Aquel día Laura había vuelto algo preocupada del cole y su madre se lo notó enseguida. A punto de terminar el Bachillerato, estaba ya adquiriendo un cierto espíritu crítico que aplicaba sobre todo en el aula. Era una alumna atenta, de modo que no le había pasado desapercibido el comentario de un profesor quien, con un cierto tono de desahogo, les había dicho –y lo recordaba de forma textual–: “Quizá no os guste esto pero lo cierto es que lo que hoy estáis aprendiendo aquí, dentro de poco seguramente ya no será demasiado útil; los cambios son cada vez más rápidos, así que preparaos para tener que ir reciclándoos de forma permanente y sobre la marcha.”
La sensación que aquello le produjo fue de desasosiego. ¿Estaba estudiando para nada? ¿Le esperaba una vida pegada a un libro o, quizá más exactamente, a Google y Wikipedia? La verdad, aquello no era muy motivador, y menos cuando la decisión sobre qué carrera elegir estaba a la vuelta de la esquina.
En realidad, al comentario de aquel profesor no le faltaba razón. Aunque algo exagerada, su valoración sobre la obsolescencia de los conocimientos que hoy se transmiten en el aula parece venir refrendada por los hechos, en unos casos porque —como siempre ha ocurrido— adaptamos a nuestra medida incluso el pensamiento más sólido hasta desvirtuar su origen, y en otros porque las nuevas tecnologías suplen bastantes labores intelectuales que hasta hace poco nos exigían aprendizaje, dedicación y esfuerzo.
Pensemos, para ilustrar lo primero, cómo moldeamos conceptos como autoridad, educación o democracia. Y recordemos, para entender lo segundo, que en apenas 10 años (de 1996 a 2006) un ordenador con potencia de 1,8 teraflops (1,8 billones de cálculos por segundo) pasó de costar 55 millones de dólares a 500, de consumir la energía de 800 hogares a la de una bombilla, de ocupar una pista de tenis a apenas 30 cms. ; el primero se llamaba Asci Red y el segundo Play Station 3.
La poca vida útil que hoy parecen tener ciertos conocimientos quizá se deba a que, como predijo Moore en relación a los microprocesadores, la progresión de la cantidad de información a conocer y retener es también exponencial. Nuestro cerebro (en encéfalo al que pertenece, para ser más precisos) sigue pesando alrededor de kilo y medio y consumiendo un 20% del total de la energía del cuerpo desde que adquirimos rasgos de homínidos, pero las exigencias de procesamiento a las que ahora le sometemos son infinitamente mayores.
No obstante, un rasgo de la inteligencia humana es su capacidad para filtrar y discernir la información que nos interesa de entre la ingente cantidad de datos que nos llegan. El motor que hace superior al “vehículo corporal” en el vivimos sigue siendo el mismo, solo que ahora sabemos conducir mucho mejor y sacarle más partido.
Pero me temo que tras este gran supermercado de datos e información listos para consumir se producen demasiados residuos, y no solo por su caducidad sino por un derroche desaforado e irresponsable. Quién sabe si, visto así el asunto, del campo de la economía podemos extraer algún brote de sentido común…
¿Y SI RECICLAMOS TAMBIÉN LA INTELIGENCIA…?
En las sociedades desarrolladas está por suerte cada vez más extendido el concepto de Economía Circular. A diferencia de la llamada “economía lineal” que se sostiene sobre un proceso de extracción, fabricación, utilización y eliminación, la economía circular se apoya en la idea de la recuperación y reutilización de productos y materias primas, a fin de optimizar el uso de unos recursos energéticos y ambientales finitos y de minimizar los residuos.
Pues bien, el comentario que causó desasosiego a nuestra estudiante no es sino el reflejo intelectual de la economía lineal: los conocimientos son de usar y tirar porque mañana ya no servirán. Por ello se me permitirá desde aquí imaginar en voz alta y tecla veloz cómo sería la inteligencia circular.
Asumamos como posible definición de Inteligencia la capacidad de recopilar, gestionar e interpretar la información que nos llega para obtener, a partir de tal aprendizaje, conclusiones y pautas para tomar decisiones.
Hay así mismo circunstancias que la condicionan (la edad, la salud, el entrenamiento intelectual, etc.), pero el matiz que nos hace distintos es la autonomía y la consciencia en el uso de la misma, que es lo que nos convierte en responsables de nuestros actos. El marchine learning sobre el que se sostiene la Inteligencia artificial es también un aprendizaje pero con un nivel (al menos por ahora) casi inexistente de autonomía; la máquina “aprende” en función de un programa previo y sin tener consciencia de ello ni voluntad de hacerlo. De hecho, es artificial porque no sabe que existe.
… Pero salgamos de jardines lejanos y apenas conocidos y volvamos al asunto que nos trae.
¿Cuál es la materia prima de la inteligencia? La información, en su sentido más amplio. La que transmite, por ejemplo, el profesor en clase, la que nos llega a través de internet en todas sus formas, o aparece en los medios de comunicación… o en la “pulsera de actividad” que nos dice los pasos que damos y recuerda los que deberíamos dar, nuestro ritmo cardiaco y las horas de sueño profundo cada noche. ¡Agotador! (lo digo por experiencia).
Ingentes cantidades de datos, en cualquier caso, que nuestro cerebro se ve obligado a manejar sin apenas oportunidad para la reflexión y el aprendizaje.
Item más: ¿cuánta de esa información es de usar y tirar y, por tanto, termina en el cubo de nuestra propia “basura” intelectual? Parece que nos limitamos, como en la economía lineal, a extraer (para eso está Google), fabricar (Facebook, Twitter, Gmail, Netflix, WhatsApp… son nuestras cadenas de montaje), utilizar (tuits, likes, stories… suponen nuestro quita y pon creativo más socorrido) y eliminar (obtenida la recompensa emocional, tan fugaz como sustituible, solo el olvido deja sitio para el siguiente pedido).
El mundo digital impone la sustitución (de amigos, de mensajes, de datos, de convicciones, de valores…) en vez del reciclaje o la reutilización de aquello que sigue siendo válido, aunque ya no sea novedad.
Desde esta perspectiva, la información y conocimientos que ya poseemos, sobre los que actúa nuestra inteligencia, muy bien podrían someterse a su propio reciclaje. No todos ni por norma debemos desecharlos solo porque surja algo nuevo.
Nuestra tendencia es creer que lo recién llegado es siempre superior a aquello que viene a sustituir. Es un error del que, por fortuna, nos apercibimos muchas veces: la obra de un grafitero nunca podrá suplantar a la de Velázquez, ni tan siquiera a la de Toulouse-Lautrec por mucho que en este último caso ambos surjan “del pueblo”.
Por eso pienso que las experiencias y conocimientos pasados, una vez depurados y actualizados, también quedan listos para un nuevo aprendizaje que favorece nuestra formación e incrementa nuestra sabiduría. Pondré un ejemplo práctico relacionado con el mundo del marketing y el mercado.
Quien sostiene su negocio, en todo o en parte, sobre la comunicación digital con sus clientes, cuenta con un listado inmenso de análisis, datos, flujos y kpis que dibujan con precisión el comportamiento de su target y orientan, por tanto, las estrategias a seguir. Algoritmos cada vez más sofisticados son incluso capaces de prever comportamientos de compra que ni el mismo consumidor sabe que va a tener. Da un poco de miedo, pero es lo que hay. Datos y métodos, en cualquier caso, de rabiosa actualidad.
Zara sumó el año pasado 2.947 millones de visitas a sus distintas tiendas online, totaliza 143 millones de seguidores en redes sociales y registró un pico de 9.500 pedidos en un minuto. Cifras contundentes, sin duda. Pero ¿ha supuesto este nuevo escenario la sustitución de los sistemas de captación y análisis de los datos sobre el consumidor? En absoluto, porque el comentario de un cliente en una tienda de Zara siempre contendrá una información más completa –por compleja– que la obtenida tras la pulsación de un dedo sobre un ratón.
El conocimiento, es cierto, proviene del “data analitics”, pero también del oportunamente reciclado sistema tradicional: la información directa, con rostro y voz, desde el punto de venta. Así, en su sede de Arteixo, existe una enorme sala con múltiples pantallas en las que no aparecen diagramas, cifras ni estadísticas sino el rostro de los responsables de las tiendas que comentan y trasladan sus observaciones sobre la experiencia del cliente, el comportamiento de las prendas y las reacciones no siempre previstas de unos y otras.
He aquí un buen ejemplo sobre cómo la información digitalizada no ha sustituido al saber fruto de la observación y el análisis humanos, ni el machine learning ha llegado para desautorizar al “human teaching”.
REUTILIZACIÓN, REPARACIÓN, RECICLAJE, VALORIZACIÓN… TAMBIÉN DEL CONOCIMIENTO.
El conocimiento que resulta de nuestra actividad intelectual debería ser incremental más que sustitutivo. Todo dato y enseñanza es útil si aprendemos a discernir entre los que nos aportan información y valores y los que conviene aparcar.
En la economía circular uno de los elementos importantes es la valorización, es decir, el aprovechamiento en forma de energía de lo que no se puede reciclar. Dar un nuevo valor y uso a lo aparentemente inservible. ¿Cuánto de lo que hemos aprendido hasta el día de hoy nos parece inútil? Seguramente mucho. Y las respuestas irían desde la filosofía y la religión a la gimnasia y la geometría con las que nos machacaban en el colegio. Opino que en absoluto fueron enseñanzas improductivas, pero asumo que, salvo para quien haya hecho de ellas su actual profesión o al menos hobby, para bastantes otros, han pasado a acumular polvo en el trastero de los recuerdos. Está claro que tal consideración olvida la utilidad de aquella formación en el momento en que la recibimos.
Estudiar matemáticas moldea determinadas capacidades del cerebro, al igual que aprender a tocar la flauta abona territorios emocionales que en años tempranos conviene formar.
Pero es que, además de este reconocimiento, cuando se tienen hijos o nietos a los que ayudar a hacer la tarea nos damos también cuenta de su renovado valor y los transmitimos, convirtiendo experiencia en energía, a quienes ahora los necesitan. Reparar —si es necesario—, reutilizar, reciclar, en fin, pone en valor lo ya sabido aliviando incluso la frustración por lo que nos queda por saber.
¿CUÁL SERÍA EL “PUNTO LIMPIO” DE LA INTELIGENCIA CIRCULAR?
En todas las ciudades hay ya diversos “puntos limpios” destinados a recoger los aparatos obsoletos o inservibles y, en fin, todo aquello que (aparentemente) ya no nos sirve. Una suerte de “vertedero civilizado” en el que los desechos comienzan una nueva vida, de forma similar a como lo hacen los residuos orgánicos transformados en abono.
¿A dónde llevamos, entonces, nuestros conocimientos trasnochados, estropeados, inservibles…? ¿Dónde podremos dar una segunda oportunidad a los datos que han perdido vigencia, a la experiencia ya sin valor, a las habilidades que ya nadie necesita…? ¿Cuál es, en fin, el punto limpio de nuestra inteligencia?
Yo creo que es todo aquel lugar, relación humana e inquietud personal que aún nos puede enseñar a aprender. El hogar, la biblioteca, la universidad, los amigos, las redes sociales, la curiosidad… no como bases de conocimiento sino como caminos de aprendizaje. El reciclaje de un objeto supone un esfuerzo añadido al que en su día requirió su fabricación. Pienso que lo mismo ocurre con nuestra particular sabiduría si queremos prolongar su vida útil: debemos estar abiertos a seguir aprendiendo de todo y de todos cuantos puedan enseñarnos.
Eso sí, conviene recordar que el aprendizaje exige voluntad, esfuerzo y también acción. El aprendizaje o es activo o no es. Y tal actitud obliga a poner en marcha nuestra capacidad de análisis, de reflexión y de crítica. Internet rebosa datos, información y, por tanto, enseñanzas…, pero que no sirven de nada si no los pasamos por el tamiz de aprendizaje para convertirlos en conocimiento. Es como pasar una vez y otra frente al escaparate de una pastelería y creernos que eso basta para conocer el sabor dulce.
En resumen, conviene reaprender lo que ya sabemos, reutilizar lo que conocemos, renovar lo ya superado, reparar errores acumulados, reciclar nuestra formación y restaurar el valor de nuestra inteligencia a veces sometido al puro esnobismo de la modernidad.
Lamentaría, por cierto, que estas líneas transmitieran el mínimo tufillo a especies como la autoayuda, el pensamiento positivo o similares. Nada más lejos de mi intención. Quedamos en que esto iba sobre inteligencia…
3 Comentarios
…¡Excelente artículo!.. Gracias por compartirlo, casualmente ayer me encontraba con estas disyuntivas, tengo estudios de Mercadeo y mi experiencia siempre fue el Mk social y lo hice por 20 años en una Ong y en este momento estoy colaborando de forma voluntaria a un proyecto de Mk social con una Fundación de Ciegos y estuve actualizandome y me encuentro con conceptos nuevos que me aportan mucho y como dice usted, el «Re-aprender» o «Desaprender» para aportar mas vigencia. Gracias, me encantó, porque ayer yo hacía esta reflexión de lo novedoso en el Marketing Social.
Felíz fin de semana.
Una vez más, interesante e inteligente análisis de Javier Ongay… Un gusto leerte.
Tufillo=0 rebosa reflexión, data analysis e inteligencia y además «poder y saber transmitirlo! ???