¿Puede un hospital aprender algo de un equipo de Fórmula 1? Esa es la pregunta que se hizo uno de los equipos médicos del Great Ormond Street Hospital, un hospital londinense especializado en la atención de niños enfermos. ¿Es óptima la seguridad en el proceso interno de traslado de los pequeños pacientes tras una operación? En esos procesos, la probabilidad de coger una infección es elevada y hay que extremar las precauciones: cualquier mínimo error puede traer grandes consecuencias. Por otro lado, cada parada en boxes en una carrera de F-1 es un espectáculo de precisión, tiempo, funciones y seguridad. ¿Existe esa misma precisión en el traslado de enfermos dentro de los hospitales? El equipo médico del Great Ormond se puso en contacto con el equipo de ingenieros de Ferrari, situados en el entorno de Oxford. Grabaron sus procedimientos en vídeo y los estudiaron minuciosamente junto con dichos ingenieros; el proceso fue narrado pocos meses después por la BBC.
Al principio, los médicos se mostraban “muy escépticos” ante la posibilidad de que un equipo de ingenieros, ajenos al mundo de la sanidad, pudiera aportar ideas mejores para trasladar a los enfermos y evitar males mayores. De la misma manera, los ingenieros se sorprendieron de los fallos que cometían los médicos. Si fuese al revés, es decir, si los ingenieros siguieran los métodos de logística de enfermos de los hospitales, Ferrari no sería una de las escuderías líderes de la F-1, sino una muy ineficiente y poco competitiva. Los médicos se introdujeron de lleno en el mundo de los procedimientos y la coordinación de equipos especializados, y la experiencia fue tan positiva que los propios facultativos declararon que “cambiaron todo el sistema de logística de traslado de enfermos, reduciendo hasta en un 40% los errores técnicos y de comunicación que se cometían en el hospital”.
Otro reciente reportaje en la BBC mostraba cómo la medicina y la gestión sanitaria pueden absorber conocimiento de otras profesiones en las que también se requiere de una alta sofisticación en equipos y procedimientos. Por ejemplo, se puede aprender e incorporar procedimientos de la ingeniería de aviación o de los cuerpos de bomberos. Detectar y absorber conocimientos ajenos a nuestras cuatro paredes es una fuente inagotable para hacer las cosas mejor, para competir y, en el caso de la medicina, para lograr una “cirugía más segura y precisa”, porque los médicos operan en contextos de alta presión y condiciones realmente complejas. Y esa presión y complejidad requieren de un fuerte entrenamiento para resolverla. ¿A quién entrevistó la BBC para hablar de esta forma abierta de incorporar conocimiento en la sanidad? A médicos del Great Ormond Street Hospital. Me gustaría destacar dos ideas de dicha historia.
- Ninguna organización puede mejorar y progresar sin abrirse. El conocimiento se genera cada vez menos dentro de nuestras cuatro paredes. Hay mucha inteligencia fuera, la cual, si se detecta y aplica, puede convertirse en una máquina poderosa para progresar.
- Para que las personas busquen activamente, evalúen y aprovechen procesos externos tienen que ocurrir muchas cosas. Han de estar motivadas, tener pasión por lo que hacen y sentir que contribuyen positivamente a una organización que pueden transformar. Y, ni que decir tiene, han de estar altamente capacitadas para comprender, absorber y aplicar procesos complejos. Ambas condiciones, y máxime de forma simultánea, son difíciles de encontrar en sistemas muy burocratizados, regulados y asfixiados. Esas moles jerarquizadas tienden a matar la pasión por aprender, aportar y progresar. Esta es la tesis fundamental de las nuevas teorías del management y la idea adquiere fuerza de las investigaciones de expertos como Gary Hamel, Julian Birkinshaw o Jim Collins.
La mayor fuente de posibles innovaciones se encuentra en la forma en la que los jefes hacen su trabajo: en la reducción de las capas jerárquicas y en la creación de un clima donde el principal recurso de toda organización, sus personas, sean un verdadero motor de transformación. Es un desperdicio social y económico que personas creativas, apasionadas y con altos conocimientos no puedan explorar esas aptitudes en su organización o, peor aún, que sean bloqueadas por jerarquías absurdas y formas de gestionar defensivas en las que el principio fundamental radica en el “esto siempre se ha hecho así”. Estos nuevos principios están suponiendo un tsunami en la gestión. La única forma de competir es mediante la creación de capacidades y la cesión de poder de decisión e incentivos a quienes de verdad pueden transformar de forma silenciosa, pero continua y efectiva, una organización. Estos principios han llegado con fuerza a empresas donde la creatividad y la innovación son el principal activo, en las que, si no las tienes, no sobrevivirás en el mercado.
En cambio, hay una especie de isla donde parece que los principios del management siguen anclados al taylorismo (jerarquías fuertes, procesos, control y toda una maquinaria diseñada sólo para la ejecución de tareas concretas). The Economist abrió un interesante debate sobre esta cuestión bajo el titular de “Las grandes pueden, las pequeñas lo hacen”. Las grandes corporaciones transforman nuestras vidas, son importantes y muchas de ellas hacen cosas extraordinarias con innovación constante. Pero otras muchas se oxidan, se burocratizan y matan poco a poco aquello que las permite ser “eternamente jóvenes”. El mercado las penalizará cada vez más y se abrirán nuevas oportunidades para pequeñas empresas con potencial.
Este debate no es ajeno a la sostenibilidad de los servicios públicos. La preocupación ciudadana se centra principalmente en las implicaciones macro, en los grandes recortes -pagas extras y salarios de funcionarios, copagos, reducción de prestaciones-, pero olvidamos como sociedad que la innovación y transformación de toda organización, y también las públicas, proviene de las personas que trabajan en ellas.
Al margen del debate sobre gestión pública o privada, la sanidad es una actividad con unas singularidades realmente determinantes. Por ejemplo, el conocimiento en un hospital reside en el médico, la persona que atiende directamente a los pacientes al margen de sus jefes (incluido el consejero o el ministro). Es el médico quien tiene el conocimiento y la capacidad de decidir el tratamiento, la duración y, por tanto, el que toma decisiones de gasto para cumplir con un objetivo sanitario: curar a un enfermo. En la sanidad pública no hay “facturación”, sólo presupuestos, gastos y personas que, de forma descentralizada, adoptan decisiones continuamente. En cambio, y a pesar de esta descentralización, por encima de los médicos hay capas y capas de jefes. Hay procedimientos, formas de operar muy jerarquizadas, hay papeles -montañas de papeles, que pueden superar los 1.500 indicadores mensuales por hospital-. La apertura de los procesos, la evaluación, la coordinación entre equipos y la incorporación de nuevas ideas (que pueden a veces cuestionar el statu quo) es algo tremendamente escaso.
Queremos ser más productivos y eficientes, “hacer más con menos”, y, por supuesto, también en sanidad. En cambio, este objetivo no es alcanzable sin modificar la forma en la que hacemos las cosas. El camino a la innovación rara vez se encontrará con medidas como “a todos se les recortarán los salarios o se os ampliarán las horas de trabajo o se os controlará aún más”. Aplicar estas fórmulas equivale a querer curar una quemadura con aceite: la herida se hace más profunda.
“No por gastar más tendremos mejor salud”
En una reciente jornada sobre gestión clínica organizada por el Servicio de Salud del Principado de Asturias, tuve la oportunidad de hablar durante horas con profesionales sanitarios. Lo que más me llamó la atención fue su estado de ánimo. Profesionales con una larga trayectoria a sus espaldas, con mucha capacidad y energía para hacer cosas e ideas para aportar pequeños cambios se declaraban abatidos, como si se pegaran constantemente contra un muro. Las jerarquías y los procedimientos se construyen a menudo al margen de los profesionales que los tienen que utilizar, generando grandes ineficiencias -duplicidad de procedimientos, pruebas, tiempos de espera, colas-. Sufren también la presión presupuestaria -tratamientos mejores, tecnología más potente, envejecimiento de la población… pero todo eso es más ‘caro’-, con mecanismos de control a menudo absurdos, los cuales absorben una gran cantidad de recursos y tiempo sin estar muy clara su aportación. En este contexto de profesionales sin incentivos -o porque los encuentran fuera de la propia organización y no dentro-, aparece la apatía y la incapacidad para reinventarse y lograr el verdadero objetivo: mejorar la forma en que se hacen las cosas con los mismos recursos. Como bien dice el experto en gestión sanitaria Carlos Alberto Arenas: “No por gastar más en el sistema sanitario actual tendremos mejor salud”.
En dicha sesión se evaluaban los métodos implantados en las dos últimas décadas en la gestión clínica. El objetivo de esta forma de gestión es romper las jerarquías verticales para dar “poder” a pequeños grupos de profesionales bajo una misma temática. Esos profesionales -interdisciplinares- forman unidades clínicas (como pequeñas empresas) a las que se dota una especie de cuenta de resultados (presupuestos, objetivos y procedimientos), que ellos mismos elaboran y negocian. Las unidades se coordinan para lograr mejoras, tienen ante sí un presupuesto que cumplir (un objetivo que en el modelo tradicional era más disperso) y el reto de ir debatiendo y diseñando mecanismos que les permitan hacer mejor las cosas. Es en ese caldo de cultivo donde se detectan procesos innecesarios que consumen tiempo y dinero, cuya eliminación produce incluso mejoras en los resultados del grupo. Al lector interesado le recomiendo leer los trabajos del doctor José Ramón Repullo, uno de los mayores expertos en gestión sanitaria de España.
Finalmente, y en teoría, el grupo es premiado por los resultados y se le incentiva a que siga mejorando. Los resultados pueden ser realmente positivos. La mera noción de que toda decisión tiene un coste, que todo procedimiento ha de cumplir una función -y que, si no lo hace, está perturbando y generando costes- y que toda persona puede contribuir a la organización y a los resultados del grupo, es ya un incentivo realmente poderoso. Algunos profesionales con los que tuve el lujo de conversar me explicaban cómo esto permite reconstruir una motivación intrínseca.
Predisposición al cambio
No obstante, todo procedimiento tiene sus problemas, y parece que el modelo -con mucho potencial teórico- no acaba de calar. Las unidades clínicas tienen el reto de cooperar, abrirse, incorporar las mejores prácticas de otros grupos y estar dispuestas a cambiar lo que no sea útil. Pero esto no es fácil: ni estamos acostumbrados ni nos han educado para ello. De la misma manera, las jerarquías han de tener un papel menos fiscalizador y más motivador. Los incentivos han de cuidarse para no penalizar a los mejores –continúa siendo habitual aquello de “como has ahorrado un millón, el año que viene te quitamos un millón”, por lo que falla el incentivo a ahorrar el siguiente millón-. El control no puede asfixiar la flexibilidad y se tiene que cuidar el equilibrio. Los presupuestos de cada unidad tienen que estar muy bien diseñados, pensando en el paciente y en el profesional que ha de ir mejorando sus procedimientos. Se tienen que medir bien los ahorros y las mejoras, y recompensar de forma adecuada por ello.
A la vez, resulta clave generar desigualdad y competitividad interior. De nada sirve un sistema donde todos aprueban y donde, independientemente de cómo lo hagas, los privilegios son los privilegios y los peores no son penalizados. Todo ello ha de abordarse con un fuerte respaldo social. La creación de organizaciones creativas y efectivas que eviten costes, infecciones e incluso muertes innecesarias requiere nuevas formas de gestionar, dando poder a los profesionales, incentivando al talento y penalizando la apatía y la mala gestión. La sociedad necesita esta nueva adrenalina de gestión en el ámbito público: nuestro bienestar depende de ello. Pero este entorno no se generará espontáneamente; requerirá mucho trabajo, esfuerzo y el fin de las soluciones fáciles -recortes indiscriminados- a un problema de falta de innovación.