Empiezo a escribir esta entrada poco después de que Gazprom (esto es, Putin) haya suspendido hasta nuevo aviso el flujo de gas por Nord Stream tras afirmar que existe una fuga. El suministro, que en las últimas semanas ya sólo se daba al 20% de su capacidad total, se había interrumpido durante tres días por “labores de mantenimiento”, pero al final, como diversos analistas sospechábamos, no va a reanudarse. Mucho menos tras el acuerdo del G7 para instaurar una limitación de precios al petróleo ruso y otros productos derivados, vía prohibición de prestar servicios que permitan su transporte marítimo. Acción, reacción.
A estas alturas, no es una sorpresa. Desde hace meses, sabemos que Rusia iba a utilizar todas las medidas no bélicas a su alcance para presionar al bloque occidental, y muy especialmente a la Unión Europea, con el fin de relajar las sanciones impuestas por la agresión a Ucrania y también para romper la relativa unidad de acción habida hasta el momento.
Putin es consciente de que las restricciones energéticas, de determinadas materias primas y de productos básicos imponen la escasez y avivan el fuego de la inflación, el enemigo público número uno de todos los gobiernos. Una inflación acelerada que culmina unos agitados meses previos de adaptación postpandémica.
A remolque de los acontecimientos
Los acontecimientos parecen sucederse a mayor velocidad de la que la Europa es capaz de reaccionar. Pero hay que reaccionar. Ya habrá tiempo de lamentarnos por una política energética caracterizada por su falta de visión estratégica, intervencionismo e hiper regulación, aderezada de urgencias climáticas y esencialmente frágil por su dependencia de fuentes que, ya sea por su intermitencia y volatilidad natural (renovables), por la escasa fiabilidad del suministrador (regímenes autoritarios o inestables) o por cambios geopolíticos (véase el caso español con Argelia), nos dejan al albur de circunstancias que no controlamos.
Ahora mismo, el mercado del gas natural, todavía vital para la economía de muchos países, está completamente roto por voluntad de Putin. Los precios de la energía suponen un lastre insalvable para sus economías y su estabilidad sociopolítica. A principios de año, ya avisábamos de esta circunstancia: si a Putin le daba por cortar del todo el grifo del gas al norte de Europa, la línea azul del gráfico siguiente (exportaciones de gas ruso) se iba a cero y no habría buques gaseros en el mundo para incrementar la línea blanca (importaciones de gas natural licuado) de forma suficiente. Está ocurriendo ya.
La falta de gas ruso significa una competencia más feroz por suministradores alternativos y, por consiguiente, a precios mucho mayores. Estados Unidos, por ejemplo, se convirtió en el principal exportador de gas natural licuado (GNL) del mundo durante el primer semestre de 2022, con un incremento del 12% de sus exportaciones con respecto al semestre anterior, por encima de otros grandes productores como Qatar y Australia. Todo ello tiene muy relevantes implicaciones económicas y geopolíticas. Estos proveedores sustitutos (Argelia incluida) han hecho, literalmente, su agosto. Y seguirán haciéndolo.
La disminución del suministro, con el otoño e invierno acercándose, determinó que el pasado mes de julio los Estados miembros de la UE acordaran reducir su demanda de gas en un 15 % con respecto a su consumo medio correspondiente a los últimos cinco años, entre el 1 de agosto de 2022 y el 31 de marzo de 2023, adoptando medidas de su propia elección. Insisto en este punto: el objetivo es reducir el consumo del gas.
Paralelamente, los países europeos han adoptado medidas más o menos enérgicas y de diversa naturaleza para reducir el impacto económico del precio de la energía en sus ciudadanos.
Alemania, por ejemplo, acaba de aprobar un tercer paquete de ayudas a sus consumidores de 40.000 millones de euros, que se suma a otros casi 30.000 millones de ayudas previas.
España y Portugal, por su parte, ya habían conseguido la aprobación de la llamada excepción ibérica, mecanismo de intervención en el mercado eléctrico diseñado para rebajar el precio del mercado mayorista mediante la fijación de un tope al precio del gas. Tras varias semanas de aplicación, la medida ha conseguido reducir el precio final del mercado mayorista con respecto al de otros países europeos, aunque la cotización del gas en los mercados internacionales, y por tanto las facturas de los hogares, han seguido subiendo, si bien lo han hecho en menor proporción gracias al tope. De todas formas, el mecanismo no es inocuo:
- El tope lo tiene que pagar alguien, dado que debe compensarse a las centrales de generación eléctrica que utilizan gas por la diferencia entre lo que valga éste en el mercado mayorista y el tope establecido (40€/MWh durante los 6 primeros meses de la medida). Y esa diferencia la pagan los consumidores con contratos en el mercado libre firmados o actualizados a partir del 26 de abril. Un extra variable e incierto que puede suponer hasta el 40% de la factura total.
- Tampoco los clientes de tarifa regulada, a quienes beneficia el tope, están a salvo de cargas futuras. Los 1,5 millones de consumidores adscritos a la tarifa de último recurso de gas que se regula vía BOE acumulaban una deuda a finales de agosto (déficit de tarifa) próxima a los 220 millones de euros, que seguirá creciendo con un gas a precios históricamente altos. Dicho déficit se deberá devolver posteriormente, incluidos intereses, se supone que con cuotas fraccionadas en posteriores recibos.
- La excepción ibérica ha disparado también la exportación de energía a Francia, a la que no se aplica el precio de compensación. Dos meses después de la entrada en vigor del mecanismo, nuestro país vecino ha aumentado cerca de un 200% su importación de electricidad desde España y ha reducido en torno a un 95% sus exportaciones energéticas. Toda esa producción extra también se carga a los consumidores españoles afectados por el tope.
- Finalmente, el topado introduce un incentivo para ofertar la electricidad generada en horas con mucho ciclo combinado, frente a otras energías pagadas a un precio mucho más bajo. A todo ello sumemos unas renovables que, durante este verano extremadamente caluroso, no han conseguido satisfacer la gran demanda de energía. Más producción de gas, más compensación, más efectos distorsionadores.
En definitiva, nuestro consumo de gas, en lugar de reducirse, se ha incrementado; se usa más horas al día y en franjas horarias más desfavorables, lo que va en detrimento del plan de reducción de demanda acordado por la UE.
De hecho, parece que las autoridades comunitarias han decidido descartar la extensión del mecanismo de la excepción ibérica a toda la Unión Europea precisamente por esta razón: porque a pesar de lograr unos precios más bajos, la medida podría conducir a un aumento muy significativo en el uso de gas para la generación de energía.
Además, Hacienda ha estado logrando por el gas recaudaciones récord de IVA, dada la subida de los precios. Este hecho, tan impopular para muchos ciudadanos, ha sido determinante para que el Gobierno, en un cambio de timón sorpresivo, haya decidido reducir desde octubre y hasta diciembre el IVA del gas del 21% al 5%, adoptando una medida repetidamente solicitada por la oposición y criticada desde el propio Gobierno hasta pocas horas antes de ser anunciada, y que sigue la decisión a finales de junio de rebajar el IVA de la luz del 10% al 5%. Está reducción, que sin duda supondrá un alivio para los hogares, especialmente los más desfavorecidos, podría a su vez estimular adicionalmente el consumo de gas cuando lo que Europa pretende conseguir es todo lo contrario. Una complicada disyuntiva.
Combinar la trinchera con la atalaya
La realidad es que, por el momento, las perspectivas para los próximos meses no son nada halagüeñas. Si bien podría ocurrir que, gracias a la diversificación de proveedores, la dependencia del gas ruso pudiera reducirse sustancialmente y la escasez de gas no fuera tan grave como se auguraba, ello no ocurrirá sin una gran presión en los precios, cuyo impacto sobre los ciudadanos la Unión Europea quiere atajar a toda costa, todavía sin saber muy bien cómo.
Y es que cualquier medida que se diseñe se enfrentará al mismo dilema: o pagan los consumidores, o pagan los gobiernos. Y no todos los países tienen el mismo margen para hacerlo.
España, por ejemplo, es el segundo país que mayor cantidad de subvenciones recibe del Fondo de Recuperación por el impacto de la pandemia (77.340 millones) y nuestra economía, pese a su crecimiento, no ha recuperado aún los niveles previos a la misma.
Por consiguiente, junto a las medidas de alivio a corto plazo, tremendamente costosas pero imprescindibles para contener la inflación, la Unión Europea debería reconsiderar en el medio plazo su política energética, sin apriorismos ni limitaciones autoimpuestas, con el fin de reducir su dependencia energética, mejorar el funcionamiento e integración de sus mercados y facilitar una transición adecuada a las energías renovables.
Una transición que, además, no comprometa por empecinamiento ideológico la supervivencia económica de familias y empresas y la competitividad global del continente. Porque, desgraciadamente, no todos los países juegan tan “limpio” como nosotros, y corremos el riesgo de quedarnos, de nuevo, atrás.
Si para conseguir esa transición justa debemos alargar plazos y suavizar temporalmente objetivos, que así sea. Haciendo mía una magnífica expresión de Xavier Marcet, necesitamos combinar la trinchera con la atalaya. Combatir aquí y ahora sin dejar de mantener una visión viable de futuro. Ahí es nada.
La foto de portada es de la revista The Economist.