Es difícil saber dónde empezar a analizar una batería de medidas fiscales tan amplia como la anunciada el pasado viernes por el Gobierno entrante. El resumen podría ser que quizás no había otra alternativa ante la inoperancia fiscal de las comunidades autónomas, las cuales, aun teniendo autoridad fiscal para modificar el IRPF, parecían preferir naufragar presupuestariamente antes que tocar ningún tramo. Así, ha sido el gobierno el que asume el coste político de la subida de impuestos, que intenta entre otras cosas poner en orden las cuentas autonómicas (gracias al IRPF) y municipales (gracias al IBI).
Pero hay una medida que me gustaría analizar más detenidamente por inoportuna, ineficaz e injusta: la reintroducción (¡con efectos retroactivos!) de la desgravación por vivienda. Y nada mejor para explicarlo que mi pequeña historia personal.
Dentro de mí habitan dos personas distintas: un ciudadano más o menos egoísta frente a un economista que intenta analizar la realidad y defender aquello que es mejor para el país en su conjunto. Y, por lo que respecta a la reintroducción de la desgravación, el economista está hoy de luto mientras el ciudadano egoísta da saltos de alegría con una sonrisa de oreja a oreja.
¿Sobre quién inciden los impuestos y las subvenciones a la vivienda?
Para explicar por qué llora el economista es necesario comenzar con uno de los resultados teóricos más importantes de la economía pública pero también de los menos conocidos: los determinantes de la incidencia impositiva. Aunque suene un poco técnico, se explica de forma muy fácil: cuando se introduce un impuesto o una subvención, ¿quién carga o quién se beneficia realmente con la misma? Una interpretación muy extendida y errónea es que los impuestos los soporta quien determina la legislación. Así, la Seguridad Social por parte del trabajador la soportaría el trabajador y la Seguridad Social de la empresa la soportaría la empresa. Y el IVA sería soportado por las empresas.
Pero hace varias décadas que sabemos que esta explicación es algo infantil, por mucho que a menudo veamos a algunos agentes argumentar en estos términos. Dos sencillos ejemplos ayudan a comprenderlo:
- Si Mercedes y BMW se encuentran en una fiera competencia y el Estado decide imponer (por la razón que sea) un impuesto a BMW del 20% sobre las ventas de sus coches, ¿sobre quién repercutirá dicho impuesto, sobre la empresa BMW o sobre sus consumidores? Si BMW intentase cobrar la subida a sus posibles clientes, gran parte se iría a la competencia, así que será la sufrida empresa quien tenga que internalizar en sus resultados la caprichosa medida.
- Cuando una empresa de aguas tiene un monopolio zonal, ¿quién soporta cualquier impuesto o subvención? Principalmente el consumidor, pues no tiene otra alternativa más allá de reducir un poco su consumo.
Es decir, la incidencia de los impuestos (quién los soporta realmente) depende de las características de cada mercado, concretamente de la elasticidad de la respuesta de la demanda y de la oferta a las variaciones de precio. Y si una característica tiene la oferta de vivienda es que es tremendamente inelástica… ¡puesto que el suelo sobre el cual se edifican las viviendas no puede moverse a otra parte! Si los habitantes de una ciudad reciben una subvención al alquiler que aumenta su demanda de viviendas para alquiler, serán muy pocos los nuevos oferentes que aparecerán, porque la oferta reaccionará con tremenda lentitud. Así, dichos cambios suelen repercutir, para bien (desgravación por IRPF) o para mal (IBI), sobre los dueños de las viviendas.
Esta característica del mercado de la vivienda se hizo evidente durante la introducción de la subvención al alquiler para jóvenes, durante la cual los precios del alquiler se dispararon en una cuantía similar a la nueva subvención, dado que la mayor parte de las personas que vivían en alquiler eran jóvenes.
Mi peculiar caso: el ciudadano que ríe y el economista que llora
Durante 2011, la nueva legislación eliminaba “definitivamente” para las nuevas compras la desgravación fiscal por compra de vivienda para las rentas superiores a unos 24.000 euros. Mi circunstancia personal me había llevado a abandonar el alquiler y comprar mi vivienda en este 2011. El ciudadano dentro de mí lloraba porque, tratándose de una renta media-alta, no podría desgravar cada declaración de la renta una jugosa cuantía (la devolución gracias a dicha desgravación supera los 1.000 euros anuales)… ¡durante el resto de mi vida! El economista dentro de mí, en cambio, era indiferente en cuanto a mi situación personal, porque sabía que la eliminación de la desgravación había ayudado a rebajar el precio medio de la vivienda y que lo que iba a dejar de ingresar en las declaraciones ya lo había ahorrado en la rebaja del precio.
El economista, además, estaba alegre porque se había eliminado una de las medidas más injustas y regresivas de nuestro país: puesto que la desgravación opera sobre los tipos impositivos marginales y es más alta cuanto mayor el precio de la vivienda, eran las rentas altas del país las que siempre se habían beneficiado de la desgravación máxima, mientras que las rentas bajas, al pagar menos impuestos y comprar viviendas más baratas, no desgravaban el máximo posible. Y, para más INRI, sabía que la mayoría de dicha desgravación iba a parar a los vendedores de cada vivienda, pues en el fondo vendían un activo con una subvención incorporada.
Y ya conocemos el final de la historia: tras haberme beneficiado por la eliminación de la desgravación (al bajar el precio que tuve que pagar por mi vivienda)… ¡ahora el gobierno reintroduce la desgravación para todos los niveles de renta! Es decir, me he beneficiado de una bajada de precios y ahora me beneficiaré durante muchos años de la jugosa desgravación fiscal.
Por eso el ciudadano da saltos de alegría… y por eso el economista llora: porque vuelve una de las peores peculiaridades de nuestro sistema productivo, en la cual se prima la posesión de vivienda de forma regresiva.
Y esta historia ilustra a la perfección el gran problema de percepción del ciudadano medio, que demandaba a gritos esta reintroducción y lo ha conseguido: el pensar que, en política, puede haber cosas gratis. La subvención a los poseedores de viviendas es un absurdo que acaban pagando las rentas bajas y aquellos que no pueden o no quieren tener una vivienda en propiedad. Como explicaba Luis Ángel Rojo, nuestro trabajo consiste en convencer a votantes y gobernantes de que los Reyes Magos no existen. Y, al menos en este asunto, les hemos vuelto a fallar. En la próxima declaración del IRPF, muchos ciudadanos sonrientes volverán a recibir con ilusión el envenenado regalo en forma de desgravación de unos inexistentes Reyes Magos de Oriente.