El mensaje que durante dos años han lanzado las autoridades políticas y monetarias ha sido muy claro:
«Si quiere que su dinero esté seguro, diríjase a la institución financiera más grande a la que tenga acceso; nunca la dejaremos caer. Si quiere aumentar su grado de seguridad aún más, intente que su dinero esté en productos y fondos comprados mayoritariamente por una potencial económica mundial; nunca renunciaremos a los flujos entrantes de ahorro de los países emergentes».
Con el libro de texto en la mano, la crisis financiera y el contagio hacia las deudas soberanas no tendrían por qué haberse producido con tanta severidad. El procedimiento de quiebra elimina a los accionistas de la empresa y convierte a los acreedores con menor prelación en nuevos accionistas. El proceso continúa hasta que la empresa vuelve a estar capitalizada. Es decir, los acreedores de Citigroup pierden el derecho a reclamar una parte de dichas deudas y a cambio son los nuevos propietarios de un banco debidamente capitalizado.
Pero el caos financiero producido por la quiebra de Lehman impidió dicho ajuste contemplado por la legislación. El consenso estableció que la quiebra de una institución financiera de tamaño grande es insoportable para el sistema en su conjunto y que los pánicos bancarios (bank runs) podrían ser seguidos por huídas del capital de países enteros (country runs). Ningún responsable político o monetario tuvo el atrevimiento de dejar al proceso concursal hacer su papel, si bien la lentitud del proceso típico también puede explicar parte de la desconfianza hacia una quiebra ordenada de todo el sistema financiero.
El mensaje tras la tormenta es claro. Si se está planteando comprar bonos (supuestamente) seguros frente bonos de una institución financiera de gran tamaño con una prima de doscientos puntos básicos, no lo dude; si a su banco le van mal las cosas, su estado comprará los activos depreciados, evitando que la institución financiera se descapitalice totalmente, y la autoridad monetaria le concederá créditos blandos para que pueda atender al pago de sus cupones.
Así, el salvamento de todo el sistema financiero ha agudizado una de las causas por las cuales la crisis ha sido posible: la falta de responsabilidad de los compradores de activos hacia aquello que compran. Incluso en el caso de que los nuevos organismos supervisores tuviesen la capacidad de detectar burbujas y problemas en la asignación de recursos y en el precio de activos, su regulación puede ser una quimera. Como afirma Gregory Mankiw en su reciente artículo en NYTimes, «no seamos demasiado optimistas acerca del futuro éxito de la previsión. El sistema financiero es diverso y complicadamente vasto. Los reguladores siempre serán superados en número y en sueldo por aquellos cuyo interés es circunvalar la regulación. Los reguladores estarán distraídos con otros problemas. Pensar que el regulador puede convertirse en un perro guardian efectivo sería un error trágico«.
Por lo tanto, una de las preguntas pendientes de la futura regulación financiera es ¿cómo se ataja en origen el problema del riesgo moral en la elección de riesgos financieros? No podemos esperar que el regulador nos alerte y corrija riesgos mayores de los que estábamos dipuestos a asumir a cambio de una prima dada. Mientras este problema no se solucione, la siguiente crisis financiera está acechando detrás de la esquina.