Lee aquí la entrada dedicada a los problemas conceptuales del término competitividad, y aquí la entrada dedicada a los problemas de medición de las exportaciones.
Comenzamos la entrada con una cita:
«¿Qué diablos van a producir en Noruega con esos salarios tan altos? ¡Con esos salarios no pueden ser competitivos en nada!»
La cita es relevante por dos motivos. En primer lugar, porque proviene de un profesor de economía política de la London School of Economics especialista en la materia; en segundo lugar, porque es una opinión muy compartida -y, a menudo, pretendidamente sofisticada- entre muchos círculos de discusión. También es cierto que toda idea muy extendida puede tener su parte de razón. ¿Qué hay de cierto y qué no en dicha idea?
Salarios y productividad
A nadie que haya estudiado microeconomía se le escapará la poderosa idea de que es la productividad, o la competitividad, la que determina los salarios. Es de suponer que pocas personas en el mundo tienen tanta simpatía con suizos o daneses como para pagarles por sus bienes o servicios mucho más de lo que realmente merecen. De hecho, la simpatía en este aspecto suele circular en sentido contrario, hacia los ciudadanos más pobres del mundo.
Es decir, si los salarios son muy altos en Massachussets, Lausanne o Londres es principalmente por dos motivos:
- Porque muchas de las actividades que allí se realizan se comercializan a nivel mundial y son altamente valoradas y remuneradas.
- Los mayores ingresos de las actividades comercializables se traducen en mayores precios (y los salarios) en los servicios no comercializables en dicha zona –como el clásico ejemplo de los taxistas de Nairobi frente a los taxistas de New York-.
Ambos motivos son conocidos y ninguno de ellos supone un problema para la productividad, sino que son un reflejo de ella. La teoría clásica predice que la demanda de un bien o servicio es la que determina los precios de los factores productivos. El trabajo es un factor más, y por tanto un mayor salario es el reflejo de una mayor demanda del bien o servicio que éste produce.
Además, este fenómeno es aún más pronunciado en los casos en que el factor trabajo es relativamente inelástico, es decir, más escaso o difícil de sustituir, como en las actividades intensivas en conocimiento. Imagine una empresa de diseño cuyos ingresos aumentan con fuerza debido a la alta calidad del trabajo de sus creativos, difíciles de sustituir. ¿Qué factor pasará a estar mejor remunerado?, ¿el material de oficina, el equipamiento informático o los creativos? Piense en cambio en el ejemplo de una cadena de restaurantes que pasa a ser más rentable por una mejora logística introducida por los directivos. ¿Se pagará mejor por ello a los cocineros? No, la mayoría de los nuevos ingresos irán a parar al equipo directivo.
En resumen, en aquellos casos en que no existen fricciones, los salarios no suponen ningún problema para la competitividad de un país, puesto que se determinan en función de la productividad y de las variaciones de la demanda. ¿Cuándo suponen, entonces, un problema los salarios?
Fricciones, “sticky wages” y negociación colectiva
La respuesta es sencilla: los salarios no suponen un problema para la competitividad cuando son altos, sino cuando diversos obstáculos impiden que su determinante sea la productividad. Este es el punto clave de la discusión y aquel cuya mala comprensión lleva a demonizar los salarios altos. Cuando un obstáculo o fricción impide que un puesto de trabajo sea remunerado conforme a su productividad pueden ocurrir varios problemas:
- Si los salarios se encuentran por encima de su productividad equivalente pero son rígidos a la baja, las empresas se encuentran en serios problemas, pues no pueden ajustar sus costes a lo que el demandante final está dispuesto a pagar. La empresa deja de ser competitiva y se encuentra en peligro. En este caso, el ajuste suele producirse a través de despidos y cierres de empresas
- Si los salarios son rígidos hacia arriba, un sector puede tener dificultades para atraer a los mejores talentos o para incentivar el esfuerzo, con lo cual tendrá un enorme problema de competitividad en calidad. Un buen ejemplo es la universidad pública, incapaz de pagar lo suficiente como para atraer a los mejores de cada campo debido a su rígido esquema de retribuciones, o de ofrecer los incentivos suficientes para que se realice investigación y docencia de calidad, que se deja al voluntarismo de cada caso individual.
- La negociación colectiva puede causar a la vez ambos problemas, al imponer salarios sus variaciones por convenio sin atender al caso específico de cada empresa. No obstante, el peligro real de la negociación colectiva es menor del que a menudo se le achaca, pues las empresas tienen otras vía para ser flexibles en las retribuciones –al menos al alza-: las escalas de puestos laborales.
Si bien es cierto que los primeros informes sobre competitividad eran muy simplistas en este aspecto, el World Economic Forum recoge ya en su Global Competitiveness Report la problemática real de los salarios, al evaluar para cada país características como la flexibilidad en la determinación del salario, la relación entre salario y productividad o la forma en que se conducen los contratos y los despidos.
Las buenas noticias de todo ello son que muchos de los problemas de competitividad que existen en la economía española dependen de factores, como la regulación del mercado laboral, sobre los cuales se puede actuar con rapidez. De hecho, la divergencia entre salario y productividad es un problema recurrente en casi todo el sector público, en el que la rigidez en la retribución de sus empleados desincentiva la excelencia y deja sin castigo la falta de esfuerzo.
Las malas noticias son que demasiados políticos y analistas se han instalado en el argumento de que unos salarios mayores reflejan un problema de competitividad, cuando lo importante es la capacidad de los salarios de adecuarse -tanto hacia abajo como hacia arriba- a la productividad, no su nivel ni sus variaciones anuales.