De la progresiva polarización que vivimos en muchos ámbitos sociales, lo más preocupante es pensar hasta dónde podemos llegar en la defensa de los que creemos son nuestros intereses. ¿Qué extremos son los peligrosos? Mi respuesta, aquellos que nos plantean como norma de comportamiento, y hasta de rango de ley, lo que linda con el populismo, la censura o el proteccionismo más ineficiente en términos de innovación y desarrollo económico.
Un primer extremo lo encontramos en los que erróneamente enfrentan la protección de los derechos de autor con los derechos fundamentales de los ciudadanos. O, lo que es peor, supeditan estos últimos (libertad de expresión, seguridad, privacidad, tutela judicial efectiva) a algunos de los primeros. Criminalizar a los ciudadanos o sus canales de expresión y prejuzgarlos, antes de que lo haga un juez, no parece una postura que defienda algo que merezca la pena, como son nuestras libertades.
Otro extremo contrapone, también erróneamente, los derechos de autor como algo incompatible con la democratización del acceso a la cultura, la defensa –imprescindible- del procomún o la libertad de elegir canal y precio justo (o no pagar ninguno, si el contenido no interesa). Los creadores tienen derechos, como el reconocimiento público de la autoría y deberían tener algo que la actual Ley de Propiedad Intelectual (LPI) –y ya veremos si su inminente reforma- no les permite: la gestión individual y libre de su obra, si así lo desean, para intentar vivir de ella, en un marco más equilibrado de negociación con los intermediarios de la producción industrial y distribución, que son los grandes protegidos de facto por la actual LPI y no los autores, como algunos creen o defienden.
Y así andamos, entre la criminalización del usuario y la demonización de cualquier intermediario cultural o industrial.
Desde fuentes independientes -y con pocos apoyos mediáticos, por ser los grandes grupos de comunicación parte interesada en la producción y distribución de contenidos- hay un continuo esfuerzo por ser pedagógicos y explicar posturas razonables. Colocan ante todo los derechos fundamentales como valor incuestionable y defienden que los derechos de autor no han de ser incompatibles con compartir, distribuir y disfrutar de modo privado la cultura, sin criminalizar al usuario por ello.
Las resistencias por parte de la industria, principal beneficiada hasta ahora por la ley, son enormes. El entorno tecnológico nos ofrece cada día innumerables alternativas de distribución de toda obra digitalizable. Comenzó con la música, pero enseguida llegó el vídeo, el cine, la actualidad informativa, cualquier reflexión u obra intelectual o científica, nuestra voz, los mensajes de texto que viajan hoy por Internet fuera de las redes de las telcos, nuestras fotos y vídeos personales. Todos los contenidos cuyo coste de almacenamiento y distribución por Internet tiende a diluirse en un número infinito de copias, independientemente de lo que costase producir la obra original. ¿Qué valor tiene una copia entre infinitas, coste casi cero, como vehículo de remuneración al autor?
La presión de la industria a los legisladores en este entorno es tremenda. El tiempo corre en contra de quien gobierna, en términos de puestos de trabajo en juego frente a la posibilidad de una legislación con más visión de futuro. Casi todos los canales mediáticos masivos, con la excepción de Internet a día de hoy, son parte interesada de la industria de la copia, vertiendo opiniones sesgadas cuando no intoxicadas directamente por datos falsos o supuestos informes sobre los que casi nunca se citan fuentes y metodología.
Tenemos así un entorno donde la tecnología permite pero la legislación, forzada por algunos grupos de poder y sin contrapeso parlamentario suficiente, frena.
Desde Sintetia se preguntaba recientemente por las consecuencias económicas de todo ello.
En primer lugar, es llamativo que a pesar del silenciador mediático hayan trascendido los desacuerdos del Ministerio de Industria sobre las iniciativas del Ministerio de Cultura en estos temas, fundamentalmente por la llamada ‘Ley Sinde-Wert’ y previsiblemente por el futuro borrador de ley (o decreto-ley, que es lo que se lleva) de reforma de la actual LPI.
Amparar vía decreto negocios que la realidad empuja a transformarse o morir sólo es retardar la agonía. El proteccionismo legal contra la realidad tecnológica condena a medio plazo la producción y distribución cultural de este país, dejándolas a los pies de grandes grupos internacionales, aquellos que además en un entorno global no podemos forzar tampoco a pagar impuestos en España.
Una de las grandes ventajas de los negocios de Internet es la alta escalabilidad de mercado con mínima inversión de recursos, escalabilidad que trasciende lo nacional y regional. Al calor del incipiente desarrollo tecnológico en España han aparecido nuevos intermediarios industriales de base digital que son capaces, con un marco regulatorio adecuado, de producir y distribuir contenido digitalizado de modo mucho más eficiente y, sobre todo, mucho más transparente con los autores y con los usuarios. Son negocios que además pueden innovar en nuevos servicios digitales alrededor de la distribución y producción, convirtiéndose en intermediarios de valor en lugar de intermediarios que detraen valor. Nadie está diciendo que la cultura tenga que ser gratis sino abierta, esto es, libertad para poner el valor donde decida el autor, y eliminar barreras para que en un mercado sin rigideces, a favor del intermediario, los usuarios puedan acceder a contenidos de calidad con precios acordes.
Una legislación que fuerce la protección de la copia como vehículo remunerativo exclusivo y la criminalización de quien lo incumpla está condenando al autor a negociar en los viejos términos con sus viejos socios, que ahogan a los posibles nuevos y al usuario a disfrutar sólo las copias ‘legales’ puestas en circulación en tiempo, forma y número que los viejos socios decidan.
Ahogar una industria digital incipiente a favor de la antigua no va a solucionar los problemas de ésta ni de los autores con el marco tecnológico global. Todo lo demás será matar la innovación empresarial propia y dejar que la antigua sea barrida de todos modos por grandes grupos digitales internacionales, que ya están cerrando acuerdos a nivel supranacional.
Pero puede ser muchísimo peor si, además, dejamos por el camino derechos fundamentales y, en lugar de un juez, el primero que decide si tu copia es legal o no es un funcionario gubernamental del que ni tu abogado puede revelar el nombre.
Sobre la autora:
Dolores González Pastor. Síguela en Twitter
Propiedad Intelectual, UPyD
4 Comentarios
¿Y si conceder al «autor» un monopolio sobre la explotación de la obra fuera un obstáculo para que eso que se llama pomposamente «cultura» se creara en mayores cantidades?
¿Y si no fuera necesario disponer de los derechos patrimoniales del derecho de autor para incentivar a que se cree?
La madre del cordero reside en esto: qué incentivo necesita la sociedad para que se cree y en si monopolizar algo que no se crea nunca de la nada absoluta (existe el alfabeto y sin Amadís de Gaula no hubiera habido Quijote) produce más y mejores capitales intangibles.
Todos los que equiparan el derecho de autor a una especie de derecho humano olvidan que es un derecho concebido desde su limitación temporal. Es decir, no sería tanto un «derecho» sino un incentivo otorgado por la sociedad para generar una base de conocimientos y creaciones de beneficio general.
La idea de temporalidad se justfica porque en la difusión libre del conocimiento y la creación es donde reside el mayor beneficio social. El nudo gordiano sobre si debemos conceder ese monopolio o no reside, invocando al famoso equilibrio que tanto autorcito solicita, es su duración y ámbito. Una mirada a la historia confirma que tanto duración y ámbito sólo se amplían, nunca se reducen.
Pocas obras tienen vida comercial larga, si la llegan a tener. Este es un punto de partida. Reprimir el intercambio en redes no autorizado es negar el pasado: las bibliotecas prestaban gratis, los amigos se dejaban los libros. La tecnología ha reducido a cero el coste del soporte y el coste de prestar: da igual que no te lo devuelvan.
Así que el paso lógico, generalmente (muy generalizadamente de hecho) ante estos dilemas consiste en luchar por la reducción de plazos y ámbitos de modo progresivo hasta… su desapareción. Idea que a simple vista genera incomprensión, desconcierto, asombro y, claro está, pérdida de respeto. Pero es lo único con sentido real.
El industrialismo ha creado algo diabólico: la creación artística y cultural es equivalente a «trabajo», como el trabajo obrero. Y, por tanto, se dice que es exigible un salario por «crear» basado, además, en rentas vitalicias. Trabajadores de la cultura, se decía.
La esencia de la creación es humanística y otra cuestión es contratar artistas para sacar adelante modelos de negocio: son los modelos de negocio y sus estructuras los que no tienen ninguna razón de ser protegidos en caso de desaparecer su mercado o que este se vea transformado. Sí existen, por el contrario, razones para que determinadas actividades como la ciencia básica o determinada producción cultural que no tiene un retorno de mercado a corto plazo sea incentivada: escribimos aquí gracias a que el código que lo permite no tiene propietario y eso sirve para crear una cosa nueva, este site. Y millones más.
Escribir aquí, es seguramente de nulo valor económico. En caso de éxito se generan nuevas expectativas a los autores… pero en ese caso es cuando suelen aparecer los deseos de monopolizar lo creado, antes no importaba. PAradójicamente, esos autores viven «de algo» previo a que fuera un éxito. Es decir, no se estaría haciendo por el incentivo que supuestamente otorga la protección, sino por la necesidad de expresarse y darse a conocer. No hizo falta el monopolio para crear.
Hola Gonzalo coincido plenamente, el punto de vista de mi artículo es claramente antimonopolio. Tu me dirás ‘pero parece que se lo quitas a la industria para dárselo al autor sobre su obra’. No si el autor, como es la realidad, depende del ‘público’ para que la obra tenga un reconocimiento como tal. Si el autor se equivoca en el mejor modo de dar a conocer y difundir su obra fracasa como autor. Nadie lo lee, nadie va a ver sus películas, oir su música, nadie lee su blog. Devolver a los autores derechos que una ley del s.XVIII (promovida por la edición de la imprenta de la época) dispersó de un modo hoy anacrónico no es dotarles de un nuevo monopolio, sino darles flexibilidad para que elijan su mejor marketing. Como cualquier empresa, pues al fin y al cabo son autónomos no gente en nómina asalariada -entonces hablaríamos de otro tema no de un autor que libremente crea-.
Y es que este es el fondo del asunto: el anquilosamiento de las actuales leyes de PI (pues en mayor o en menor medida el tratamiento preponderante del copyright es un problema para todas las legislaciones ‘modernas’) se debe a que el autor crea, pero se le ha ido quitando poder sobre derechos que afectan a su obra, en la medida que perdía capacidad de producción/ difusión eficiente. Una capacidad que el mundo digital le devuelve en gran medida y con ello, volver a participar de esos derechos.
El escenario que planteo por tanto, no es la traslación de un monopolio a otro, sino la eliminación de todos. Permitiendo, no impidiendo, que el autor ejerza un marketing efectivo sobre su obra si lo desea o lo ceda en parte a un intermediario industrial si lo desea también y éste es capaz de hacerlo mejor, negociando desde una posición más equilibrada.
Pero, entonces.. sí que trasladas el monopolio: la ley concede al creador el poder decidir totalmente la explotación y distrbución de su obra. Otra cosa es que tiene derecho a cederlos a su financiador quien, generalmente, es el único (en realidad, era) capaz de financiar la producción y la distribución.
Darle «flexibilidad» al autor es lo que hace el sistema CC que sí ayuda a desintermediar al editor, productor, etc. pero que mantiene las mismas bases: monopolios extensísimos en el tiempo y en amplitud.
«Flexibilizar» es un buen mecanismmo transitorio en un esquema que inicie la reducción de plazos y los ámbitos de ese derecho exclusivo (es decir, monopolio). Como otros muchos que debieran abordarse: ¿por qué el director de arte y el de vestuario de una película no son autores? ¿Por qué no lo es el montador? Cualquiera que haya visto lo que se hace en una producción verá el aporte creativo que realiza el equipo que tiene un director (en general, incapaz de reunir estos otros talentos) y ese no es reconocido como autor. Money talks. El derecho de autor tal y como lo conocemos sólo es una forma de limitar quién acceder al dinero.
No, no estoy defendiendo otro monopolio Gonzalo. Cualquier autor que haya sufrido la actual LPI sabe que ese ‘ceder derechos’ del que hablas es un eufemismo bastante decimonónico -como es el espíritu de sus últimas redacciones- sobre lo que de facto no se puede elegir si como autor quieres visibilidad de la industria tradicional. Puedes elegir efectivamente la difusión a través de licencias Creative Commons, pero eso te cierra la puerta de facto a otras vías e incluso a parte de la remuneración que en el colmo de la rigidez (he aquí otro eufemismo) la LPI permite cobrar a las entidades de gestión colectiva (CEDRO, SGAE..) por tí. Yo no creo en la eliminación utópica de intermediarios, como diría Innerarity, sino en la competencia eficiente entre ellos, pudiendo ser el propio autor a la vez productor y distribuidor.
Esto efectivamente abre la lucha comercial y de eficiencia entre intermediarios (básicamente es por lo que se aferran los tradicionales al s. XVIII desesperadamente), pero beneficia a los extremos: autores y usuarios finales. No creo en el proteccionismo industrial, ni para el beneficio de la oferta (mata la innovación) ni para el de la demanda (cautiva de esta oferta). Violación de derechos fundamentales aparte, que en eso estamos de acuerdo.
Tampoco creo en revoluciones de tabla rasa. Creo en las reformas y en la convivencia – necesariamente temporal- de modelos de copyright y de copyleft, PERO CON EL MISMO AMPARO DE LEY. Que en la competencia equilibrada uno de los modelos se imponga será porque así cambia el mundo, no porque parte interesada de una industria -la obsoleta- fuerza leyes para mantener márgenes.