Textaphrenia, Ringxiety y Fomo suenan a personajes de una película de dibujos animados, pero, en realidad, denominan algo mucho menos divertido y bastante más preocupante. Llegan a estas líneas porque, entre las enfermedades sociales, son ya numerosas las derivadas del uso mal entendido de internet y los dispositivos que lo ponen a nuestro alcance. Las mencionadas identifican algunos de sus síntomas más llamativos.
FOMO es el acrónimo de “fear of missing out”, traducido: “miedo a perderse, a quedarse fuera”. El fenómeno está relacionado con la ansiedad generada por el temor a perderse un evento social o cualquier otra experiencia de cuyo conocimiento te enteras por medio de las redes sociales. Lleva, por tanto, a la necesidad irresistible de estar continuamente conectados a internet y participar de manera activa en todas aquellas conexiones que nos relacionan con los otros, conocidos o desconocidos. Si nos fijamos, es el resultado extremo de ignorar las relaciones reales a cambio de volcarse casi exclusivamente en la interacción virtual.
Como Ringxiety y Textafrenia, en tanto que vinculados a lo digital, el síndrome resulta hoy de influencia transversal. De ahí que guarde relación con la salud, la educación, la comunicación, la ética, etc. Gary Turk hizo viral un video en YouTube en el que exponía el fenómeno Fomo en toda su crudeza.
La palabra RINGXIETY surge de la fusión de las palabras inglesas “ring” y “anxiety”, es decir, “ansiedad del timbre”. Para entenderlo mejor digamos que es una experiencia que todos hemos tenido en algún momento: varias personas están juntas y un teléfono móvil comienza a sonar. Al instante, todo el mundo empieza a hurgar frenéticamente en bolsillos y carteras con la ansiosa creencia de que debe ser el propio. La actividad solo cesa cuando uno del grupo saca triunfalmente su móvil y dice: ‘ ‘Es el mío… ¿Dígame…?’
La tensión provocada por la posibilidad de escuchar el móvil en cualquier momento y en cualquier lugar genera un cierto grado de ansiedad: la ansiedad del timbre o Ringxiety.
El síndrome puede incluirse en el también conocido como “Síndrome de la vibración o timbre fantasma” y adquiere otros nombres como “Fauxcellarm” o ”falsa alarma del móvil”. Ya en 2006, en el New York Times se escribía sobre ello:
“Esta ilusión de audio, llamada timbre de teléfono fantasma o, más caprichosamente, ansiedad de timbre o falsa alarma, ha surgido recientemente como un tema de discusión en Internet y se ha convertido en una nueva razón para que las personas se quejen de la saturación tecnológica de la vida moderna o cuestionen su cordura ».
Por su parte, Textaphrenia (o Textafrenia) es la sensación de haber oído la notificación o notado la vibración que avisa de un nuevo mensaje cuando, en realidad, no existe más que en tu imaginación, así como también la constante revisión del móvil después de enviar un mensaje a la espera de respuesta.
Llega el tecno-estrés
La magnitud del problema de la dependencia de la interacción digital que lleva a trastornos como los mencionados ha sugerido calificarlo en algunos estudios como “Una pandemia emergente silenciosa” o a acuñar el término –creo que bastante acertado— de “tecno-estrés”. Y no es una broma por su extensión y su gravedad sobre todo entre los jóvenes.
Textaphrenia, Ringxiety y Fomo muestran distintos síntomas de un mismo problema que tiene derivaciones sicológicas y por tanto afecta a la salud, pero que también perturba otras muchas áreas. Toda adicción que modifica el normal comportamiento nos priva del contacto natural con el entorno y con los demás y resulta de imposible o muy difícil control por parte del afectado. Debe encender las alarmas de los implicados y, sobre todo, preguntarnos las causas por las que algo en principio bueno y útil como internet y su aplicación en las llamadas redes sociales, puede trastocarse en algo tan perverso y dañino.
La respuesta es simple: porque casi todo en internet está construido para fijar nuestra atención, acaparar nuestro interés, controlar nuestras relaciones y marcarnos el camino de la “feliz vida digital en la que todo es posible con solo una pantalla y una conexión”.
El enemigo conoce el sistema
Marta Peirano, en su excelente libro “El enemigo conoce el sistema”, lo explica de forma concienzuda.
Para empezar, conviene recordar lo que apuntaba Mark Wieser en su libro “The computer for the 21st Century”:
“Las tecnologías más significativas son aquellas que desaparecen al entrelazarse en el tejido de la vida cotidiana hasta que son indistinguibles de la vida misma.” Eso se logra haciéndolas sencillas, atractivas, baratas, polivalentes y capaces de provocar reacciones cerebrales placenteras, es decir, que induzcan a repetir el ciclo acción-recompensa.
Si recordamos que Facebook, Messenger, Instagram y WhatsApp están hoy bajo un mismo paraguas que sostiene una sola persona, Mark Zuckerberg, caemos en la cuenta de que ese paraguas representa —es, de hecho— una de las muestras de poder más evidente de nuestro mundo. La prueba de ello es que el poder que ostenta no tiene detrás una ideología, ni falta que le hace.
El desencadenante de las patologías que veíamos al principio se suele expresar con la palabra engagement cuyo significado tiene una doble vertiente: compromiso y participación.
- Primero, conseguir que firmes el contrato (I accept, I agree, Acepto los términos de Usuario), algo que se logra sin dificultad haciendo scrooll hasta el final de las diez o quince mil palabras que suele tener.
- Y segundo, convertir el uso y disfrute de la aplicación en una suma de gestos sencillos y fáciles de automatizar. A estos elementos, compromiso y posibilidad de hacer “habituales” (de hábito) el acceso y el uso, hay que sumar la motivación.
- Es aquí donde entran en juego Fomo y las demás.
¿Qué necesidades manejan las redes sociales sobre nosotros?
¿Qué irresistibles motivaciones manejan, por ejemplo, las redes sociales? La principal es la proponer la disyuntiva de la aceptación o el rechazo social. La necesidad imperiosa de ocupar un lugar en el grupo, de ser referente, de ser citado, convocado, objeto de likes, memes, selfies, comentarios etc… lleva a la angustia patológica de comprobar permanentemente si en efecto se cumplen nuestras expectativas.
Y para eso las aplicaciones lo ponen fácil: aparecen por defecto en la pantalla principal del móvil, no necesitas configurarlas y basta un toque para cumplir la promesa de tu ración de dopamina, o lo contrario.
Pensemos también en las plataformas de streaming, Netflix, Amazon Video, HBO y otras. Juegan con el mismo principio. En este caso, además, con el apoyo de guionistas hábiles que saben cómo cautivar a distintos segmentos de público con historias y patrones que casi nunca fallan. Así nos vamos empapando de la motivación conforme vemos la serie. Pero del resto no nos tenemos que preocupar porque al final de un capítulo no necesitamos hacer nada para ver el siguiente, y el siguiente, y el…. En YouTube ocurre lo mismo. Es más, YouTube, propiedad de Google, crea una página exclusiva para cada uno de nosotros con una oferta (playlist) “a medida” basada en el algoritmo de recomendación que alimentamos con nuestras progresivas elecciones. YouTube aprende enseguida qué nos gusta y nos lo ofrece empaquetado y con cada vez más de videos de “esos” que nos encantan.
Retomo un párrafo de Marta Peirano que resume el fondo de la cuestión: “La industria aún no sabe cómo controlar las emociones, pero se ha especializado en detectar, magnificar o producir las que más beneficio generan: indignación, miedo, furia, distracción, soledad, competitividad, envidia. Esta es la banalidad del mal de nuestro tiempo: los mejores cerebros de nuestra generación están buscando maneras de que hagas más likes. Y no es verdad que estemos libres de culpa.
Los algoritmos okupas
El algoritmo es el okupa de nuestro tiempo. Va tomando posesión de nuestra vida a la vez que nos la facilita. Nos roba mientras sonríe hasta conseguir incluso que le demos las gracias.
Y lo hace con todas las de la ley, y, si no, apenas se lleva un tirón de orejas.
Entre 2008 y 2010, los coches de Google salieron a fotografiar las calles de más de treinta países. Hubo personas que se quejaron de que las cámaras invadían su intimidad, mostrando al mundo sus hogares sin haberles pedido permiso. Google lo arregló inmediatamente con un delicado pixelado sobre rostros, matrículas… Era la coartada perfecta, porque la verdadera invasión estaba ocurriendo en la esfera de lo invisible: los coches de Google iban capturando todas las señales wifi de todos los edificios por los que pasaban, incluyendo los nombres de las redes (ESSID), las IP, las direcciones MAC de los dispositivos. También iban acumulando la gran cantidad de correos privados, contraseñas y todo tipo de transmisiones emitidas por redes abiertas y routers domésticos mal protegidos. Cuando fueron descubiertos por las autoridades alemanas de protección de datos, llegaron a decir que su “pecado” era en realidad un servicio público porque había demostrado a los ciudadanos lo vulnerables que eran las redes wifi abiertas y la importancia de proteger mejor la información. Pagaron siete millones de multa (Google tuvo unos ingresos en 2020 de 182.000 millones de dólares) y asunto terminado.
Estamos “okupados”. Y lo sabemos. Pero no nos importa.
(Os dejo. Me acaba de vibrar el móvil …)