Esther Duflo y Abhijit Banerjee son economistas en el MIT y directores del Poverty Action Lab. Este artículo ha sido publicado inicialmente en la revista Foreign Policy. [Leer aquí la primera parte del artículo]
En la comunidad internacional ha calado la idea de que las trampas de la pobreza existen, y que son la causa por la que millones de personas pasan hambre. El Primer Objetivo del Milenio de la ONU, por ejemplo, es “erradicar la pobreza extrema y el hambre”. En muchos países, la definición de pobreza en sí misma ha estado conectada con la comida; los umbrales que determinan si alguien es pobre se calcularon originalmente a partir del presupuesto necesario para obtener un cierto número de calorías, además de otros gastos indispensables, como el alojamiento. Una persona “pobre” es esencialmente clasificada como alguien que no tiene lo suficiente para comer. Por tanto, resulta sorpresivo que los esfuerzos de los gobiernos para ayudar a los pobres estén basados mayoritariamente en la idea de que los pobres necesitan desesperadamente comida y que la cantidad es lo que importa.
Los subsidios para comida son ubicuos en el Oriente próximo: Egipto gastó 3.800 millones de dólares en subsidios para comida en el año fiscal 2008, un 2% de su PIB. Indonesia distribuye arroz subsidiado. Muchos estados en la India tienen un programa similar. En el estado de Orissa, por ejemplo, a los pobres les corresponden 55 libras de arroz al mes a un precio cercano a una rupia por libra, menos del 20% del precio de mercado. Actualmente, el Parlamento Indio está debatiendo una Ley del Derecho a la Comida, que permitiría a la gente demandar al gobierno si pasan hambre. El envío de dicha comida es una pesadilla logística. En India se estima que más de la mitad del trigo y un tercio del arroz “se pierden” por el camino. Para apoyar la ayuda en comida directa en estas circunstancias, habría que estar bastante convencidos de que lo que los pobres necesitan, por encima de cualquier otra cosa, es más grano. Pero, ¿y si los pobres no tienen, por lo general, pocos alimentos que comer? ¿Y si, en vez de ello, se alimentan mal, privándose de los nutrientes necesarios para ser adultos sanos y con éxito? ¿Y si los pobres no pasan hambre, sino que eligen gastar su dinero en otras prioridades? Si así fuese, los expertos en desarrollo y los responsables políticos tendrían que reimaginar su forma de pensar respecto al hambre. Y los gobiernos y las agencias de ayuda deberían de parar de verter dinero en programas fallidos y centrarse en vez de ello en encontrar nuevas formas para mejorar las vidas de las personas más pobres del mundo.
Consideremos el caso de la India, uno de los grandes enigmas en esta edad de crisis alimentarias. El relato habitual de los medios de comunicación sobre el país, al menos cuando se habla de comida, trata sobre el rápido aumento de la obesidad y la diabetes conforme la clase media-alta urbana se hace más rica. Pero la historia real de la nutrición en la India durante el último cuarto de siglo, como han mostrado Angus Deaton (Universidad de Princeton) y Jean Drèze (Universidad de Allahabad y Asesor Especial de Gobierno de la India), no es que los Hindúes estén engordando: de hecho están comiendo cada vez menos. A pesar del rápido crecimiento económico, la ingesta per cápita de calorías ha bajado; es más, el consumo del resto de nutrientes, exceptuando la grasa, parece haber descendido en todos los grupos, incluidos los más pobres.
Hoy, más de tres cuartas partes de la población viven en hogares cuyo consumo per cápita de calorías es menor de 2.100 en las áreas urbanas y 2.400 en las rurales –números frecuentemente citados como “requerimientos mínimos” en la India para aquellos que realizan trabajos manuales-. Los más ricos siguen comiendo todavía más que los pobres. Pero, para todos los niveles de renta, el porcentaje de renta dedicada a la comida ha disminuido y la gente consume menos calorías. ¿Qué está sucediendo? El cambio no está siendo producido por un descenso de rentas; bajo desde cualquier punto de vista, los hindúes están ganando más dinero que nunca. Tampoco se debe al aumento del precio de la comida –entre principios de los 80 y 2005, los precios de la comida bajaron en relación al precio de otras cosas, tanto en la India urbana como en la rural. Y aunque los precios de la comida han aumentado desde 2005, los hindúes empezaron a comer menos precisamente cuando los precios de la comida caían. Así que, los pobres, incluso aquellos que la FAO clasificaría como hambrientos en base a lo que comen, no parece querer comer mucho más incluso cuando pueden. De hecho, parecen estar comiendo menos. ¿Qué podría explicar esto?
Bueno, para empezar, asumamos que los pobres saben lo que están haciendo. Después de todo, son los que comen y trabajan. Si pudiesen ser tremendamente más productivos y ganar mucho más comiendo más, probablemente lo harían. Así que, ¿podría ser que el comer más realmente no nos hiciese más productivos y, como resultado, que no existe la trampa de la pobreza debido a la nutrición? Una razón por la cual la trampa de pobreza podría no existir es que la mayor parte de la gente tiene para comer lo suficiente. Hoy vivimos en un mundo que es teóricamente capaz de alimentar a toda persona sobre el planeta. En 1996, la FAO estimaba que la producción mundial de comida era suficiente para proveer al menos 2.700 calorías por persona y día. El hambre todavía existe, pero solo como resultado de la forma en que la comida se reparte entre nosotros. No hay una escasez absoluta. Usando datos de precios de Filipinas, calculamos el coste de la dieta más barata suficiente para alcanzar las 2.400 calorías. Costaría solo 21 céntimos al día, algo permisible incluso para los más pobres (la línea mundial de pobreza se ha fijado aproximadamente en un dólar al día).
La cuestión es que requeriría comer solo bananas y huevos, algo que nadie querría hacer día sí, día también. Pero, mientras la gente pueda comer bananas y huevos cuando lo necesite, deberíamos encontrar muy poca gente atrapada en la pobreza porque no tienen suficiente para comer. Las encuestas indias descartan esto: el porcentaje de gente que declara no tener suficiente comida ha caído dramáticamente a lo largo del tiempo, desde el 17% en 1983 al 2% en 2004. Así que, quizás, la gente come menos porque tiene menos hambre. Y quizás realmente tengan menos hambre, a pesar de comer menos calorías.
Podría ser que, gracias a las mejoras en agua y salubridad, se pierden menos calorías en ataques de diarrea y otras enfermedades. O quizás tienen menos hambre por la disminución del trabajo físico fuerte. Con la disponibilidad de agua potable en los pueblos, las mujeres no necesitan cargar grandes cantidades a través de grandes distancias; las mejoras del transporte han reducido la necesidad de viajar a pie; incluso en los pueblos más pobres, la harina se muele ahora utilizando un molino con motor, en vez de ser triturado a mano por las mujeres. Utilizando los requisitos medios de calorías calculados por el Indian Council of Medical Research, Deaton y Drèze señalan que la caída en el consumo de calorías en el último cuarto de siglo podría explicarse completamente mediante una modesta disminución en el número de gente que realiza trabajo físico fuerte.
Más allá de la India, un supuesto oculto en nuestra descripción de la trampa de la pobreza es que los pobres comen tanto como pueden. Si hubiese alguna posibilidad de que, comiendo un poco más, los pobres empezasen a tener mejoras significativas y saliesen de la zona de la trampa de la pobreza, entonces deberían comer lo máximo posible. En cambio, la mayor parte de la gente que vive con menos de un dólar al día no parece actuar como si se estuviese muriendo de hambre. Si ello fuera así, gastarían con seguridad todo su dinero en comprar más calorías. Pero no lo hacen. En una base de datos que compilamos sobre la vida de los pobres en 18 países, la comida representa entre el 36 y el 79 por ciento del consumo entre la población rural extremadamente pobres, y entre el 53 y el 74 por ciento en su contrapartida urbana. Y no sucede porque se gasten el resto en otras necesidades. En Udaipur, India, por ejemplo, encontramos que el hogar pobre medio podría gastar un 30% más de su renta en comida si cortase completamente sus gastos en alcohol, tabaco y celebraciones.
Los pobres parecen tener muchas opciones, y no eligen gastar todo lo que pueden en comida. Es igual de llamativo el hecho de que incluso el dinero que gastan en comida no maximiza la ingesta de calorías o micronutrientes. Los estudios han mostrado que cuando las personas muy pobres tienen la oportunidad de gastar un poco más en comida, no lo dedican todo a comprar más calorías, sino a comprar calorías más sabrosas y más caras. En un estudio realizado en dos regions de China, los investigadores ofrecían a hogares pobres aleatoriamente seleccionados un gran subsidio en el precio de la comida básica habitual (fideos de trigo en una región, arroz en la otra). Generalmente, esperamos que cuando el precio de algo baja, la gente compre más de ello. Pero ocurrió lo contrario. Los hogares que recibieron los subsidios para el arroz o el trigo consumieron menos de dichos dos alimentos y comieron más gambas y carne, a pesar de que sus alimentos habituales costaban menos. En términos totales, la ingesta calórica de los receptores del subsidio no aumentó (y parecía haber bajado), a pesar de que su poder adquisitivo había aumentado. Y tampoco había aumentado el contenido nutritivo en algún otro sentido.
La razón más probable es que, como el arroz y el trigo son baratos pero no particularmente sabrosos, el sentirse más ricos podría haberles hecho consumir menos de dichos alimentos básicos. Este razonamiento sugiere que, al menos entre los hogares pobres seleccionados, conseguir más calorías no era una prioridad, y sí conseguir calorías con un mejor sabor. Dicho esto, muchas personas pobres podrían estar comiendo menos calorías de las que nosotros –o la FAO- piensan que es apropiado. Pero ello no parece tener que ver con que no tengan otra opción; lo que sucede es que no están lo suficientemente hambrientos como para aprovechar cualquier oportunidad para comer más. Así que, quizás no hay 1.000 millones de personas hambrientas en el mundo, después de todo.
(Finaliza en una tercera parte)