Imagina que las variaciones anuales de precios de todos los bienes que consumimos estuviesen atadas, por contrato, a la evolución del IPC. En este caso extremo, sencillamente no habría inflación «aparente», el IPC sería un indicador inútil. Lo cual quiere decir que los inevitables ajustes económicos sucederían por otras vías: cantidades o calidades.
Demos un paso atrás hacia un ejemplo menos extremo y consideremos que un bien (en nuestro caso, el contrato de alquiler) está anclado al IPC mientras el resto fluctúa con libertad. En ese caso, el IPC recogería, con todas sus imperfecciones, la inflación media de los precios de todos los bienes; es decir, la depreciación de la moneda +/- los pequeños ajustes del efecto Balassa-Samuelson. Los problemas de este caso son dos:
a) El bien anclado a la variación anual del IPC no ofrece información relevante al índice, pues es completamente endógeno. La poca información que ofrece es incompleta (salidas y reentradas al mercado a precios mayores / menores) y minoritaria respecto al grueso de los contratos.
b) La evolución del precio del bien está anclada a la depreciación de la moneda y es ajena a las circunstancias del mercado, por lo que los shocks de oferta y demanda se transmitirán al mercado de alquileres por vías distintas a la más eficiente: los precios.
Desde luego, el caso no tiene por qué ser necesariamente un ejemplo de irracionalidad. Como es habitual, habrá razones de peso para que la práctica mayoría de los contratos en España se firmen con dicha cláusula de revisión anual de precios. Parte de los motivos pueden encontrarse en la histórica protección que la legislación concedía al inquilino. Todos conocemos casos de personas viviendo en pisos con alquileres de largo plazo ridículamente bajos, en su día firmados sin cláusula de revisión de precios y sin posibilidad de desalojo. La cláusula, en este sentido, es un seguro contra la inflación en el contexto de contratos que se renuevan automáticamente con el paso de los años.
Actualmente, el contrato más habitual se prolonga automáticamente hasta 5 años si el inquilino lo desea, por lo que el anclaje del precio a un índice parece necesario. Las razones por las cuales se elige mayoritariamente el IPC son, probablemente, su estabilidad y su accesibilidad. Pero los inconvenientes son grandes. ¿Cómo se ajusta el mercado ante situaciones de escasez o abundancia relativa de viviendas? ¿Qué información transmite ese ajuste a los índices de precios disponibles de vivienda, vitales para la política monetaria?
a) En una situación de escasez relativa, el precio real de la vivienda tendría que subir por encima del IPC. Los nuevos pisos puestos en alquiler recogen esta escasez y se ofertan a un precio mayor que los ya ocupados, que no pueden renegociar las condiciones hasta pasados (en la mayoría de casos) 5 años. Los incentivos a la inmovilidad son claros: si cambio de alquiler, éste subirá un 20%. Se realizarán menos cambios de domicilio y ésto enviará una señal irreal de estabilidad de precios a los índices, que recojerán mayoritariamente una variación igual al IPC.
b) Si existe una abundancia relativa en una zona, el precio real ha de bajar. Aquí el ajuste es más rápido, porque el inquilino puede abandonar el piso al cumplir un año su actual contrato y mudarse hacia un piso con menor renta de alquiler (aunque serían posibles negociaciones entre el arrendatario y el inquilino, mi impresión subjetiva es que no es habitual). El indicador de precios responderá en parte a la nueva realidad de abundancia, pero otra parte de los contratos transmitirá una realidad opuesta si la inflación ha sido positiva.
Ningún escenario parece satisfactorio, especialmente para las instituciones políticas y monetarias, pues el precio real de los alquileres vive en parte fuera de los mecanismos de mercado. La referencia al subíndice de vivienda, por ahora minoritaria, tampoco soluciona el problema de endogeneidad aunque sí acercaría las variaciones de los alquileres a la realidad del sector inmobiliario.
Y, desde luego, la negociación anual del precio sería imposible por los costes fijos que afronta el inquilino al mudarse a un nuevo lugar, desde el coste monetario y psicológico de la mudanza hasta la compra de muebles específicos. Un problema similar al del «hold-up», tan importante en la teoría de la economía industrial: quien afronta costes fijos se encuentra en una posición inferior en la negociación.
Quizás la situación actual de los mercados de alquiler sólo refleje la «opción menos mala» de cuantas hemos intentado.