El pasado 30 de agosto un tuitero que comparte contenido económico con cientos de miles de seguidores colgó un vídeo en la plataforma donde Ricardo Salinas, un conocido empresario mexicano, sentenciaba: “todos impuestos son un robo, así de claro”. Luego añadía: “nomás que se toleran, porque el robo es razonable”. Esta creencia de considerar los impuestos no es nueva. Robert Nozick declaró que «la tributación de las ganancias del trabajo está al mismo nivel que el trabajo forzado», idea muy repetida entre las tribus libertarias y anarcocapitalistas, pero que muchos identifican como una consigna definitoria del liberalismo, lo cual resulta un completo disparate.
Adam Smith, al que ya citamos en el artículo inaugural de esta serie, escribió al respecto:
“Los súbditos de cualquier estado deben contribuir al sostenimiento del gobierno en la medida de lo posible en proporción a sus respectivas capacidades; es decir, en proporción al ingreso del que respectivamente disfrutan bajo la protección del estado”.
Merece la pena abundar en lo apuntado por Smith. Sin duda, los impuestos son una de las cuestiones más controvertidas en el debate político y económico, tanto por el efecto directo que tienen sobre nuestros bolsillos como por el uso que se hace de ellos. ¿Qué papel juegan en el liberalismo? ¿Son una forma de redistribuir la riqueza, de financiar los servicios públicos, de incentivar o desincentivar ciertas actividades, o de perpetuar el poder del Estado? En esta nueva entrada intentaré ofrecer una reflexión lo más desapasionada y centrada posible sobre el papel que deberían tener los impuestos desde una perspectiva estrictamente liberal.
Ni sí ni no, ni blanco ni negro ni agua ni jabón
Es en la reflexión sobre liberalismo e impuestos donde se evidencia en mayor grado ese balance dinámico e inestable entre la libertad y la responsabilidad, entre el individuo y la sociedad, que describíamos en entregas anteriores. Un espacio, como dijimos, donde no cabe la cómoda facilidad del dogma.
El liberalismo promueve la libertad de la persona frente a cualquier forma de autoritarismo o colectivismo. Cada individuo es dueño de su propia vida y de su propiedad, y nadie tiene derecho a interferir en sus decisiones, siempre que no dañen a los demás.
El liberalismo también defiende el Estado de derecho, la democracia representativa, la separación de poderes, el respeto a los derechos humanos y la igualdad ante la ley. En este marco, el encaje que suponen la exacciones fiscales siempre ha sido controvertido.
En primer lugar, los impuestos son una forma de transferir recursos desde los ciudadanos al Estado, transferencia que se realiza mediante la coerción ejercida por ese mismo Estado.
Los impuestos implican, por tanto, una restricción de la libertad individual, ya que limitan forzosamente la capacidad de las personas de disponer de su propio dinero y de elegir cómo gastarlo. Por ello, los liberales han sido tradicionalmente críticos con los impuestos excesivos, y han defendido su contención y simplicidad para minimizar su impacto negativo sobre la economía y la sociedad.
Sin embargo, dicha transferencia forzosa de recursos tiene, en la teoría liberal, una función fundamental para cualquier nación: financiar los bienes y servicios públicos que son necesarios para garantizar el funcionamiento de una sociedad libre y justa y del marco económico e institucional que la sustenta. Los impuestos sirven para pagar la defensa nacional, la seguridad ciudadana, la justicia, la educación básica, la sanidad pública, las infraestructuras comunes y la protección social y del medio ambiente.
Estos bienes y servicios públicos son esenciales para que las personas puedan ejercer su libertad con responsabilidad y para que exista una competencia leal entre los agentes económicos.
Además, los impuestos pueden tener una función redistributiva, que consiste en corregir los fallos del mercado. El liberalismo reconoce que no todas las personas parten de las mismas condiciones ni tienen las mismas oportunidades para desarrollar su potencial. Por eso, acepta que el Estado intervenga para garantizar un mínimo bienestar y dignidad a todos los ciudadanos, mediante políticas sociales financiadas mediante impuestos.
Estas políticas no solo benefician a los más desfavorecidos, sino que también contribuyen a mejorar la cohesión social, a prevenir conflictos y a reforzar el crecimiento económico.
De todas formas, el impacto redistributivo de los impuestos es limitado y depende del tamaño, la combinación y la progresividad de cada componente, según la OCDE. Las transferencias selectivas de efectivo reducen la dispersión de la renta más que los impuestos en la mayoría de los países de la OCDE.
Por término medio, tres cuartas partes de la reducción de la desigualdad entre la renta de mercado y la renta disponible se deben a transferencias y el resto a impuestos. Una importante evidencia a la hora de diseñar políticas fiscales.
Por último, los impuestos se utilizan también con una función incentivadora o desincentivadora, fomentando o desalentando ciertas actividades que tienen efectos positivos o negativos sobre el conjunto de la sociedad, las llamadas externalidades. Por ejemplo, una estructura fiscal bien diseñada puede servir para promover el ahorro, la inversión productiva, la innovación, el empleo o el consumo responsable mediante exenciones.
También puede contribuir a desincentivar el consumo de productos nocivos para la salud o elementos contaminantes, aumentando su imposición. En este caso, se busca que los agentes económicos asuman el perjuicio o el beneficio social de sus decisiones.
Así pues, los impuestos resultan un instrumento ambivalente desde el punto de vista liberal. Por un lado, constituyen una limitación de la libertad individual y su exceso puede suponer un obstáculo para el crecimiento económico. Por otro lado, son una herramienta para garantizar el buen funcionamiento del mercado y el respeto a los derechos individuales, para corregir desigualdades y para fomentar o desalentar ciertas actividades con impacto social.
El reto del liberalismo consiste precisamente en cómo equilibrar las necesidades gubernamentales con la preservación de la libertad individual y el estímulo al crecimiento económico, teniendo además en cuenta una serie de principios rectores que analizaremos a continuación.
Un matrimonio con principios, difícil pero inseparable
Desde una perspectiva liberal, los impuestos deben ser diseñados cuidadosamente para minimizar su interferencia en la vida de los ciudadanos y en la actividad económica. Uno de los principios fundamentales para conseguirlo es la equidad.
Los impuestos deben ser justos y aplicarse de manera equitativa para evitar que un sector de la sociedad cargue con una carga desproporcionada.
Los liberales, en contra de lo que apuntan sus críticos, no desdeñan los sistemas fiscales progresivos, donde quienes tienen ingresos más altos contribuyen con una proporción mayor de sus ganancias. Sin embargo, aborrecen la progresividad excesiva, que desincentiva el esfuerzo y la innovación, lo que tiene un impacto negativo en el conjunto de la economía y su crecimiento potencial.
En definitiva, siguiendo a Åsbjørn Melkevik, la progresividad resultaría compatible con la preocupación liberal clásica por el Estado de Derecho, siempre que la discrecionalidad legislativa en materia fiscal esté debidamente limitada por el principio de generalidad, así como por un estándar de legislación razonable.
Citando de nuevo a Adam Smith, “el impuesto que cada individuo debe pagar debe ser cierto y no arbitrario. El momento del pago, la forma del mismo, la cantidad a pagar, todos deben resultar meridianamente claros para el contribuyente y para cualquier otra persona”. Como apunta Paul Mueller, unos impuestos claros y predecibles y unas normas fiscales de fácil cumplimiento fomentan la inversión, la productividad y la innovación.
Otra cuestión muy relevante para los liberales es la transparencia en el uso de los fondos recaudados a través de impuestos. Los gobiernos deben rendir cuentas sobre cómo se gastan los recursos públicos y garantizar que se utilicen de manera eficaz y eficiente en beneficio de la sociedad en su conjunto.
La transparencia, así como la honestidad y la competencia en la gestión, contribuyen a reducir la corrupción y a fortalecer la confianza de los ciudadanos en el sistema tributario y en el gobierno en general.
Entramos aquí en un aspecto fundamental. John Zerilli explica en un magnífico artículo cómo los gobiernos se enfrentan a diversos retos en lo que a impuestos se refiere. El primero de ellos es la ambivalencia ciudadana hacia la fiscalidad, que puede deberse a un sentimiento de individualismo y a una falta de confianza en la capacidad del Gobierno para gastar adecuadamente el dinero público. Además, las personas pueden tener roles sociales contradictorios y conceptos de sí mismas contrapuestos, lo que dificulta su traducción en políticas que puedan conciliarlos.
Otro reto es el de restaurar la fe en el potencial de los impuestos como instrumento clave en una sociedad, lo que requiere convencer al público de su necesidad, eficacia y decencia, una tarea nada sencilla.
En este sentido, la corrupción; el gasto excesivo o directamente el despilfarro en el uso de los recursos públicos; la agobiante losa burocrática y la consiguiente desconexión entre la administración y el ciudadano; la falta de calidad institucional; la complejidad, obscuridad, arbitrariedad y confiscatoriedad de las normas tributarias…, todo contribuye a la desafección hacia los impuestos, madre de la evasión fiscal y de la economía sumergida.
Recordemos que, pese a la narrativa mayoritaria, el aprecio popular a Robin Hood no se debía a que quitara dinero a los ricos para dárselo a los pobres, sino a que se lo quitaba al recaudador de impuestos para devolvérselo a los esquilmados contribuyentes.
Es necesario insistir en ello las veces que haga falta: un incremento continuado del gasto público financiado con impuestos (y deuda), sin una estrategia clara de aplicación y sin un plan transparente para utilizar los recursos obtenidos, acaba alejando a los ciudadanos de sus gobiernos, además de suponer una carga para las generaciones futuras.
Asimismo, la muy necesaria acción del Estado para paliar las desigualdades y fallos de mercado, cuando se conduce de manera arbitraria y sin control, puede crear rivalidades entre distintos grupos de ciudadanos que se sienten desfavorecidos frente a otros, generando inestabilidad política y social.
Tampoco debemos olvidar que el abuso del principio de redistribución entre ricos y pobres puede acabar creando incentivos erróneos, castigando a los trabajadores por un lado y fomentando la inmovilidad social por otro.
Finalmente, desde la perspectiva liberal, los impuestos también deben ser diseñados de manera que no obstaculicen la libertad de elección de los individuos. Ya hemos mencionado su potencial incentivador o desincentivador en relación con las externalidades; en esta cuestión los responsables políticos deberían manejarse de manera exquisita.
Esto es, hay que evitar impuestos nacidos del mero capricho ideológico que influyan de manera negativa en las decisiones económicas y personales de las personas.
Y, desde luego, nunca introducir una nueva carga fiscal antes de haber analizado con profundidad y transparencia las posibles consecuencias de su aplicación a la luz de las evidencias existentes.
Y todo esto ¿dónde nos deja?
Recapitulemos: desde el punto de vista del liberalismo, los impuestos son una herramienta necesaria pero delicada en la gestión de las finanzas públicas. Deben ser diseñados cuidadosamente para equilibrar las necesidades del Estado y de los ciudadanos a los que sirve con la preservación de la libertad individual y el estímulo al crecimiento económico.
La ejemplaridad, equidad, predictibilidad, transparencia y responsabilidad públicas, así como la minimización razonable de la interferencia en las decisiones personales y económicas de todos los participantes en la sociedad son principios clave en la formulación de un sistema tributario que refleje los valores liberales y promueva el bienestar general. En este marco económico, filosófico y conceptual, y no en otro, es donde opera el liberalismo.
Si esto les parece una visión atractiva, sensata y moderada sobre los impuestos, les animo a profundizar en ella y contrastarla con otras realidades y visiones actuales. Me reafirmo en lo que escribí al comienzo de esta serie de artículos: hoy en día, ser liberal resulta una actitud contracorriente, ciertamente punk. Persistamos en ella.