Esta entrada no es estrictamente de economía, pero toca un tema directamente relacionado, la política educativa, asunto tratado en Sintetia con asiduidad (ver, por ejemplo, aquí, aquí o aquí).
En realidad se trata de una pequeña historia personal. Hace algunas semanas, curioseaba en una tienda un libro cuyo título no recuerdo pero que decía algo parecido a «Cómo convertirse en una persona leída en 100 días». El libro ofrecía cien fichas dedicadas a cien de los mayores clásicos de la literatura universal, y cada ficha incluía un brevísimo resumen de cada obra, un resumen de su interpretación más aceptada e incluso alguna cita conocida del mismo. Es decir, todo lo necesario para aparentar haber leído los grandes clásicos durante una conversación superficial. El complemento perfecto de cualquier esnob, la herramienta imprescindible para, durante una fiesta o recepción, comparar la propensión al vacío existencial de la sociedad moderna con las angustias vitales de Madame Bovary, o el rastro de Lobos Esteparios que la transición a la sociedad digital deja, perdidos entre dos mundos, a nuestro paso.
Recuerdo haber dejado entre carcajadas el libro en la estantería, imaginando al tipo de persona que compraría un artilugio así; una persona con la necesidad de aparentar una cultura mayor de la que realmente posée. Mi parte economista argumentaba que es natural que los individuos «señalizen» (aparenten) aquello que es sencillo señalizar siempre y cuando la sociedad valore lo que se aparenta, en este caso una vasta cultura literaria. A mi parte no economista todo esto le parecía una hipocresía y se alegraba que este fenómeno fuese minoritario, pues el susodicho libro no parecía ser precisamente un éxito de ventas.
Pero un buen día caí en la cuenta.
Me encontraba curioseando la biblioteca de un amigo cuando descubrí una preciosa edición rústica de Fortunata y Jacinta. «Es un ejemplar de la primera edición», me informó Javier mientras se iba. Permanecí allí fascinado contemplando un original de «la mejor obra del máximo representante de la novela realista española». Y entonces recordé el dichoso manual del perfecto esnob y se me heló la sangre. Un momento… ¿a quién estoy engañando? ¿A mí mismo? ¡Pero si no he leído ni una palabra de Pérez Galdós en mi vida!
Entonces comencé a indagar en el origen de mi autoengaño, en las razones por las cuales mi cuerpo se emocionaba al ver la edición original de un libro que se suponía que tendría que habler leído. Al llegar a casa rebusqué entre mis libros de la EGB y del bachillerato. Y en ese momento me di cuenta de que no había diferencia alguna entre el libro del que tanto me había reído aquel día y la educación en lengua y literatura que recibimos. Mis libros de lengua y literatura eran un resumen de épocas, autores y obras en las que se explicaba su importancia relativa… aún a sabiendas de que la mayor parte de los alumnos nunca leería ni una pequeña parte de los autores detallados. También recordé entonces que lo único que había leído debido a mis estudios (no por decisión personal) era «Rinconete y Cortadillo» (ni siquiera el resto de Novelas Ejemplares), «El Camino» y «Maese Pérez».
¿Para qué sirve entonces nuestra formación en literatura si al final lo que determina qué leemos son nuestro ambiente familiar y nuestras decisiones personales? La formación que recibimos en el colegio e instituto es idéntica a la que ofrece el libro «Cómo convertirse en una persona leída en 100 días». Nos sirve para aparentar conocimiento de inmumerables autores, obras y épocas sin haber leído ni una palabra de ellas. De nada más me sirve recordar que Pérez Galdós es nuestro mayor exponente en la novela realista y que «Fortunata y Jacinta» es su obra cumbre, porque mi relación con el autor se limita a conocer dicho lugar común. ¿Acaso no sería más útil que los alumnos leyeran tres o cuatro libros de su gusto durante el año escolar, incluso utilizando el tiempo de clase, que hacerles repetir listas de autores que probablemente nunca leerán?
Quizás Harry Potter, Manolito Gafotas o Eragon no sean nunca recordadas por su calidad literaria, pero pueden significar un paso inicial hacia la lectura que de otro modo no se da en muchos niños. Incluso desde el cómic se puede pasar a lectura de libros. Y ello tiene mucho que ver con el carácter que queramos dar a la educación en España. La apuesta por la lectura en libertad puede hacer ganar muchos lectores, mientras la alternativa consiste en conseguir que aparentemos saber sobre literatura sin haber leído prácticamente nada.
Todo esto me ha llevado a una reflexión igual de alarmante. ¿Se da este fenómeno en otras áreas del conocimiento? Pensemos en las matemáticas. Un alumno medio pasa de 12 a 14 años de su vida estudiando matemáticas. ¡De 12 a 14 años! Propiedades de los grupos, ecuaciones de segundo grado, teoría de funciones, cálculos exponenciales, etc. Pero ¿qué aplicación práctica obtiene de todo ello? Lo más avanzado que finalmente utiliza la mayoría de la población es la regla de tres -una regla mnemotécnica que, por cierto, parte de la incomprensión del cálculo subyacente que se realiza-. Doce años de educación en matemáticas deberían poder bastar para que una persona pudiese averiguar, con una sencilla ecuación, cuanto tardará en recuperar el dinero invertido en cristales aislantes a través del ahorro mensual en calefacción y valorar si le interesa recurrir para ello a un crédito. O para conocer qué sucede con una hipoteca si los intereses suben un 3%. De haber sabido realizar este último cálculo, quizás la crisis no habría golpeado a nuestro país con tanta dureza.
Si estos argumentos no te convencen, solo te pido, querido lector, que tengas todo esto presente cada vez que admires o hables sobre alguna obra o autor del que nada has leído. No te avergüences de ello, a todos nos pasa y es producto de nuestro sistema educativo y de la presión social por aparentar una cultura que la mayoría, por las razones que sean, no tenemos. Trabajemos entonces para que nuestro sistema educativo no se base en parte en hacer aparentar lo que no puede conseguir (que toda la población lea los grandes clásicos de la literatura) e intentemos una aproximación más pragmática: que cada cual lea lo que pueda sin presiones y con libertad. Habrá menos gente que sepa quién es Pérez Galdós. Pero quizás más personas que lo hayan leído realmente.