Quién le hubiera dicho a Adam Smith, uno de los padres del liberalismo, que ser liberal en pleno siglo XXI seguiría siendo un acto revolucionario.
En estos tiempos polarizados donde rigen la trinchera, el meme y la etiqueta, donde la complejidad es desterrada y se resuelven los dilemas de nuestra existencia con zascas, posverdades y riadas sentimentales de simpleza, ser liberal resulta una actitud contracorriente, casi nihilista. Ciertamente punk.
Resulta que un liberal es, hoy en día, un peligroso conservador, pero menudo carajal cuando los pilares del liberalismo son:
- la propiedad privada,
- el libre comercio,
- la seguridad jurídica y la estabilidad e independencia de las instituciones sociales.
- Reconocer la importancia de la seguridad, la defensa y el papel necesario del Estado en la sociedad, pero se opone a su intervención excesiva en la economía y en la vida privada de las personas. .
Pero hete aquí que los pilares del liberalismo también son los de un un taimado progresista:
- Defiende que el avance social y científico debe ser fomentado para mejorar las condiciones de vida de las personas y asegurar sus derechos y libertades.
- Promueve reformas sociales que aseguren la igualdad de oportunidades, la educación, la diversidad cultural y la cooperación internacional.
- Y del mismo modo que combate el poder omnímodo del Estado, reniega del absolutismo del poder económico en forma de monopolio, nepotismo o cualquier otra obstrucción de la libre competencia, favoreciendo su limitación.
Desde el liberalismo se reconoce que la defensa de los derechos individuales y la libertad no son conceptos ajenos a la necesidad de preservar la cohesión social y la identidad cultural. Lo es también defender la dignidad humana, el pluralismo político, la separación de poderes, el Estado de derecho y el libre mercado, así como rechazar el autoritarismo, el totalitarismo, el fanatismo y el extremismo.
El alma del liberalismo, en fin, persigue el inestable equilibrio entre la libertad y la responsabilidad, entre el individuo y la sociedad, entre el cambio y la continuidad, y por eso siempre se halla abierta a la ciencia, al debate, al diálogo y a la crítica. Es precisamente en este vaivén de ideas conservadoras y progresistas, en este equilibrio dinámico entre fuerzas opuestas pero necesarias, en esta búsqueda incansable del punto medio entre la prudencia y la audacia, donde radica la grandeza del liberalismo. Pero también su debilidad frente a la dictadura falaz de la idea plana, la solución sencilla, la tan atractiva facilidad del dogma.
Como enunció Alberto Brandolini en 2013, la cantidad de energía necesaria para refutar la estupidez es un orden de magnitud mayor que la necesaria para producirla. En la actualidad, esta energía es varios órdenes mayor, pero no cabe rendirse.
- Abogo pues por una filosofía vital, política y económica en la que la libertad y el cambio no sean una amenaza, sino una oportunidad de crecimiento y mejora.
- Abogo, a su vez, por reconocer la importancia de la estabilidad, la seguridad, el respeto a la legalidad y a la experiencia acumulada como motores de ese cambio, evitando caer en la arrogancia de pensar que todo lo construido por nuestros predecesores resulta inútil u obsoleto.
En todo esto, y más, consiste en ser liberal y el liberalismo. Y digo más: me confieso culpable.
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