La Unión Europea está presionando al Gobierno español para que ponga en marcha una nueva reforma fiscal, entre cuyas medidas destacaría una subida adicional del IVA. El motivo se encuentra en las pobres expectativas del déficit español, el cual, lejos de cerrarse, volvería a repuntar en 2014 según las últimas previsiones de la Comisión Europea y del propio FMI. El preocupante agujero fiscal, que drena cada año un 7% del PIB, difícilmente podrá eliminarse íntegramente recortando gasto público, debido al fuerte rechazo social que los recortes generan. España se encuentra muy lejos de sus países vecinos en términos de recaudación fiscal respecto al PIB, y la petición de la UE ha devuelto a la palestra el IVA ante el escaso recorrido de los tipos del IRPF, que se encuentran ya entre los más altos de Europa. El IVA es uno de los impuestos que mayor rechazo genera entre todos los grupos sociales, rechazo que a su vez se plasma en la postura de los partidos ante el mismo. Tras criticar con especial dureza la subida del IVA realizada por el Gobierno de Zapatero (tildándola de “insolidaria e ineficaz”, el PP negó insistentemente su subida hasta que la presión del déficit y de la Unión Europea forzaron al ejecutivo de Mariano Rajoy a una histórica subida de tipos –del 8% al 10% y del 18% al 21%, incluyendo además un “salto de grupo” de varios servicios, como el material escolar, los servicios funerarios, entradas a espectáculos o servicios de asistencia sanitaria -.
El IVA se trata de un impuesto detestado por la derecha por el mero hecho de tratarse de un impuesto y a la izquierda por ser una de las figuras impositivas menos equitativas del sistema. Pero ambas posturas merecen ser reconsideradas a la luz de la excepcional gravedad de nuestro déficit fiscal. El problema con la actividad económica La objeción clásica a la subida de los impuestos desde la derecha, y más generalmente desde el liberalismo, se encuentra en el efecto pernicioso de los impuestos sobre la actividad económica. Como Laffer explicaba de forma intuitiva, los impuestos altos desincentivan la actividad y el emprendimiento, hasta el punto de que unos impuestos mayores podrían destruir actividad a un ritmo tan alto que la recaudación llegaría a descender. Nuestro sistema impositivo, al igual que el resto de economías desarrolladas, se encuentra lejos de ese punto crítico, pero ello no debería esconder el hecho de que unos mayores tipos impositivos, aunque recauden más, destruyen actividad o la empujan hacia la economía sumergida, creando paro y empleos informales. No obstante, la crítica situación de desequilibrio fiscal de España hace necesarios unos mayores ingresos públicos para complementar los recortes de gasto que el Gobierno lleva dos años aplicando. Y, de entre todas las figuras impositivas, el IVA se trata de una de las más eficientes, es decir, una de las que menos actividad económica destruye. El motivo de la eficiencia del IVA se encuentra en que éste grava tanto el consumo de productos internos como el de productos importados. Así, la menor demanda de productos que causa el IVA se repercute en parte hacia las empresas extranjeras que exportan a España, lo cual tiene dos ventajas: en primer lugar, parte del coste en términos de desempleo se traslada fuera de nuestras fronteras; en segundo lugar, al importar menos productos nuestro superávit comercial aumenta y gracias a ello se reduce nuestro endeudamiento exterior. Por el contrario, el IRPF tiene el efecto contrario, ya que encarece la producción realizada en España, haciendo más difícil su exportación y empeorando el saldo comercial. Por último, la menor demanda de bienes de consumo que el IVA provoca no es necesariamente perniciosa, ya que un menor consumo equivale también a un mayor ahorro, el cual se traduce en una mayor demanda de activos de inversión. Es por esos motivos que, una vez aceptado que el Estado ha de recaudar más para cerrar el abultado déficit, los grupos cercanos a la derecha deberían mostrar una mayor tolerancia hacia esta figura impositiva. El problema con la falta de equidad Pero, sin duda, el colectivo entre el cual el IVA genera un mayor rechazo es la izquierda. Al contrario que el IRPF, cuyos tramos crecientes aseguran que las rentas altas paguen en impuestos un mayor porcentaje de su renta, el IVA grava prácticamente por igual a todas las rentas –de hecho, el gravamen para las rentas más altas puede ser menor que el de las bajas debido a su mayor capacidad de ahorro, el cual no es gravado por el IVA-. No obstante, aunque podría parecer que los sistemas impositivos con mayor IVA dan lugar a distribuciones de la renta menos equitativas, la evidencia internacional no apunta en esta dirección. El análisis de la Luxembourg Income Study Database –base de datos elaborada para realizar estudios comparativos de fiscalidad internacional- muestra una realidad sorprendente. El gráfico muestra el efecto sobre la distribución de la renta de dos caras de la política fiscal: los impuestos –es decir, el gravamen del trabajo o del consumo- y las transferencias –es decir, los programas de desempleo, becas, ayudas sociales o pensiones-. Sus efectos sobre la redistribución de la renta se miden a través de la medida estándar de desigualdad, el coeficiente de Gini, que oscila entre 0 para una sociedad completamente igualitarista y 1 para una hipotética sociedad en la que un único individuo acaparase toda la renta. Y, si bien los datos no permiten examinar el caso concreto de España, sí se puede a partir de los mismos extraer unas conclusiones claras.
En primer lugar, el papel de los distintos diseños impositivos sobre la reducción de la desigualdad es prácticamente indistinguible. A pesar de que el enfoque de cada país es dispar en lo que respecta a impuestos, todos los países oscilan entre 0,04 y 0,05 puntos de reducción de la desigualdad, tanto si tienen un IVA alto (como Suecia o Finlandia) como si no lo tienen (Estados Unidos). Es decir, la reducción de la desigualdad es similar (y reducida) independientemente del diseño impositivo de los países. El motivo está en que resulta muy difícil gravar la renta a tipos altos, ya que es sencillo convertir rendimientos del trabajo en renta de sociedades. Así, muy pocos son los que acaban pagando tipos superiores al 50%, ya que siempre existirá la “escapatoria fiscal” que supone la creación de una sociedad. Y, a su vez, en un mundo globalizado resulta imposible fijar tipos de sociedades por encima del 30%, dado que el movimiento de capitales es libre. En cambio, la reducción de la desigualdad que se obtiene en los distintos países mediante los programas de gasto sí es tremendamente desigual. Mientras en países como Estados Unidos o Canadá la reducción de desigualdad apenas supera la conseguida mediante el sistema impositivo, en las economías del norte de Europa se consiguen unas extraordinarias reducciones de 10 y 12 puntos porcentuales. La clave está, por supuesto, en la naturaleza del gasto del Estado. Allí donde el gasto se dirige realmente hacia los grupos más desfavorecidos, la desigualdad se reduce mucho más que con los intentos redistributivos a partir del sistema impositivo. Así, en los países Escandinavos el IVA se sitúa entre el 23% y el 25%, los tipos máximos de Europa, pero los mayores ingresos fiscales permiten financiar programas de gasto social mucho más efectivos a la hora de reducir la desigualdad. Del mismo modo, España podría aumentar su grado de redistribución a través de una mayor recaudación que ayude a mitigar los recortes en servicios tan esenciales como la educación. Existe además otro fuerte argumento a favor de la equidad del IVA: así como los impuestos directos solo gravan la renta declarada, el IVA que una persona soporta es proporcional a su renta real. Así, en un hipotético caso de una persona que vive sin rentas del trabajo pero que obtiene 20.000 euros anuales alquilando “en negro” tres viviendas de su propiedad, a pesar de que no declare IRPF sí acabará pagando aproximadamente un 20% de su renta a través del consumo que realice. En resumen, a pesar del rechazo social que produce, el IVA es uno de los instrumentos impositivos más eficientes con que cuesta el Estado y una de las pocas figuras impositivas que aún cuentan con margen de subida. Además, su aumento aceleraría el proceso de desapalancamiento de la economía española al reducir aún más las importaciones sin dañar las exportaciones, que no pagan IVA. Los mayores ingresos podrían aliviar la cuantía de los recortes para evitar que se socaven servicios esenciales para la igualdad de oportunidades. De la misma manera, el IVA no es la única figura impositiva que el Gobierno podría considerar, ya que también existe un amplio margen para la reducción de deducciones –el tipo real o efectivo que pagan las empresas –sobre todo las grandes- (alrededor del 7%) es menor que el tipo oficial (entre el 25% y el 30%)-, así como la posibilidad de un mayor gravamen de la riqueza inmobiliaria, el cual tendría la ventaja de ser imposible de evadir fiscalmente. No obstante, estas conclusiones tampoco se pueden tomar “a pie de la letra” y a la ligera. La clave en todo proceso impositivo y de gasto público está, por un lado, en la capacidad de recaudación de los impuestos que ya existen (por lo tanto, hay que trabajar más en que se recaude lo que se tiene que recaudar y que no haya “escapatorias” fáciles) y, por otro lado, es fundamental poner el foco en la productividad del gasto público, es decir, a qué se destinan los ingresos. Mismos ingresos utilizados de dos formas distintas tienen impactos sociales y económicos muy distintos. Una sociedad motivada por cumplir la normativa fiscal vigente y unas administraciones públicas que velen por la productividad (social y económica) de cada euro son imprescindibles para lograr el progreso. Una España sumida en una cascada continua de casos de corrupción y evasión de impuestos; con políticos imputados por malversación de fondos públicos a lo largo y ancho del país y unos ciudadanos con un sentimiento de haberse quebrado la legitimidad de quienes le representan… en esa España es difícil comprender y asumir subidas de impuestos, por muy eficientes que éstas sean.