Hace unos años, el entonces director general de InfoJobs me explicó que en su evento corporativo anual otorgaban el “premio naranja” al proyecto más espectacular y ambicioso implementado y, he aquí lo más innovador, el “premio limón” al mejor aprendizaje a partir de una iniciativa fallida o semi-fallida. Ya no lo llaman así, pero siguen extrayendo aprendizajes de los proyectos fracasados total o parcialmente.
El año pasado, se inauguró en Helsingborg (Suecia) el primer Museo del Fracaso del mundo, una iniciativa de un profesor de psicología llamado Samuel West. Dicho museo expone unos 60 productos que fracasaron estrepitosamente en el mercado. Entre ellos, un bolígrafo para mujeres (‘Bic for her’), pasta de dientes Colgate con sabor a lasaña, el perfume de Harley-Davidson, una bebida que mezclaba Coca-Cola y café, las Google Glass y hasta un juego de mesa del omnipresente (y hoy, ‘omnipresidente’) Donald Trump. Según el fundador del museo, el propósito de la colección no es ridiculizar estos productos fallidos sino animar a las organizaciones a aprender mejor de los fracasos, en vez de ignorarlos y fingir que nunca sucedieron.
En el ámbito de la innovación, el éxito no se explica sin su presunto contrario, el fracaso. De hecho, el éxito no existiría sin el riesgo de fracaso. Van siempre unidos. El éxito y el fracaso, más que contrarios entre sí, son casi hermanos. Cualquier proyecto innovador es susceptible de éxito y fracaso. ¿Por qué? Porque está sujeto a la incertidumbre.
Tiempos modernos y líquidos…
Como el filósofo polaco Zygmunt Bauman bautizó este tiempo de incertidumbre, vivimos en la ‘modernidad líquida’. Hasta bien avanzado el siglo XX, todo era mucho más estable. Durante mi niñez y juventud, los comercios de la zona en la que vivía en Barcelona eran inmutables. Desde mi ingenua perspectiva, la panadería, la joyería y la tienda de ropa marinera estarían siempre ahí. Fue con una cierta edad cuando empecé a ver que unas tiendas desaparecían y eran sustituidas por otras. Y que con las crisis (la post-olímpica y, en particular, la de 2007) la tasa de mortalidad de los comercios —y de muchas otras empresas— se disparaba a cotas nunca vistas.
Cuando en 1936 Charles Chaplin parodió en ‘Tiempos modernos’ la emergente sociedad capitalista y la mecanización del mundo laboral, no podía ni imaginarse que 80 años después estaríamos ya hablando de la cuarta revolución industrial y de cosas como Inteligencia Artificial, Transformación Digital y Blockchain.
La innovación como factor de competitividad empresarial es un concepto relativamente reciente. Hace tan solo tres décadas, la innovación no gozaba del predicamento actual, si acaso era algo que servía para mejorar los productos ya existentes (conseguir coches más rápidos, aparatos de música con mayor calidad de sonido, etc.). Nada que ver con la unánime aceptación actual de la innovación como el motor empresarial por antonomasia. Cuanto más se acelera el cambio tecnológico y la necesidad de innovación, más probable es que las ideas o iniciativas novedosas se malogren. No solo fracasan las ideas malas o regulares, también lo hacen las novedades más exitosas si se tornan obsoletas demasiado rápido. Esto último es algo así como el fracaso del éxito, concretamente, del éxito volátil y espurio.
El fracaso sí es una opción
Es sabido que en Estados Unidos está mucho mejor aceptado el fracaso emprendedor y empresarial que, por ejemplo, en España. Allí se asume que el fracaso forma parte del proceso para llegar al éxito. En cambio, en España, está social y culturalmente mal visto por lo que el miedo al fracaso está muy extendido. Y, por tanto, la gente no intenta hacer cosas nuevas o diferentes. O lo intenta en menor medida.
Evidentemente, el contexto socio-cultural de cada país influye, pero repercute todavía más la filosofía —y, a menudo, el tamaño y la edad— de las organizaciones. Las empresas mastodónticas, muy jerarquizadas y con estructuras complejas son entornos poco proclives a la experimentación y, por tanto, a la innovación porque entre los empleados hay verdadero temor al fracaso y escasos incentivos para salirse de lo establecido.
En cualquier lugar del mundo, si las cosas van bien, el emprendedor se convierte en empresario, pero… ¡ojo!… porque con el paso del tiempo, si se descuida, se puede transformar en “empresaurio”. Este último se caracteriza por su tendencia a aferrarse al pasado. De hecho, en una empresa en crecimiento el éxito aparece cuando asumes riesgo; en cambio, en una empresa envejecida, el éxito se percibe al evitar el riesgo… Enfoques bien distintos. Y es que la mentalidad del empresario tradicional —no digamos, si es “empresaurio”— y la del emprendedor o empresario de ‘start-up’ no tiene nada que ver. Este último está mucho más preparado para que su negocio fracase y para volver a intentarlo. Tiene claro que si no se experimenta no se avanza.
Como sabe cualquier investigador, el éxito es escaso en innovación. Lo realmente cotidiano es el fracaso. Muchos directivos se llenan la boca defendiendo las virtudes de la innovación. Sin embargo, ellos mismos —y, por tanto, sus organizaciones— viven con pavor al fracaso, razón por la que logran muy poca creatividad y aún menos innovación —la aplicación práctica de la creatividad.
Afortunadamente, hay excepciones. Uno de los valores corporativos de la empresa española Privalia —recientemente adquirida por Vente Privee— es ‘Aventúrate’. Instan a sus empleados a ser atrevidos e intrépidos, a asumir riesgos, y a aprender de los errores. Además, refuerzan esa filosofía por medio de otro valor: “Di las cosas como son”, es decir, promueven la transparencia. En el ADN de Privalia está el derecho a equivocarse, como me explicó en su día la directora de recursos humanos. El mensaje a sus empleados es “equivócate y reconócelo” (“y así aprenderás y aprenderemos todos”). La regla es transparencia y humildad. Un buen dúo, como Pet Shop Boys. Privalia ha crecido muy rápido, cometiendo, eso sí, algún que otro fallo estratégico en su camino.
En mayo de 2017, el nuevo CEO mundial de Coca-Cola, James Quincey, animó a los mandos intermedios de la compañía a que superaran el temor al fracaso que había inundado la compañía desde el fiasco de la «New Coke»: «Si no cometemos errores, no nos estamos esforzando lo suficiente». Treinta años después del fallido cambio de fórmula, Coca-Cola no sólo evita sepultar aquel fracaso, sino que lo sigue mostrando a los empleados para aprender la lección.
¿Por qué hay cada vez más líderes de éxito que animan a sus empresas y equipos a cometer más fallos y asumir más fracasos? La respuesta nos la da uno de ellos, el fundador y ‘gran jefe’ de Amazon. Jeff Bezos argumenta que el crecimiento y la innovación de su empresa se basan en sus fracasos. «Si vas a hacer apuestas audaces, van a ser experimentos. Y si son experimentos, no sabes de antemano si van a funcionar. Los experimentos son, por su propia naturaleza, propensos al fracaso. Pero unos pocos éxitos grandes compensan las decenas y decenas de cosas que no salen bien».
¿Queda clara la lección? No hay aprendizaje sin fracaso, ni hay éxitos sin contratiempos. Bill Taylor, autor de ‘Simply Brilliant: How Great Organizations Do Ordinary Things in Extraordinary Ways’ lo cuenta muy bien en el artículo “Así aprenden Coca-Cola, Netflix y Amazon del fracaso” publicado por la Harvard Business Review a finales de 2017.
En resumen, el fracaso sí es una opción, contraviniendo la conocida afirmación de Ed Harris en ‘Apollo XIII’. En los entornos altamente innovadores, el fracaso es un lugar común, por la sencilla razón de que el riesgo es alto. Las organizaciones innovadoras intentan muchas cosas, a menudo muy rápido, y eso provoca más éxitos que en una organización tradicional y… ¡muchos más fracasos! Por eso, perder el miedo al fracaso —y aprender de él— es fundamental. Las perspectivas de las organizaciones con miedo a innovar y a emprender son poco halagüeñas. Lo lógico es que no sobrevivan. No tiene nada que ver la (no) lección que extrajo Kodak de su primera cámara digital, que archivó eternamente en un cajón cuando interpretó que el futuro de la fotografía nunca sería digital, con lo que hizo Apple con la fallida agenda electrónica con pantalla táctil. A raíz de ese producto fracasado, Apple inició la línea de investigación que le llevó a lanzar el iPhone, diez años después. Lo cuenta Marta García Aller en su libro “El fin del mundo tal y como lo conocemos”.
Como InfoJobs en España, varias multinacionales ya han puesto en marcha premios celebrando el fracaso de sus empleados. La agencia de publicidad norteamericana Grey ha creado el ‘Heroic Failure Award’ (‘Premio al Fracaso Heroico’), la NASA tiene el premio ‘Lean Forward, Fail Smart’ (‘Arriésgate, falla inteligentemente’) y el gigante indio automovilístico Tata tiene el ‘Dare to Try Award’ (‘Premio Atrévete a Probarlo’). Diferentes maneras de fomentar que sus organizaciones corran riesgos y aprendan de los fracasos. Una forma mucho más ingeniosa de afrontar la innovación en las empresas, como ya sucediera a partir de 2003 cuando hizo fortuna no sólo la expresión sino el concepto de ‘innovación abierta’ (‘open innovation’) que lanzó el profesor e investigador Henry Chesbrough: abrirse al exterior y colaborar con universidades, centros de investigación, clientes e incluso competidores para generar nuevas ideas en vez de cerrarse sobre sí mismas y costear anquilosados departamentos internos de I+D.
Matices y conclusiones
Thomas Watson, el fundador de IBM, fue un pionero en estas lides y por eso afirmaba: “si quieres tener éxito, duplica tu porcentaje de fracasos”. Aunque… ¡ojo! Al ser el fracaso un factor habitual en las organizaciones altamente innovadoras, resulta tentador establecer paradigmas de ese tipo. Ya saben a qué me refiero: “si quieres ser innovador, falla a menudo”, “fracasa rápido para aprender más rápido”, etc.
¡No es exactamente así! Estas frases pueden servir como eslóganes motivacionales o como titulares, pero no como paradigmas. Proponerse intencionadamente a fracasar más no es lo mismo que proponerse tener éxito contando con el fracaso como opción inevitable de ese propósito. No sé si me explico. El quid de la cuestión no tiene que ver con el fracaso sino con la frecuencia de ensayo. En las organizaciones altamente innovadoras existe una proporción mucho más alta de intentos y de iniciativas de cosas nuevas —todas emprendidas con el afán de tener éxito—, lo que, de por sí, garantiza un mayor número de fracasos —especialmente en las fases iniciales de la innovación— …, ¡y de éxitos!
El verdadero paradigma sería el siguiente: si quieres favorecer la innovación, deja de castigar los fracasos. El matiz es importante. Y, por tanto, cuando se cometen fallos estúpidos, cuando se falla en algo que tiene repercusiones graves en el negocio, en la imagen o en lo que sea, se deben buscar responsabilidades. Es decir, la innovación no es el paraíso de los estúpidos ni de los ‘chapuzas’, ni nada por el estilo. Tal vez pueda ayudar el distinguir entre dos términos y conceptos que demasiado a menudo se usan como sinónimos: fracaso y error. El fracaso es una consecuencia natural de experimentar, ayuda a aprender, mientras que un error es repetir algo que ya se ha hecho antes y de lo que no se ha aprendido. Para que los directivos abracen la innovación, las organizaciones modernas deben castigar los errores y promover el fracaso, vinculando este último con el aprendizaje, como explica el artículo “To Encourage Innovation, Stop Punishing Failure” publicada en la Harvard Business Review.
No solo hay que dejar de castigar los fracasos: Kandarp Mehta, profesor de Iniciativa Emprendedora de IESE, ha estudiado las diferencias entre las organizaciones que sólo incentivan el éxito con las que premian también el esfuerzo. Concluye que las que estimulan ambos —éxito y esfuerzo— consiguen no sólo mejores resultados en innovación sino en términos económicos.
Martine Haas y Julian Birkinshaw, profesores respectivamente de Wharton y de la London Business School han acuñado un término muy certero: “rentabilidad sobre el fracaso” (en inglés, ‘Return on failure’). Según ellos, la hipotética fórmula de la rentabilidad sobre el fracaso sería un cociente en cuyo numerador estarían los “activos” obtenidos gracias al fracaso y en el denominador, los recursos invertidos en el proyecto fracasado. Los activos podrían ser, por ejemplo, información del mercado, conocimiento de la organización, … El retorno sobre el fracaso es mayor cuando más pequeño sea el denominador —tiempo, personal y dinero invertido— o cuanto más elevado sea el numerador —adquisición de conocimientos y aprendizajes.
La buena noticia es que lenta, pero inexorablemente, se está perdiendo el miedo al fracaso, también por razones culturales y generacionales: los ‘millennials’ —o ‘Generación Y’— y los ‘centennials’ —o ‘Generación Z’— no perciben que estén renunciando a una seguridad porque sienten que en realidad ésta ha dejado de existir. Lo importante es que no pierdan ese espíritu cuando sus empresas crezcan. Dada la imparable necesidad de innovación empresarial, y con todos los matices indicados, ¡evitemos proscribir el fracaso! Si una organización está buscando nuevos caminos, el fracaso le acercará al éxito. Me atrevo a afirmar que si la innovación es un motor de crecimiento empresarial, a su vez, el fracaso es un motor de la innovación. Sí, lo sé, esto último podría ser un eslogan. O un titular para despertar el interés en el lector… Ya me entienden.
2 Comentarios
Muy interesante punto de vista. El miedo al fracaso en España pesa demasiado.
Gracias, Rafa. Y totalmente de acuerdo. Hay que ir cambiando esa «cultura».