuesta dista de ser sencilla. Pero antes de entrar en harina, comencemos definiendo los términos clave. Por corrupción, la literatura académica suele entender el abuso del poder público para obtener ganancias privadas. Estaríamos incluyendo actividades políticas, pero también de agentes públicos como policías y otros funcionarios públicos.
Los investigadores en ciencias sociales han construido indicadores en los que se trata de medir y comparar los niveles de corrupción, tanto entre países como a lo largo del tiempo. Estos indicadores son imprescindibles para poder responder a las preguntas anteriores, más allá de evidencias anecdóticas que uno pudiera tener. Así podremos poner en relación la variable corrupción frente a otras variables de interés, como la renta per cápita o la distribución de ingresos.
Son indicadores muy utilizados, y su impacto llega a los medios de comunicación generalistas. Sirva como ejemplo este artículo de El País: “España cae a su peor registro en la clasificación mundial de percepción de la corrupción” en cuyo subtítulo se destaca que los Emiratos Árabes Unidos, Bután, Bahamas o Uruguay reciben mejores calificaciones que España.
El indicador utilizado por El País es el que elabora la organización Transparencia Internacional, uno de los más usados en el ámbito académico y político. Constituye toda una referencia cuantitativa contra la que comparar los progresos de lucha contra la corrupción de los gobiernos. Algo así como el Doing Business de la corrupción, indicador sobre el que ya escribimos críticamente en Sintetia. Dado que algunas políticas están influidas por este tipo de indicadores, conviene resaltar la importancia de cómo están construidos.
Quizá se haya percatado de un detalle en el titular del artículo de prensa: estamos hablando de percepción de la corrupción, no de corrupción en sí misma. Es un indicador de carácter subjetivo, frente a otras medidas que tratan de centrarse en los hechos y la experiencia de la corrupción. Efectivamente, el indicador más extendido no oculta este matiz, de hecho se denomina Corruption Perceptions Index (Índice de Percepción de la Corrupción). Pero los indicadores que se centran en la experiencia de la corrupción, aunque a primera vista pudieran ser más precisos que los de percepción, tampoco son ninguna panacea y presentan importantes dificultades.
¿Es este matiz relevante o mera disquisición académica? ¿Acaso no es prácticamente lo mismo hablar de percepción de la corrupción que de corrupción, a secas?
Lo cierto es que no. Existen diferencias. Los datos muestran que la correlación entre los distintos tipos de indicadores de corrupción no es tan alta como se esperaría. Una serie de trabajos académicos han abordado esta cuestión, como recientemente Perception vs. Experience: Explaining Differences in Corruption Measures Using Microdata, de los autores Jerg Gutmann, Fabio Padovano y Stefan Voigt.
Los autores señalan varios argumentos que explicarían las diferencias sistemáticas que se observan entre los indicadores de percepción y los indicadores basados en la experiencia de corrupción. Todos estos argumentos hacen referencia a factores que influyen en su percepción más allá de la experiencia real de ésta. Entre ellos figuran sesgos cognitivos potenciales que puede sufrir la ciudadanía en su percepción de la corrupción, entre los que destaca el sesgo de optimismo. Sociedades cuyos individuos son más optimistas, o que coyunturalmente atraviesan mejores condiciones, se espera que su percepción de la corrupción sea menor. Lo contrario sucedería para aquellos que pasan por unas situaciones complicadas de alto desempleo, precariedad o malas perspectivas. (Este sesgo de optimismo también se ha estudiado en las finanzas del comportamiento: inversores más optimistas tienden a infravalorar los riesgos y a sufrir con mayor virulencia de exceso de confianza en las propias capacidades (overconfidence)).
Por este motivo, otro factor que impacta en la percepción de corrupción es el ciclo económico. Una población que disfruta de la fase expansiva del ciclo, donde la actividad crece a tasas sólidas, el desempleo es decreciente y las expectativas son muy positivas, tenderá a reportar menor nivel de corrupción, manteniendo las demás variables constantes. En cambio, en la fase de depresión del ciclo ocurrirá lo contrario, y la población atribulada seguramente tratará de identificar a los culpables (reales o imaginarios) de los problemas, dándose mayor importancia al fenómeno de la corrupción. Y es aquí cuando los líderes populistas pueden disfrutar de su momento de gloria, aprovechándose del descontento social. Esta dinámica seguramente les sonará.
Relacionado con esto último, la disponibilidad de información respecto a las prácticas de corrupción de otros miembros de la sociedad también afectará las percepciones. A un nivel de corrupción real dado, un mayor conocimiento de estos casos por parte del público aumentará su percepción. Precisamente es en fases de crisis cuando los escándalos suelen aparecer y diseminarse con más frecuencia en los medios. Pero para ello, una condición imprescindible es que exista auténtica libertad de prensa. La competencia política y la independencia judicial también ayudan.
En términos matemáticos, se podría formular un modelo según el cual:
Ρ = f (Ε, Ι, C)
Donde P es la percepción de la corrupción, que no es solo función de la experiencia individual con la corrupción (E), sino también de las características del individuo (I) y del país (C), que dan forma a las creencias de los individuos sobre este fenómeno.
Gutmann et al. (2015) agrupan los diferentes factores potencialmente relevantes en cuatro categorías:
- Características socio-demográficas individuales: edad, sexo, renta, educación
- Indicadores políticos: democracia, libertad de prensa
- Indicadores económicos: renta per cápita, crecimiento
- Cultura y capital social: actitudes, religión, fragmentación étnica a nivel país
Los resultados del análisis empírico realizado en este trabajo apoyan las hipótesis anteriores. Destaco el resultado de que la percepción de corrupción en sociedades democráticas es más alta de lo que se esperaría dada la experiencia real con la corrupción, probablemente debido a que la competencia política incentiva a descubrir y difundir la corrupción de los oponentes políticos.
Esta observación supondría que estos indicadores estarían sesgados, lo cual tiene interesantes implicaciones y lanza dudas sobre algunos de los hallazgos encontrados en esta literatura utilizando el indicador de percepción de la corrupción en regresiones con muchos países (cross-country). Así, dado que los individuos en democracia podrían estar exagerando sus percepciones de corrupción, el efecto positivo de las instituciones democráticas sobre la corrupción podría haberse infravalorado hasta el momento en la investigación. Por el otro lado, el crecimiento económico podría tener consecuencias menos relevantes sobre ella de lo que se pensaba, dado que la percepción de corrupción parece estar sesgada a la baja cuando la economía lo está haciendo bien, es decir, que la relación positiva que se observa entre ambas variables no es tanto por el crecimiento en sí mismo, sino más bien por el efecto psicológico que este conlleva sobre la población.
Las percepciones no tienen por qué coincidir con las realidades en fenómenos complejos como es el de la corrupción. Por eso, como ya hiciéramos en el caso del Doing Business, conviene tener en cuenta las limitaciones de los indicadores más utilizados. Simplificar una realidad compleja en un indicador cuantitativo puede ser útil, imprescindible para la investigación como señalábamos al principio de este artículo, pero también tiene riesgos que deben contemplarse.