Leer aquí la primera entrada dedicada al error sistemático en la observación de la variable exportaciones.
En el primer número de esta serie comenzamos argumentando que la magnitud que más se asocia al concepto de competitividad, las exportaciones, contiene un grave error sistemático de medición que impide las comparaciones entre países y en el tiempo. Aunque no parezca la forma más ortodoxa de introducir un debate sobre el término competitividad, ilustra bastante bien los problemas y el desconocimiento que rodean a este enfoque de análisis de la realidad internacional. Ahora nos centraremos en la pregunta que inicia realmente el debate. ¿Qué se entiende por competitividad?
El concepto está bien definido en su aplicación al mundo empresarial. La competitividad de una empresa puede definirse como su capacidad para ofrecer un producto más barato o de mayor calidad, o cualquier combinación de ambos factores. En un contexto de competencia perfecta, implica vender el producto homogéneo a precios de mercado pero con menores costes de producción, lo cual se traduce en mayores beneficios. La falta de competitividad se asocia con la incapacidad de competir ni en precio ni en calidad, lo cual suele ser sinónimo de quiebra y desaparición de la empresa.
La competitividad de las naciones
Pero, ¿qué significa el concepto de competitividad aplicado a las naciones? Así como otros conceptos están claramente definidos (la productividad es el número de unidades de producto por unidad de factor productivo, la elasticidad-renta de la demanda es el cambio porcentual en la demanda como respuesta a variaciones en la renta, etc.), la competitividad macro carece de una definición clara. Y, por supuesto, carece de unidad de medida. El propio Global Competitiveness Report (editado por el World Economic Forum, cuyo coordinador es actualmente Xavier Sala i Martin), la define como sigue:
”Definimos la competitividad como el conjunto de instituciones, políticas y factores que determinan el nivel de productividad de un país».
A continuación, el documento construye un índice de competitividad basado en doce pilares: instituciones, infraestructuras, estabilidad macroeconómica, salud y educación primaria, educación superior y formación, eficiencia en el mercado de bienes, eficiencia en el mercado laboral, sofisticación en el mercado financiero, avance tecnológico, tamaño de mercado, sofisticación empresarial e innovación. Estos pilares engloban, a su vez, la práctica totalidad de los factores que los investigadores han asociado con el crecimiento y la productividad. Podríamos entonces argumentar que estamos ante un problema semántico y que por competitividad entendemos todo aquello que lleve al crecimiento. Incluso el informe del World Economic Forum podría tener una utilidad: proporcionar una imagen comparada de los países del mundo, un espejo en el que mirarse y darse cuenta de qué falla en tu propio país (¡quizás ya tienes suficientes infraestructuras pero tu sistema institucional está muy atrasado!).
El problema con el uso del concepto
Pero el problema real con la definición del concepto de competitividad es su frecuente asociación a la competencia con otras naciones y los paralelismos con la competencia empresarial, a partir de la cual se argumenta: si no somos capaces de competir con otras naciones, no podremos vender nuestros productos, nuestras empresas cerrarán y habrá paro masivo. Este tipo de razonamiento, que podríamos llamar retórica de la competitividad empresarial, esconde errores mayúsculos, probablemente causados por una visión estática de la economía. En efecto, en el corto plazo una empresa puede cerrar si es incapaz de ofrecer mejor calidad o menores precios que sus nuevos competidores extranjeros. Desaparece la empresa como persona jurídica, desaparece una tecnología productiva que no era rentable y desaparecen (al liquidarse) sus activos y pasivos.
Pero sus componentes por separado no desaparecen. Las personas, cuyo capital humano no se liquida con la desaparición de la empresa, siguen perteneciendo a su mismo país y buscarán una nueva forma de organizarse en una actividad que sí sea rentable. Incluso otros activos, como las instalaciones, serán generalmente asignados a otro uso productivo tras la liquidación. Los países, por tanto, no pueden quebrar en un sentido empresarial: sus instituciones internas cambian y se adaptan en cada nueva realidad.
Desde el punto de vista de la competitividad, una empresa es una tecnología, una forma de organizar factores productivos con un umbral (la rentabilidad) que determina su existencia. En cambio, un país es, en el sentido económico, la agrupación de los factores productivos poseídos por sus habitantes. Las formas en que dichos habitantes organizarán sus recursos para producir bienes nacerán y desaparecerán, y ese proceso generará mayor o menor riqueza dependiendo del funcionamiento institucional de cada país, porque los determinantes de la productividad y del crecimiento se encuentran dentro de nuestras propias fronteras.
Y aquí se encuentra uno de los mayores problemas del concepto de competitividad: la tendencia a situar los factores de nuestro progreso en el exterior, lo cual tiene un doble efecto pernicioso: (i) el culpar a otros países de nuestras propias carencias, retórica muy útil para los sectores en declive necesitados de proteccionismo y (ii) la ausencia de responsabilidad política ante un chivo expiatorio al que señalar. Las consecuencias de dicha retórica no son triviales, dados los ingentes recursos que se dedican a mantener con vida sectores inviables en los países desarrollados.
En los próximos números de esta serie hablaremos de la incongruencia de utilizar ciertos indicadores clave como sinónimos de competitividad o de falta de ella, en especial los costes laborales y la inflación. Cerraremos la serie con un (esperamos) provocador argumento que llamaremos “el test de Turing” del concepto de competitividad. Pronto descubrirán por qué.