No les expliques por qué es importante innovar, porque lo saben. Como saben todos los casos de éxito de memoria. También saben hacer un esquema de design thinking sin mayor dificultad. Son los equipos más convencidos sobre esto de innovar. Pero los hay con muchos problemas: no son capaces de obtener resultados sólidos. Dedican tanto tiempo a explotar los proyectos que tienen entre manos, y de los que viven —y si tuvieran más tiempo, más dedicarían— que, al final, no dedican tiempo a la innovación “real”. No es desidia.
No es incapacidad de arriesgar. Es inercia por practicar un tipo de gestión que solamente sabe de explotar y se olvida por completo de explorar.
Esta forma de gestión puede parecer buena cuando el viento sopla a favor, pero es muy poco recomendable si piensas en futuro. Cuando las cosas se tuercen y los resultados disminuyen, aprieta la necesidad de recurrir a la innovación precipitadamente y lo peor, sin capacidad de equivocarse.
Pero todavía no se inventó la innovación sin riesgo. Las empresas que quieren innovar cuando van perdiendo dinero son como esos tenistas que tienen el brazo agarrotado en los partidos importantes. Suelen perder.
Lo sensato es aprender a innovar cuando las cosas permiten equivocarse y aprender. Lo sensato es tomar riesgos cuando es posible asumir fracasos.
La innovación consiste en poner el futuro en la agenda del presente. Colocar en el calendario la actividad de explorar entre las gestiones de los negocios actuales. Conseguir este equilibrio entre futuro y presente no implica poner más horas, muchos directivos literalmente no lo pueden hacer. El día tiene veinticuatro horas para todos.
Para introducir la innovación de verdad entre los que toman decisiones y entre los que gestionan proyectos hay que aprender a gestionar de otra manera.
Gestionar con más capacidad de empoderamiento. Cuando los directivos delegan, multiplican. Cuando no saben delegar, solamente suman. ¿Funciona la delegación siempre a la perfección? No. También en eso hay que aprender y admitir una cierta lógica de prueba – error.
Se trata de aprender a concebir empresas con estructuras más planas, con decisiones alineadas pero más distribuidas. Se trata de evitar toda burocratización inútil. Se trata de disciplinarse y apostar por empresas que no solamente piensen y funcionen en vertical. La innovación vive en lo transversal.
Se trata de transformar esas culturas corporativas tan cerradas donde lo único bueno está dentro y todo lo que viene de fuera es sospechoso. La innovación vive en empresas abiertas. Se trata de entender que los expertos sirven, y mucho, para gestionar el negocio de hoy, para resolver los problemas de hoy. Pero la mayoría de veces los expertos saben demasiado como para innovar.
La innovación vive en la diversidad y practica la ingenuidad de volver a hacer preguntas básicas. La innovación no está en la tecnología, está en la mirada, y la mirada de los expertos está contaminada de un saber condicionado, el saber que conoce demasiado bien todo lo que parece imposible. La innovación la hacen los que no sabían que era imposible.
El mejor directivo no es el que saca muchos beneficios hoy. El mejor directivo es el que sabe balancear los resultados positivos de hoy con una orientación de su empresa al futuro. Las empresas serias son comunidades con proyectos perdurables.
La innovación no suele estar en la agenda de la mayoría de sus directivos, la tienen delegada —y con ello tranquilizan su consciencia— en alguien que tenga un cargo que rece algo de innovación y coleccione algunas nuevas ideas, aunque con pocas probabilidades de llegar a ser el negocio del mañana. Todo pasa por la agenda y en las agendas de los directores de unidades de negocio no hay tiempo para la innovación. Ante los nuevos proyectos que nacen, estos directivos dicen que sí —y muchos creen la bondad de esos proyectos innovadores— pero su inercia y la de sus equipos no consiguen hacer espacio para la innovación.
Para innovar hay que gestionar de otra manera. Hay que recomponer la agenda del management. Poner un director de innovación no servirá para nada si no se cambiar el modo de hacer las cosas. Y una vez más, hay que dar ejemplo.
Si el director general nunca tiene tiempo para escuchar a las personas que empujan la innovación en su empresa, los demás tampoco lo harán.
Me pregunto qué concepción estratégica de agenda tienen esos directivos que no tienen ni un día al año para explorar lo que su gente imagina para el futuro de la empresa. Qué directivos más insensatos son esos que nunca tienen tiempo para valorar el riesgo. Si no arriesgan ellos, ¿quién lo hará? No lo hará nadie. Ya pueden hacer mil talleres de innovación y poner futbolines en las salas de trabajo, no pasará nada.
Las agendas hablan de la autenticidad de nuestras convicciones. La agenda es nuestro estilo y nuestra cultura. La agenda es el espejo de nuestra sensatez. Y una agenda que no contemple la innovación es una agenda insensata. Las agendas son la caja negra que produce excusas o resultados. Y los resultados del mañana pasan por la adaptación a un mundo que cambia aceleradamente. Estoy convencido que si pudiéramos investigar las agendas de los directivos de muchas empresas que cerraron, encontraríamos la razón de sus quiebras.