Piense en cualquier empresa que se le pase por la cabeza. Sólo le voy a pedir un requisito, que tenga unos 10-15 años de antigüedad. Ahora imagine que le preguntamos a su propietario si hace eso que algunos llaman I+D+i. Suponga que esta persona le dice que no, que no sabe exactamente qué es eso. Sí sabe que sale en los periódicos, en las tertulias de la radio y que parece el remedio a todos los problemas de nuestra economía. Pero reconoce que no sabe qué es y, por tanto, que no lo hace, al menos conscientemente. En este contexto, ¿se creería las palabras del empresario/a? Si la respuesta es afirmativa, le invito a pensar en la siguiente cuestión: ¿cree que esa empresa, que ha sobrevivido 10-15 años en una economía de mercado, lo ha hecho haciendo siempre las mismas cosas, de la misma manera, vendiendo a los mismos clientes y sin hacer cambios desde que abrió su negocio? Parece sensato pensar que esto no es así. Y esto no es así porque, como dejó escrito Jack Welch, “si el ritmo de cambio de una empresa es inferior al de su entorno, el final de la empresa está a la vista…sólo cabe saber cuándo será ese final”.
Esa empresa que tiene en la cabeza ha tenido que competir con otras por sus clientes, ha tenido que averiguar qué cosas no hace bien y cambiarlas, ha tenido que prestar a sus clientes una mayor variedad de productos (o servicios), ha tenido que ofrecer más calidad o ha buscado fórmulas para reducir sus costes. Porque si no lo ha hecho, después de 15 años, desaparecería del mercado. Cierto es que lo ha podido hacer de forma consciente y planificada, o inconsciente e improvisada, lo cual implica una notable diferencia. Pero quizás convenga conmigo que algo ha tenido que hacer. Porque si ha hecho cosas diferentes, de forma diferente y buscando ahorro de costes para sobrevivir en el mercado, entonces su vida empresarial la ha determinado su capacidad para innovar. Ese algo que ha hecho, por tanto, es innovar. Porque innovar es transformar en dinero las ideas que permitan conseguir esa capacidad de supervivencia y crecimiento empresarial.
Quizás ésta una definición demasiado “light” de lo que implica innovar. Pero puede que sea necesario bajar de nivel cuando hablamos de innovación. Muchas empresas, cuanto menos, muestran un gran respeto e, incluso, temor hacia términos como la I+D+i. Existen aún clichés establecidos del tipo: innovar es cuestión de las grandes empresas, o de aquellas que tienen laboratorios y/o departamentos dedicados a la investigación, o aquellas cuya actividad empieza por «bio» o por «nano». Ese miedo escénico existe y es palpable en el trabajo diario con la dirección de las empresas, incluso con aquellas que pueden facturar más de 100 millones de euros.
De la misma manera, con mi ejemplo sencillo posiblemente pueda dar a entender que en realidad no existe un problema de innovación en las empresas, o que sólo se trata de una cuestión de medición entre quienes gestionan su innovación y quienes no lo hacen. En cambio, es importante matizar esta posible derivada a la que puede conducir el razonamiento anterior. En materia de innovación, como en otras muchas facetas empresariales, el grado es lo que marca la diferencia, a veces insalvable entre las empresas.
¿Y cuáles son los factores que pueden explicar esta diferencia?
La respuesta hay que buscarla en la estrategia. Dinamizar la innovación en las empresas requiere, ante todo, dinamizar la forma en que éstas se gestionan, en cómo se conciben y visionan los negocios y, sobre todo, en cómo se crea el clima y los instrumentos adecuados para que se incuben y se ejecuten las ideas hasta llevarlas al mercado.
En el libro “Gestión en Tiempos de Crisis”, Juan Fernández Aceytuno pone de relieve uno de los grandes problemas que tiene la empresa española: su escasa capacidad y disciplina para involucrarse en planteamientos estratégicos. La gestión estratégica en una organización, si se toma en serio, ayuda a crear un clima donde las personas que trabajan en ella (y su entorno, esto es, las que no trabajan pero están relacionadas directa o indirectamente con la misma) crean, discuten, moldean y se convierten en motores de ideas para el cambio y el progreso. Una reflexión estratégica ayuda a tomar conciencia de la necesidad de una buena evaluación del entorno de la organización: legal, ambiental, nuevos desafíos sociales, etc. Una reflexión estratégica es un instrumento para analizar el/los mercado/s en los que la empresa vende sus productos o servicios. Y con ello, evaluar a la competencia, sus estrategias, su diferenciación. Descubrir qué hace que unos clientes estén dispuestos a pagar por lo que se les ofrece mientras otros no. Averiguar qué demandan los potenciales clientes y cómo llegar a conseguir que nos compren. Una reflexión estratégica obliga a tomarnos en serio todos los procesos de la empresa: compras, distribución, logística, negociación con proveedores, consumos de energía y un largo etcétera. Una reflexión estratégica obliga a mirar más allá del día a día, a usar la imaginación, la creatividad, a trazar caminos a seguir y buscar los socios tecnológicos y/o comerciales que te permitan lograrlo. Y, todo ello fuerza a calcular y estimar bien los recursos financieros disponibles, las necesidades y cómo cubrirlas.
Todo esto no se puede hacer tan sólo desde la “cúspide” directiva. Los cambios, para que sean profundos y continuos, implican el liderazgo de involucrar a toda una organización. Y si esos cambios se convierten en una guía (plan) estratégica que TODA persona de la compañía hace suya, entonces será más fácil su ejecución. Surgirá la necesidad de medirse, de cambiar, de moldearse, de adaptarse, de potenciar el flujo por el que llegan los canales de las ideas.
Y si existe esta reflexión estratégica entonces se iniciará, sin más, un proceso de innovación. Un proceso que es complejo, que implica riesgos (aunque el mayor es no involucrarse en él), que requiere también del trabajo y la sintonía de toda la organización. Lo más probable es que esta innovación fuerce a crear un departamento que sirva de catalizador y coordinador del proceso, pero su valor se apreciará precisamente cuando se convierta en el corazón de la empresa que bombea ideas y propuestas para mejorar los resultados (tanto en ingresos como en costes).
Parece, por tanto, que cuando marcamos un rumbo, y lo diseñamos con todas nuestras herramientas y talento, se va tejiendo una organización inteligente, donde la estrategia es un arma poderosa y la innovación es su munición para cambiar y crecer.
Actualmente estamos ante un contexto económico y empresarial realmente complicado. España tiene sus propias peculiaridades, que pueden lastrar aún más la capacidad de recuperación, debido a la gran especialización productiva en sectores como la construcción. El crecimiento económico de la última década y la facilidad de acceso al crédito por parte de las empresas han “adormecido” las necesidades de afrontar procesos de reflexión estratégica en las empresas y, por tanto, de innovación.
Las estadísticas oficiales de la OCDE estiman que entre 1995 y 2006 la Productividad Total de los Factores en España se ha reducido un 0,1% de media cada año en ese período. Además, si se analiza el sector de la construcción de forma aislada, esa caída en la productividad anual ha sido del 2,5% de media. Por lo tanto, España ha crecido en los últimos años “con el pico y la pala de siempre (la misma tecnología) y con más horas de trabajo (empleo) cada vez menos cualificado”. Mientras, las cifras de inversión en innovación empresarial (no pública) y los indicadores de competitividad empresarial, según el último informe del World Economic Forum de 2008, sitúan a España en el puesto 28 del mundo, cuando es la octava economía en términos de PIB.
El reto de los próximos años es gestionar las empresas con una menor capacidad de endeudamiento (el crédito en España ha crecido, entre 1999 y 2008 y según el Banco de España, a una media del 18% anual, mientras que en 2009 y 2010 éste o bien no crecerá más del 2% o lo hará de forma negativa). Es momento de afrontar este desafío empresarial a través de una estrategia meditada y trabajada. Ya que no vendemos, como diría uno de mis clientes, dediquémonos a pensar.
Existe una amplia diversidad de instrumentos públicos al alcance de las empresas en materia de innovación. Algunas empresas que acuden a estas convocatorias buscan aliviar sus problemas de tesorería y, por tanto, asegurarse su supervivencia en el corto plazo. En cambio, esto no tendrá impacto alguno en el medio y largo plazo de la compañía si no existe un rumbo marcado previamente, si no existe una planificación estratégica detrás. Considerar a la innovación únicamente como una fuente de subvenciones puede ser una pérdida de tiempo y de esfuerzos empresariales.
El reto que tenemos como empresa es pensar, escribir y dibujar de forma estratégica nuestro horizonte para los próximos cinco años, por ejemplo. Y hacerlo involucrando a toda la organización. Inmediatamente surgirá la necesidad de buscar aliados tecnológicos (según la consultora Mckinsey, el 80% de las empresas más innovadoras del mundo dependen de otras empresas y/o centros de conocimiento para su innovación), de cambiar aquello que no funciona y diseñar nuevas formas para dirigirse con garantías hacia ese objetivo definido. En ese momento, se puede acudir a buscar esos recursos públicos, esas subvenciones, préstamos participativos o créditos blandos, porque formarán parte de la estrategia y serán de vital importancia para gestionar la tesorería y acometer las nuevas inversiones que permitan escalar en el mercado. Esos recursos ayudarán a materializar su estrategia y a convertirse en una empresa innovadora, y podrá decir que lo es y en qué medida lo es.