La ineficiencia en las administraciones públicas o cómo los impuestos se dilapidan en almacenes de cobre

25 marzo 2014

Suelo ironizar con que lo mejor que le podría pasar a este país es que, por una extraña y selectiva ciclogénesis explosiva, se volatilizaran las Administraciones Públicas y pudiera empezarse de nuevo. Como la probabilidad de que ocurra es muy lejana, es necesario provocar una catarsis que las incendie y, como el ave fénix, resurjan de sus cenizas sin la grasa que las atenaza.

Pocos gobiernos tendrán un escenario tan favorable como el que se dio en otoño de 2011: el peligro de intervención, los imperativos de las instituciones europeas, el crecimiento desbocado del déficit público, la fuerte presión social, los sacrificios que se exigirían a los empleados públicos... Pero el Gobierno de D. Mariano Rajoy, en lugar de abordar una profunda reforma del modelo de Estado y de las estructuras administrativas, de la cultura organizativa, de los procedimientos y del sistema de incentivos, dilapidó la oportunidad con ajustes cortoplacistas, en una estrategia de reducción del déficit a través de la contención del gasto y el incremento de los ingresos.

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Pendientes del cierre definitivo de las cifras de déficit de 2013, se constata hasta qué punto las medidas de la Comisión para la Reforma de las Administraciones Públicas, CORA, tanto por su concepción como por su lenta implantación, son incapaces de embridar el desequilibrio en las cuentas públicas. Medidas que calificaría de seudo-reforma, más cosmética que real, bajo esa frase tan española “tira p’alante que libras” -con un poco de suerte el temporal arreciará y podrá volverse a una fiesta presupuestaria donde el dinero público no sea de nadie y, por tanto, no habrá nadie ante quien justificar su correcta utilización-.

La razón fundamental de este fiasco radica en que el grueso del ajuste del gasto público se ha producido en las partidas de asignación discrecional, que han agotado, prácticamente, su efectividad ante la imposibilidad de rebajar más aún los gastos de inversión o la cartera y calidad de los servicios y prestaciones públicos. La única alternativa para lograr reducir el déficit, sin elevar los impuestos hasta los límites confiscatorios que ahogan ya la iniciativa privada, hubiera sido la eliminación de las bolsas de gasto improductivo estructural. Con lo que cabe preguntarse: ¿Dónde están? Dos son, a mi juicio, los principales desagües por los que se escapa el dinero público:

El primero: La estructura del Estado. No parece asumible la existencia de hasta cinco niveles administrativos, cada uno con su propia estructura, en un mismo territorio –Estado, Comunidad Autónoma, Diputación Provincial, Mancomunidades y Municipios-. Sin embargo, la falta de sentido de Estado y la ausencia de voluntad de la clase política para aceptar los sacrificios que imponían a otros -empleados públicos, empresarios, colectivos vulnerables como pensionistas, discapacitados, etc.-, han hecho que el modelo fuera intocable. Quizás, una de las razones últimas radica en que implicaría una reducción de espacios de intervención de los partidos políticos, minorando su capacidad para colocar a sus políticos de oficio, funcionarios de partido -sin oposición- que perciben su nómina con cargo a los Presupuestos, tan inamovibles como los que hemos accedido a la función pública mediante los principios de mérito, igualdad y capacidad. No se trata sólo, como contempla la CORA, de adelgazar y evitar solapamientos competenciales, sino de un cambio de la estructura territorial bajo la máxima “una competencia, una Administración”. Definiendo aquella que pueda implementar la política pública o prestar el servicio en mejores condiciones de racionalidad económica y calidad. Y, de esta concepción, no puede sustraerse la Administración institucional, que apenas ha sido reducida.

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El segundo gran núcleo de gasto improductivo se encuentra en la elefantiasis de las Administraciones, provocada por el precedente y la inercia, tan propios de los grandes dinosaurios burocráticos. Para ilustrarlo, nada mejor que una leyenda urbana administrativa que nunca he podido contrastar pero que “se non è vero, è ben trovato”: Cuando Margaret Thatcher, bajo aquel lema “to roll back the frontiers of the state”, desarrolló una reforma de la Administración sobreprotectora e invasora heredada del WelFare State, reconduciéndola e introduciendo modelos gerenciales privados, abordó un plan para determinar cuál era el punto de partida.

Pues bien, cuentan que sus “hombres de negro” encontraron un gran almacén de cobre, con unos costes elevadísimos de mantenimiento y personal, perdido en la campiña galesa. Nadie sabía por qué ni para qué se mantenía, simplemente permanecía a lo largo de los años. Tras investigaciones, la razón se encontró en que, durante la Segunda Guerra Mundial, el cobre era una materia prima estratégica y, en plena contienda, se creó el almacén para salvaguardarlo de los ataques alemanes. Casi medio siglo después, el almacén se conservaba y nunca nadie, a lo largo de todo ese tiempo, se había preguntado el objetivo al que respondía su existencia, ni por qué se le asignaba presupuesto. Cuando en el Informe de Anual de Seguimiento de la CORA, se mencionan, entre los 53 organismos e instituciones públicas suprimidas en la Administración General del Estado, organismos como “Cría Caballar de las Fuerzas Armadas” u “Obra asistencial familiar de la provincia de Sevilla”, la pregunta inevitable es ¿cuantos almacenes de cobre habrá en nuestras Administraciones?, especialmente autonómicas y locales.

Sin llegar a casos tan extremos, pensemos en un ejemplo generalizado y, supongamos sin nombres, un organismo cualquiera en cualquier Administración, de esos que con el paso de los años huelen a rancio y burocracia. A lo largo del tiempo su ámbito competencial se ha minorado y con él sus presupuestos, pero, fundamentalmente, en las partidas directamente vinculadas al ejercicio de sus competencias. El presupuesto que se destina a gastos generales no se ha reducido proporcionalmente a su pérdida de atribuciones, pues sigue soportando el peso de una organización sobredimensionada.

En paralelo, se han creado otras estructuras análogas que asumieron sus competencias transferidas o desgajadas, lo que ha duplicado, triplicado… y, a veces, multiplicado por 18 (17+1) los gastos generales. Especialmente llamativo es el caso de gastos de personal, ya que la plantilla tiende a mantenerse en su práctica totalidad, ante la “imposibilidad” de reasignar efectivos y la resistencia jerárquica a perder “personal”, que lleva incluso a la cobertura de vacantes. El resultado es una inflación de costes de personal, con una plantilla subutilizada, sobredimensionada y desmotivada.

Para empeorar la situación, como es común a todas las Administraciones, funciones administrativas se externalizan a empresas públicas instrumentales. Pero el escenario no queda completo, a lo largo del tiempo, los procedimientos se han convertido en una  maraña de trámites, unos por imperativo legal y otros por costumbre, para justificar personal y presupuesto; innecesarios muchos, ya que no son garantía de derechos, pero que suponen un coste organizativo y costes para los usuarios, ciudadanos y empresas. Sumando casos parejos que se dan, en mayor o menor grado, en todas las Administraciones se adquiere el absoluto convencimiento de que la suma de todo este gasto silente y larvado se atisba aterradora y su reducción, una alternativa al incremento de la presión fiscal.

¿Cuánto de este gasto improductivo se ha reducido gracias a la CORA? Nada, nuestro organismo continua sin grandes sobresaltos, con alguna estrechez más, algunos recortes en inversión y gastos corrientes, algún aviso de centralización de las contrataciones…, pero las plantillas siguen inalterables, cubriéndose vacantes innecesarias, los coches oficiales subsisten, los procedimientos no se han simplificado y, pese a las rebajas, todavía existe fondos para pequeños dispendios.  Una nueva reforma ha pasado: Todo ha cambiado para que todo siga igual.

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Ninguna de las actuaciones desarrolladas han incidido en estas ineficiencias estructurales que, en el caso español, son más extendidas de lo que pudiera parecer: A la resistencia a la pérdida de recursos humanos y materiales, tan propia de los burócratas, la concepción incrementalista del presupuesto con la ejecución y el precedente como criterios esenciales, la ausencia de evaluación de las políticas públicas y de la gestión, se suma la historia reciente de nuestro país, con un cambio -desde un Estado centralizado a otro descentralizado- en el que se han ido solapando estructuras antiguas  y nuevas.

Es evidente que, para atajarla, se precisa voluntad política para abordar un proceso largo, que conlleva un desgaste importante y cuyos resultados comenzarían a ser visibles más allá del ciclo electoral. Sería necesario un sentido de Estado, del que se carece, para extraer la reforma del debate político cotidiano, firmando un gran pacto que comprometiera a todas las Administraciones Públicas, para lograr un enfoque global, delimitando claramente competencias y nivel de provisión, a la vez que elaborar planes integrales de redistribución de efectivos, bajo la premisa de una única función pública profesional con movilidad intra e interadministativa, de modo que las plantillas se ajustaran a las necesidades reales.  Escenario que resulta irreal que se dé.

Olvidada, por imposible, la estrategia global, quedan los planes específicos para cada Administración. Y, de nuevo, la Administración debería recordarse a sí misma que las diferencias entre público y privado, en entornos marcados por la escasez y la necesidad de asignar eficientemente recursos escasos susceptibles de múltiples usos alternativos, se diluyen. Gestionar bien o mal no es una cuestión de ámbitos, sino de cumplimiento de objetivos y costes aparejados. El principio de legalidad de las actuaciones, la no limitación a criterios exclusivos de rentabilidad económica, las dificultades para determinar los beneficios sociales, la indefinición de conceptos como mercado, cliente o competencia,… son matices que añaden complejidad a la gestión, pero no debieran actuar como excusas para implantar de una vez por todas la racionalidad económica, pues las Administraciones no pueden permitirse continuar financiándose ahogando a la iniciativa privada, ni ser un lastre para la competitividad de la economía.

(El cómo, de estos planes, será objeto de próximos artículos para Sintetia)

Sobre la Autora:

Lilian Fernández Fernández

Funcionaria. Más de 16 años de experiencia en puestos de Dirección en la Administración Pública

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Artículo escrito por Lilian Fernández

1 Comentario

  1. Samantha Smith

    lo primordial para cualquier empresa es brindar satisfacción al cliente, también tener buen desempeño a la hora de aplicar el proceso por que influye una gran parte al éxito que se necesita.

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