Hace unas semanas, Pablo Rodriguez (@Suanzes) realizaba una interesante entrevista para El Mundo a Michael Sandel, profesor de filosofía en la Universidad de Harvard. Sandel imparte desde hace mucho tiempo uno de los cursos más populares en su universidad, “Justice”, el cual ha ofrecido por primera vez en abierto para la plataforma EdX. Como se indica en la entrevista, Michael Sandel goza de estatus de superestrella en países como Japón o Corea –en una de sus últimas conferencias en Seúl, Sandel llenó un estadio de 15.000 personas-.
La entrevista trata sobre su último libro, “Lo que el dinero no puede comprar”, en el que Michael Sandel defiende, a partir de su concepción de la ética y la justicia, que los mercados han ido ganando terreno durante las últimas décadas hasta entrar en aspectos que deberían estar vedados a los mismos por cuestiones de valores. Y el autor no centra solo su atención en casos tan evidentes como el tráfico de órganos o la “adopción” internacional de niños, sino que trata casos como el de los tickets para entrar en el congreso de los Estados Unidos, la compra por parte de empresas del nombre de estadios deportivos, el acceso a una celda penitenciaria mejor o el derecho a matar un animal.
Michael Sandel no es, ni mucho menos, dogmático en su objeción a los mercados, ya que reconoce que allí donde ninguna barrera ética impide su desarrollo han causado un gran bien a la humanidad. Pero defiende que el poner precio a ciertas cosas corroe los valores internos de la sociedad y atenta directamente contra los principios de igualdad y justicia. Tanto un rico como un pobre disponen del mismo tiempo y los mismos derechos en Estados Unidos, por lo que ambos deberían invertir el mismo tiempo esperando la cola para acceder a las sesiones del congreso. Así, cuando se permite que los pobres hagan cola para vender su posición en la misma a los ricos, se está erosionando un principio fundamental de la vida en sociedad.
No es difícil estar de acuerdo con el principio general que propone Sandel: que el mercado y el sistema de precios no deberían ser los principios rectores de toda la actividad humana. Pero, más allá de los casos evidentes y en los que la mayoría de la gente está de acuerdo, conviene preguntarse qué está fallando cada vez que el mercado «invade» una nueva institución social. Hagamos un sencillo «experimento mental» a partir de la problemática de las adopciones. Se trata de un tema para el cual no hemos encontrado todavía la solución óptima. La sociedad está completamente de acuerdo en que la existencia de un mercado de niños es una aberración que no debe suceder. ¿Y cuál es el estado real de la situación?
- Hay familias que abandonan o incluso matan a sus hijos por no poder hacerse cargo de ellos (en los países desarrollados hace tiempo que el aborto ha sustituido al infanticidio, pero en los dos países más poblados de la tierra, India y China, aún persiste bajo cifras inciertas el fenómeno conocido como “gendercidio”).
- Los niños que acaban en orfanatos se enfrentan a procesos larguísimos antes de poder ser dados en adopción.
- El daño psicológico que sufren los niños que están hasta los 3 años en un orfanato es irreversible. Durante la época en la que el niño de recibir cariño y protección individualizada, recibe una atención mucho menor a la óptima.
- El proceso de adopción es realmente largo y al final los niños suelen acabar recalando en familias con perfil profesional de renta media / alta.
Un hipotético mercado internacional de niños, el cual suscitaría un lógico rechazo de todas las sociedades, solucionaría muchos de estos problemas. Si la venta fuese legal, en la India no matarían a tantas niñas, sino que las venderían a Europa y América. Lo que hoy es un trámite internacional complejo sería parecido a comprar un iPad: instantáneo, bien empaquetado, legal y seguro. Las niñas sanas de 6 meses se venderían por ejemplo a 6.000€. Las niñas 12 meses, quizás por la mitad. Los niños serían más caros que las niñas por una cuestión de escasez (¡ah, la frialdad de un mercado). Y, por mucho que a uno le pueda espeluznar lo que hasta ahora ha leído en este párrafo, lo cierto es que dicho mercado existe de una forma no explícita, sino encubierta.
Como dice Sandel, es fácil ver que permitir estos intercambios corrompe valores que deberían acompañar al ser humano. Pero la postura ante este problema no puede ser la resignación, y es que las «invasiones» del mercado señalan a menudo instituciones sociales que están fallando estrepitosamente. Cuando criticamos al mercado por invadir un nuevo tipo de intercambio, a menudo hay detrás es un grave fallo político que ha sido incapaz de dar solución apropiada a un problema latente.
El mercado solo acude allí donde es capaz de solucionar problemas a alguien y este alguien está dispuesto a pagar por ello.
En infinidad de aspectos de nuestra vida, las instituciones sociales funcionan perfectamente y el mercado ni se asoma o lo hace marginalmente. Pero cuando el mercado aparece (compra de niños en Asia), es porque la alternativa está fallando. Por horrible que suene, parece socialmente más deseable dos niñas vendidas a dos parejas europeas frente a la alternativa de otras dos niñas muertas o abandonadas indefinidamente en un orfanato en paupérrimas condiciones.
Hay una tercera opción que la mayoría preferiríamos: que ambas niñas sean dadas en adopción, con gran rapidez, a las dos familias del mundo que más amor y cuidados estén dispuestas a darles. El trámite no debería durar dos años, sino dos semanas. Pero los años pasan y el mecanismo apenas mejora, lo que empuja a familias que quieren adoptar un niño a viajar a algún país exótico para “acelerar” los trámites de adopción.
Cuando no hay un mercado transparente y regulado, a menudo se crea un mercado negro no regulado y discrecional. ¿Acaso ese mercado negro no socava también nuestros valores?
Hay un motivo clave por el cual los mercados invaden tantas instituciones cotidianas: la rapidez y la eficiencia informativa de los mercados. Para lograr un acuerdo político internacional de «adopciones express» serían necesarias infinidad de cumbres en las que muchos países habrían de ponerse de acuerdo, homogeneizar legislaciones, crear organismos públicos para regular todo el asunto y luego más funcionarios en cada país para gestionar las adopciones con rapidez. Y qué duda cabe que con voluntad y trabajo podría lograrse. Pero la capacidad de trabajo de «lo público» se enfrenta a serios limitantes: construir un conjunto de instituciones nacionales o supranacionales para lidiar con un problema es muy costoso en términos de negociación e incluso presupuestarios. Haciendo este esfuerzo podría solucionarse este problema, pero lo costoso del esfuerzo sigue relegando la adopción a un segundo plano. Por el contrario, frente a la lentitud de la acción política, el mercado es capaz de organizar cualquier intercambio de forma fría y descentralizada.
Las preguntas que plantea Michael Sandel son sin duda interesantes, pero no deberían invitar a la inacción o al rechazo frontal al mercado, sino que deberían señalar el camino para la reforma de aquellas instituciones que no funcionan bien o lo hacen parcialmente. Los mercados generan a menudo incentivos perversos y pueden llegar a corrompen valores profundos, pero el esconder dichos problemas no los elimina. Cuando algo así sucede, los ciudadanos deberíamos reconocer que existe un problema en la «institución pública» o «costumbre» que regula dicho problema y exigir una acción política más contundente.