El drama del desempleo de larga duración está golpeando desproporcionadamente a los mayores de 45 años: uno de cada tres desempleados mayores de esta edad lleva ya más de tres años en el paro, es decir, ha pasado a ser un parado de larga duración. La magnitud del problema es tremenda porque, de entre todos los colectivos, los mayores son aquellos que peores perspectivas tienen de volver a encontrar un empleo. Mientras tanto, la edad de jubilación se retrasa y la cuantía de la pensión esperada disminuye. ¿Qué puede el Estado hacer por dicho colectivo?
Aunque las causas de su situación son complejas, en este artículo nos gustaría ilustrar un mecanismo perverso que afecta tanto a este colectivo como también a las mujeres, y que causa una brecha salarial: la discriminación racional. Y, además, señalaremos hacia una realidad incómoda, el hecho de que la discriminación racional puede deberse en parte a la protección legal que se ofrece a dichos grupos. En el primer apartado resumimos el concepto de “discriminación racional” y sus efectos (incluida la retroalimentación) y en los dos siguientes examinamos el caso del desempleo entre los mayores de 45 años y la brecha salarial que sufren las mujeres.
El origen del problema: la ‘discriminación racional’
La expresión ‘discriminación racional’ goza de una merecida mala prensa, llegando incluso a parecer un oxímoron. Su significado es sencillo: para los individuos que toman decisiones, es a menudo interesante discriminar a grupos enteros a la hora de examinar los candidatos ideales. Esto es lo que sucede, por ejemplo, cuando uno busca un profesor de inglés y señala en el anuncio que sólo busca profesores nativos. ¿Quiere ello decir que no existen profesores no nativos que puedan enseñar inglés de forma estupenda? Por supuesto que no: existen muchos españoles que pueden enseñar inglés mejor que muchos nativos. La cuestión es, ¿cuán fácil sería encontrarlos? La discriminación es, por lo tanto, una consecuencia de lo costoso que es extraer información relevante en un mundo con fuertes asimetrías informativas. Antes de afrontar todos los costes de búsqueda, los decisores suelen optar por ignorar grupos enteros para centrar su búsqueda en el colectivo en el que mayor probabilidad existe de encontrar individuos apropiados.
Pero eso no es lo peor: la discriminación racional tiene un efecto secundario aún más nocivo, ya que puede alimentar ‘profecías autocumplidas’, las cuales se producen cuando los individuos de los grupos discriminados adaptan su comportamiento a la realidad… ¡aumentando los motivos para la discriminación! Tim Harford explicaba en su libro La lógica de la vida un sencilloexperimento ilustrativo. En él, dos grupos aleatorios de personas (verdes vs. púrpuras) competían durante 20 rondas en un mercado laboral ficticio. Su única decisión antes de cada ronda era si “invertir en educación” o no hacerlo. Aquellos que invertían en educación, si luego resultaban ser contratados, ganaban más dinero. Si no resultaban contratados, habían perdido su inversión (todo el dinero que ganasen durante el experimento sería suyo al final). Por otra parte, un tercer grupo, en esta ocasión “empleadores”, debía elegir a quién contratar entre dos candidatos (de los grupos verde y púrpura), de los cuales no sabía si habían elegido invertir o no en educación. Si el empleador acertaba contratando a un candidato que había invertido esa ronda en educación, ganaba también más dinero.
En la primera ronda, el comportamiento de todos los grupos fue aleatorio, ante la ausencia de información. En ambos grupos de candidatos había tasas parecidas de “inversión en educación” y el grupo de empleadores, que debía elegir entre dos candidaturas de individuos de distintos grupos (verde o púrpura), eligió al azar. Pero el experimento incluía un curioso mecanismo: los empleadores podían conocer tras cada ronda, observando las ganancias de los contratados, qué proporción de cada grupo había invertido en educación -casualmente, el grupo verde había invertido un poco más, aunque una cifra insignificante-. Y, a pesar de que las pequeñas diferencias iniciales habían sido fruto del azar, a partir de la segunda ronda comenzó a emerger un curioso patrón: los empleadores, ante la ausencia de más información, comenzaron a decantarse por el grupo verde. ¿Por qué? Porque de haber una diferencia entre ambos grupos en la propensión a invertir en educación, lo lógico es que esta fuese mayor que en el grupo verde.
Lo más descorazonador del experimento sucede a partir de este momento: los individuos del grupo que comienza a sufrir discriminación dejan poco a poco de invertir en educación, al percibir que serán injustamente tratados y discriminados a favor de los candidatos ‘verdes’. Las diferencias iniciales comienzan a crecer y la incipiente discriminación comienza a generalizarse hasta el punto de que los empleadores, para un mismo salario, contratan siempre antes a un candidato verde que a uno púrpura. Y aquí entra en juego el mecanismo fundamental: los candidatos verdes, al saber que discriminarán a su favor, comienzan a invertir aún más en educación, mientras los púrpuras dejan masivamente de hacerlo. Al final, la dualidad generada se justifica con reproches mutuos: “¡No nos contratáis por el mero hecho de ser púrpuras!”; “No os contratamos porque habéis invertido menos en educación”; “¡No invertimos en educación porque, de todas formas, no nos vais a contratar!”. De una pequeña diferencia inicial aleatoria se había generado una gran desigualdad en niveles formativos y de discriminación.
El problema del desempleo de las personas mayores
Este mismo mecanismo se reproduce en parte en el mercado de ofertas para desempleados. Aunque un mayor de 45 años puede ser la persona idónea para un puesto, los empleadores comparan las características medias de los grupos de edad de desempleados y, ¿qué observan? Los jóvenes han acabado recientemente sus estudios y los que tienen experiencia laboral han encadenado en su mayoría contratos temporales. Si se encuentran sin trabajo no es necesariamente porque fuesen poco productivos en su empresa, sino porque, ante las dificultades, la rescisión de su contrato costaba menos de 1.000 euros, mientras que la de un indefinido con antigüedad se elevaba a más de 20.000.
En cambio, la situación de un desempleado con 50 años es la opuesta. Más allá de su capacidad para aprender y de su compromiso, que pueden ser idénticos a los de un joven, proviene de un grupo marcado por la sospecha. ¿Por qué ha sido despedido de su empresa a pesar de contar con una elevadísima protección? ¿Acaso su compromiso laboral es débil? Esta no es, por supuesto, la situación de la mayoría de los desempleados mayores de 45 años. La mayoría tienen sin duda un gran compromiso laboral y muchos de ellos no han sido despedidos por delante del becario recién llegado, sino que la empresa ha cerrado y todos los trabajadores han acabado en el paro.
Pero un departamento de recursos humanos que recibe miles de solicitudes para un puesto de trabajo es incapaz de evaluarlas todas y suele acabar descartando, para ser eficiente desde un punto de vista del coste de la información, a grandes grupos de candidatos basándose en sus “características medias”. Es más, las empresas saben que, si existe algún grupo de edad en el que puede haber candidatos con poco compromiso laboral, ese es con mayor probabilidad el de los de mayor edad, que son quienes pueden permitirse el lujo de no seguir formándose mientras todavía tienen trabajo al saberse muy protegidos.
Es decir, la dualidad laboral crea un problema de discriminación racional al sobreproteger a un grupo respecto a otro, y crea además incentivos perversos: sólo quien está sobreprotegido puede permitirse un menor compromiso laboral y una menor inversión en formación, añadiendo de esta forma un estigma a dicho grupo de edad.
El caso de la baja maternal y la brecha salarial
Un mecanismo parecido podría estar explicando parte de la brecha salarial entre hombres y mujeres. La legislación actual concede cuatro meses de baja maternal pagada a las mujeres en España, frente a las bajas de un año de Dinamarca, Noruega o Suiza. Las madres reclaman mayoritariamente un aumento de dicha baja maternal, lo cual tendría sin duda un efecto positivo sobre la educación y la salud de los niños, al prolongar la lactancia materna y el contacto entre la madre y su hijo. Pero el mismo mecanismo de discriminación puede estar actuando también en este caso, especialmente en los puestos de mayor responsabilidad.
Imagine un responsable de contratación que necesita contratar o promocionar a una persona que ha de dirigir un proyecto de entre uno y dos años de educación. Los dos candidatos finales, de impecable experiencia laboral y adecuación al puesto, son un hombre y una mujer, ambos alrededor de los 30 años. Su productividad es similar y habrán de coordinar a un equipo de cinco personas hasta la finalización del proyecto. Pues bien, aunque nos gustaría que el mundo funcionase de otra forma, lo normal es que al empleador le preocupe enormemente la posibilidad de que la mujer decida tener un hijo, dejando al equipo sin responsable durante su baja maternal. Aunque la Seguridad Social cubra el coste monetario de su salario, ¿quién cubre el resto de costes asociados a su ausencia?
Es cierto que este problema es menos acuciante en los puestos de baja cualificación, pero para los puestos con alta necesidad de capital humano -como los proyectos de ingeniería de software, de obras públicas, de auditoría o asesoría legal-, el coste salarial de la ausencia es sólo una parte del coste que sufre la empresa con una baja maternal. Así, si es la empresa la que ha de asumir el coste social que supone la crianza de un bebé, muchas empresas acabarán discriminando, consciente o inconscientemente, contra las mujeres en edad de procrear.
Y de nuevo existe un mecanismo de retroalimentación: las mujeres saben que tienen más difícil que los hombres el acceso a puestos de responsabilidad y dirección de equipos, por lo que es normal que se especialicen en puestos sin dicha problemática… o que preparen oposiciones al sector público, donde no serán discriminadas por este problema.
En resumen, la discriminación racional es un problema derivado de la asimetría informativa y de lo costoso que es extraer información veraz sobre los candidatos. Cuanto mayor es la tasa de paro, mayor es el problema, ya que más difícil tienen los empleadores evaluar con justicia todas y cada una de las candidaturas. Además, el problema está en parte causado por nuestra regulación laboral, y la dualidad no hace sino agravarlo: al sobreproteger a los mayores respecto a los más jóvenes, se dificulta que los primeros vayan al paro. Pero esta sobreprotección causa un estigma sobre aquellos a los que la mala suerte ha hecho perder su empleo. Lo mismo sucede con las bajas maternales, en las que un aumento de su duración añadiría un nuevo estigma sobre su productividad. Toda medida social tiene sus beneficios y sus costes, y sería irresponsable pensar sólo en los primeros mientras olvidamos los segundos.